Me invitaron a escribir un cuento acerca de los museos; concretamente, sobre los almacenes de los museos. Acepté al instante, un sí a ciegas, inconveniente de cuya magnitud fui consciente cuando me puse ante el teclado y recordé que jamás he estado en una de esas tripas del arte; descendí al pánico cuando fui tomado por una idea aún mucho más escandalosa: en puridad ni tan siquiera sé qué es un museo.

Comencé a pensar que para el mundo pagano los museos son considerados espacios sagrados. Quiero decir que la gente de a pie, la gente como yo, tiene al museo como un lugar donde las cosas toman un aura especial, casi sacramental; quizá por eso en sus salas, como en los templos, los visitantes hablan en voz baja. Pero simultáneamente se da la situación inversa: para el mundo sagrado el museo es un espacio pagano, quienes administran los ritos que pertenecen al mundo de las religiones siempre han considerado a los museos como lugares de herejes y de representaciones del mundo del mal vivir. Pensé entonces que es en esa extraña ambivalencia donde radica el gran atractivo del museo. Y ahí ya tenía un cuento, con eso ya podía armar toda una ficción, pero a mí me habían encargado un relato sobre los almacenes de los museos; de nada me servía lo pensado. Se me ocurrió entonces que el único modo posible de escribir el pactado cuento era visitando yo mismo uno de esos almacenes.

No tardé en contactar por teléfono con la directora del más importante museo de mi ciudad. Tan receptiva fue a mi posible visita, que, ganado por la emoción, a medida que hablábamos improvisé, “¿y podría yo pasar una noche en ese almacén?” “¿Cómo?”, dijo ella, y después silencio, que parecía no desatascarse. Temeroso de haberla pifiado emprendí una huida hacia delante, “me refiero a si podría hacer una especie de acción artística, quedarme una noche en el almacén y escribir el cuento allí, in situ, sólo tenéis que ponerme una mesa y una silla, el café y la comida ya la llevo yo”. Ahora sí que ella saltó como un resorte, “no es posible llevar comida, está prohibido introducir materia orgánica en un museo, pueden dañarse las obras, la única materia orgánica que el visitante puede introducir en un museo es su propio cuerpo”. En ese instante supe que sí, que implícitamente acababa de admitir que me daría el permiso. Días más tarde tenía yo ya todo preparado, que en realidad era nada porque tampoco me dejaban llevar mi ordenador. Tan solo papel y lápiz, ni tan siquiera bolígrafo, nada que contuviese tinta.

Nuestros cuerpos por dentro son totalmente oscuros, nunca son tocados por la luz y, paradójicamente, es en esos oscurísimos órganos internos donde radica nuestro principio de vida. y el almacén de un museo es eso

Una noche de domingo me abrieron la puerta y me hicieron pasar a la estancia subterránea. Lo que allí vi en nada se parecía a lo que había imaginado. De pared a pared, multitud de estanterías estancas movidas sobre rieles, como esas que en las farmacias albergan medicinas, y nada significativo que llamara al arte ni a las obras ni a su Historia; un gigantesco y oculto archivo sin posibilidad de ser resucitado; “levántate y anda”, recuerdo que bromeé para mí mientras observaba la sucesión de tumbas. En el centro de ese espacio, por lo demás diáfano y catedralicio, habían colocado una mesa de despacho, una silla y dos botellas de agua. Recordé una condición que en nuestra conversación la directora había impuesto; el resultado de mi acción, es decir, mi texto, debería cederlo al museo, como contraprestación o agradecimiento. Eran las 12 de la noche, cerraron la puerta con llave –eso no lo entendí–, y se fueron.

No tardé en sentarme. Tampoco tardé en darme cuenta de que ante ese vacío no sabía qué escribir, decidí confiarlo todo a mi oficio, a mi capacidad de improvisación y recursos; en peores lugares había escrito textos que incluso luego habían sido aplaudidos, pero lo cierto es que no tuve que confiar en mi pericia durante mucho tiempo porque cuando habían pasado unos treinta minutos, y sin una sola línea escrita, se apagó la luz, acompañada de un sonido seco de detención de motores. Me quedé completamente a oscuras. Descartada una inocentada por parte del personal del museo, sólo pude atribuirlo a un apagón general de la ciudad. Siete horas por delante, a tientas y paralizado en una silla, no quise ni imaginarlo. La cabeza hace milagros, lo sabemos, imaginar ya es en sí mismo un acto milagroso, y no tardé en pensar que aquello era como estar en el interior de un cuerpo. En efecto, nuestros cuerpos por dentro son totalmente oscuros, nunca son tocados por la luz y, paradójicamente, es en esos oscurísimos órganos internos donde radica nuestro principio de vida. Y el almacén de un museo es precisamente eso, me dije, colección de órganos internos que, aun estando siempre sin mácula de luz, sostienen todos y cada uno de los misterios que algún día el público admirará. Pero si dentro de los cuerpos todo es ciego, puede decirse que el interior del cuerpo tiene sus ojos cerrados, y que entonces, de algún modo “las obras de arte que viven en este almacén también lo habitan con los ojos cerrados”, me repetí. Atrapado en esa terrible y bella idea, y atento cualquier sonido al otro lado de la puerta que me indicara la presencia de un humano a quien pedir ayuda, me quedé dormido sobre la mesa.

Cuando abrí los ojos, afuera ya estaría amaneciendo. Seguía a oscuras; bien podría haberlos dejado cerrados. Tardé unos minutos en desperezarme. Recordé todo lo pensado horas atrás, y con asombrosa claridad se me apareció esta revelación: si el almacén de un museo es un ser que tiene los ojos cerrados, eso es exactamente lo que les ocurre a las criaturas en los vientres antes de nacer y ser tocadas por la luz. Son, pues, estas obras que me rodean verdaderos ancianos que, ciegos, se comportan como no nacidos en una placenta. Cuando alguien los extrae y los muestra al público, lo que en realidad hace es abrirles los ojos, darles una vida, pero una vida que va hacia atrás en el tiempo, los hace niños de nuevo.

A las 7 en punto de la mañana se abrió la puerta. La silueta de la directora y de la guardia de seguridad se dibujó en el rectángulo de luz exterior. Sin decir palabra observaron mi rostro durante un tiempo que a mí pareció más de lo normal, se miraron, comentaron entre ellas, “parece más joven”. “Sí”.

@FdezMallo