Vista de la obra de Miquel Navarro en el stand de El Mundo

Dueño de una dilatada trayectoria artística, Miquel Navarro, protagonista del stand de El Mundo, es pionero en la transformación del lenguaje experimentado por la escultura española en los años setenta y ochenta del siglo pasado.

Si bien los primeros pasos de Miquel Navarro (Mislata, 1945) durante la segunda mitad de los años sesenta fueron en el campo de la pintura -que él mismo definió como expresionista-, su verdadera irrupción en la escena artística se produjo en 1974, cuando realizó la primera de sus Ciudades. Este modelo le sirvió para conjugar la experiencia y vivencias personales -ha vivido siempre en Mislata, un pueblecito anejo a Valencia, con huertas y regadíos que conviven con un modesto mundo industrial de hornos y chimeneas- con un concepto urbano de la escultura. Cumple así con una irreductible verticalidad en las grandes piezas centrales contrastada con el despliegue horizontal de decenas de piezas que configuran un territorio. Son obras que configuran un lugar propio.



Cuando expuso en Buades en marzo de 1975 -de la que recuerdo la escultura hecha de ladrillo refractario y arcilla modelada por él mismo, que tenía una vaga relación con los cementerios marroquíes o egipcios-, se hizo evidente que su trabajo pertenecía a la misma órbita que surcaban desde principios de esa década artistas como Carlos Alcolea, Carlos Franco y otros que conformaron la figuración madrileña. La misma que subvertiría muchos de los presupuestos que se daban por fijados en la pintura española.



En los años siguientes a las "ciudades" se añadirían intervenciones públicas en obras de gran formato, esculturas individuales, algunas pinturas, dibujos, collages y, por último, el trabajo fotográfico. Con la entrada del siglo sus esculturas darían paso, a su vez, a juegos con la figura humana de sexualidad expresa. El repertorio formal, en cambio, proseguiría con cierto gusto por combinar lo conocido con lo exótico. Y también por una indagación en los modos de las vanguardias, especialmente el constructivismo ruso, que se demostraría fecunda, a la vez que el repertorio material se enriquecía en un perfecto dominio del oficio. Su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en 2009 llevó por título Juegos de la infancia, donde se fragua el arte, y a una impresión infantil debe, según sus propias palabras, la motivación para el conjunto de obras que componen su participación en el stand de El Mundo. Motivación tan simple como su atracción desde niño por los cactus, "esas extrañas plantas fuera de lo común". Motivo también de muchas obras de su admirado Julio González, de quien ahora el artista se aleja a favor de la evocación de dos películas. El experimento del Dr. Quatermass, en el que aparecía un brazo convertido en cactus putrefacto -y Navarro ha realizado una serie de fotografías de brazos con púas de cactus- y Ultimatum a la Tierra, en la que a las armas les crecían pinchos. Me cita también, y lo creo revelador, El regalo, de Man Ray, la célebre plancha con clavos.



El obelisco central, Contrafuertes, de 2011, inédito hasta ahora, pertenece a la nutrida nómina de sus totems. La pieza está realizada en aluminio marino y tiene tres metros setenta de altura. Bajo él la miríada de pequeños pinchos verticales extienden una zona prohibida o cerrada que veta el paso al monumento. Otras dos esculturas de menor tamaño, también de aluminio, una de ellas policromada en un exultante azul y tituladas igual, Transmutación, son anteriores, de 2001.



Finalmente, un conjunto de serigrafías sobre tela, que ocupan las paredes, proceden de fotografías de cactus cultivados pacientemente por el propio escultor hasta llegar a esos tamaños. Y otras plantas, como ese Melocotón transmutado en vulva femenina.