Fotograma de la película Déjame entrar, dirigida por Matt Reeves.

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Libros Ensayo y psiquiatría

Felaciones, asesinatos y culto satánico: traumas infantiles "sin importancia"

El psiquiatra infantil Bruce Perry relata sus diez casos más complicados: críos destrozados por el terror o el abuso, y con qué armas cuentan para que crecer como adultos sanos. 

18 octubre, 2016 12:40

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Uno: los niños son esponjas. Dos: necesitan amor. Cuenta Bruce Perry, catedrático y jefe de Psiquiatría del Hospital de Niños de Texas, que, al comienzo de su etapa como investigador -allá en los ochenta-, sus colegas prestaban poca atención al daño permanente que puede producir un trauma psicológico. Y en los niños, menos, porque se consideraba que los críos eran "resistentes por naturaleza", que poseían una habilidad innata para "recuperarse". Sin embargo, los estudios probados en animales demostraban que hasta un leve estrés durante la infancia podía llegar a tener un impacto permanente en la arquitectura y la química del cerebro y, por tanto, del comportamiento.

Raro es el niño que escapa enteramente al trauma. En torno al 40% de los chicos estadounidenses -reseña Perry en su obra El chico al que criaron como perro (Capitán Swing)- vivirán como mínimo una experiencia potencialmente traumática antes de cumplir los 18 años: la muerte de un padre o hermano, malos tratos físicos o desatención, abuso sexual, accidente grave, desastre natural, violencia doméstica o algún otro tipo de crimen violento. El trauma no se detiene. No se puede esconder bajo la alfombra como las vergüenzas de una casa sucia. Pero el trabajo de Perry, y el de sus compañeros, es reducir la resonancia de ese dolor. Dar herramientas para continuar con la vida. Aquí no hay finales felices; o, al menos, no plenamente, porque no se puede derribar nunca la edificación primera.

Anorexia y falta de afecto

El autor relata el caso de Laura, una cría que con cuatro años pesaba menos de doce kilos, a pesar de llevar semanas enteras recibiendo una dieta alta en calorías por un tubo insertado en la nariz. Los médicos, en un primer momento, creyeron haber descubierto un nuevo tipo de patología: anorexia infantil. Apostaban a que la chica escapaba por las noches a vomitar. No era así: sencillamente su madre, Virginia, había sido abandonada por su madre biológica y acogida, a los cinco años, por unos padres cariñosos y altamente morales. A los dieciocho años -cuando se extinguió la responsabilidad del Estado con su caso- la obligaron a abandonar su casa. A sus padres se les prohibió ponerse en contacto con ella.

La paciente estaba extremadamente flaca por falta de amor físico: así enseña Bruce Perry que no es posible tratar por separado la mente y el cuerpo

Virginia se quedó sola, sin reglas vitales bien definidas, hambrienta de afecto. Se quedó embarazada y su novio también la abandonó. Y aunque ella cumplió a rajatabla con su hija todos los consejos nutricionales que recibió, no desarrolló ningún patrón emocional. Nunca la acunó, nunca la besó, nunca le cantó. "Y, sin estas señales físicas y emocionales que todos los mamíferos necesitan para estimular el crecimiento, Laura dejó de ganar peso". Estaba extremadamente flaca por falta de amor físico: así enseña Bruce Perry que no es posible tratar por separado la mente y el cuerpo. Es curioso esto. Aunque recibieron ayuda y leyes emocionales que las hicieron evolucionar juntas, sanas y felices, la comunicación social entre sus cerebros nunca sería plena, porque existían sombras de los cuidados interrumpidos que -ambas- recibieron durante los primeros años de vida.

"Del mismo modo que la gente que aprende a hablar un idioma tarde en la vida, Virginia y Laura nunca llegarán a hablar el lenguaje del amor con el acento adecuado", escribe el psiquiatra. Tina, otra paciente, sólo tenía siete años. Se presentó en la consulta con su madre y sus hermanos, minúscula y frágil. En cuanto vio al doctor Perry, se abrazó a su regazo. A él le pareció un gesto tierno, hasta que la niña se desplazó, llevó su mano a la entrepierna del médico e intentó bajarle la cremallera. Tina se comportaba de modo “agresivo e inapropiado” con sus compañeros de clase: se exhibía delante de los demás, empleaba lenguaje sexual y trataba de incitar a los otros niños a participar en juegos sexuales. Había sufrido abusos de los cuatro a los seis años por parte del hijo de su canguro, un chaval de dieciséis.

El peligro de la asociación mental

“La experiencia le había enseñado que lo que los hombres querían era sexo, tanto de ella como de su madre: por su vida no había pasado ningún padre cariñoso, ni un abuelo comprensivo, ni un hermano mayor protector. Los únicos varones adultos que había conocido eran los novios a menudo inapropiados de su madre y a su propio abusador. En buena lógica, desde su perspectiva, había asumido que yo también quería eso”, relata el psiquiatra. Bruce Perry explica, ya en varios de los casos, cómo de importantes son las asociaciones mentales, y, más, en edades infantiles: prácticamente se convierten en lazos de cemento. "Si resulta que te estás lavando los dientes en el momento exacto en el que un terremoto destroza tu casa, ambos acontecimientos podrían quedar vinculados para siempre en tu mente y ser recordados a la vez".

Si resulta que te estás lavando los dientes en el momento exacto en el que un terremoto destroza tu casa, ambos acontecimientos podrían quedar vinculados para siempre en tu mente y ser recordados a la vez

El problema de Tina, y el de tantos otros críos, no era -como decían algunos médicos-, TDA (Trastorno por Déficit de Atención), sino TEPT (Trastorno por estrés postraumático). El psiquiatra trabajó tres años con ella y, cuando parecía haber mejorado -había regulado absolutamente su comportamiento-, la sorprendieron practicando una felación en el colegio a un chico más mayor. "Al parecer yo no le había enseñado a cambiar su conducta, sino a esconder mejor su actividad sexual delante de los adultos, y a controlar sus impulsos para no meterse en problemas, pero no había superado su trauma", escribe, con tristeza, el doctor.

Empezó entonces a luchar con (¿contra?) el arma más misteriosa y poderosa del cerebro humano: la memoria, que es "la capacidad de seguir adelante arrastrando ciertos aspectos de la experiencia". Explica el experto que el ser humano trabaja con "plantillas", por ejemplo, cuando conduce: no está pendiente constantemente de todas las herramientas de la conducción, sino que las tiene interiorizadas. Algo así pasa con los traumas: son edificantes. Son el "patrón" de la memoria que utilizamos para dar sentido a cualquier tipo de información nueva entrante.

Estrés postraumático

Sandy era una niña de tres años que había sido testigo del asesinato de su propia madre. A ella le rajan el cuello mientras le dicen "es por tu propio bien, colega", y la dan por muerta. Sin embargo, la cría sobrevive y a los días su tío descubre la escena del crimen. Su cabeza está llena de asociaciones del terror: el timbre del hombre que entra a la casa, los cubiertos -que habían dejado de ser algo que se usaba para comer y eran utensilios que mataban-, la leche -que antes estaba asociada a la crianza y la nutrición- con la que dio de beber a su madre muerta y de la que bebió ella misma hasta que el líquido le salió por las ranuras del cuello.

Sandy era un sargento minúsculo porque necesitaba tenerlo todo bajo control. Ordenaba y tiranizaba para valorar los diferentes grados de estrés. Esto aquí, esto así. Ven. Vete. Dame eso. "Su cerebro, mediante la reconstrucción, trataba de convertir el truma en algo predecible, y, con suerte, en algo que terminara resultándole aburrido".

Se ha demostrado que cada vez que "abrimos" un recuerdo en el fichero de nuestra memoria, nuestras circustancias actuales lo editan y nunca vuelve a ser el original

Si Justin, de seis años, tiraba heces y comida al personal del hospital, era porque uno de sus cuidadores lo había criado como a un perro, metiéndole en la jaula con los animales. Si León, de dieciséis, había asesinado sádicamente a dos chicas adolescentes -y después había violado los cadáveres-, si era un depredador sin empatía, era por todo el tiempo que había pasado solo siendo un bebé.

A Bobby, de siete años, sus padres habían intentado matarle porque pertenecían a una secta satánica y asesinaban a bebés. Nunca se supera un trauma, pero se educa. Nunca dejan de conformarnos las experiencias de los primeros años, cuando somos -aún más- volubles y nuestro cerebro es más permeable, aunque no guardemos recuerdos previos a los tres años. Se ha demostrado que cada vez que "abrimos" un recuerdo en el fichero de nuestra memoria, nuestras circunstancias actuales lo editan y nunca vuelve a ser el original. Sin ánimo de que el antídoto final a los pánicos suene a programa fácil de televisión, sí que hay un punto de arranque en la terapia: recuperar el amor