Erwin Schrott, en el papel de Dulcamara, el camello y estafador de l'Elisir d'amore

Erwin Schrott, en el papel de Dulcamara, el camello y estafador de l'Elisir d'amore Javier del Real / TR

Escena ÓPERA

El amor en la fiesta de la espuma

El Real chapotea en el agua con el clásico de Donizetti sin más pretensión que el hedonismo. Pero incluso eso requiere dosis adecuadas. 

30 octubre, 2019 17:46

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La ópera no tiene por qué ser una actividad sesuda, exigente, sólo accesible a aquellos con un exquisito y educado paladar. Tampoco tiene por qué ser un drama, de violencia, muerte y tristeza. Hay óperas, como L’Elisir d’Amore, que son como una botella de cava bien fresquito, lleno de divertidas burbujas, para celebrar en compañía sin más objetivo que el placer de los sentidos. Ideal para romper los tópicos, para iniciarse o, sencillamente, para dejarse llevar.

Gaetano Donizetti fue un compositor "de un gran talento pero de una fecundidad todavía más notable, solo superada por los conejos", dijo el poeta Heinrich Heine en una cita que le gusta recordar al director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch. Compuso más de 70 óperas en poco más de una década. Biógrafos del artista italiano aseguran, quizás exagerando un poco, que escribió L’Elisir d’Amore en tan solo dos semanas.

Mucho más tiempo tuvo que pasar el director de escena Damiano Michieletto para llenar el escenario en el que transcurre la obra. Lejos del pueblito del interior o de la trama de campesinos de su estreno en Milán en 1832, la acción se traslada a una playa donde no hay sitio para poner la toalla. El coro y los extras chapotean en una fiesta de la espuma, se mueven a toda velocidad, se lanzan flotadores, se enjabonan y echan crema o hacen tai chi. Es una orgía visual y, en más de algún momento, casi una orgía sin más.

Exhuberancia o ruido

Para algunos la sensación es la de la exhuberancia descontrolada de la España precrisis. Para otros, sencillamente ruido. En cualquier caso, la ópera transcurre sin que el espectador pueda detener la mirada un solo segundo. Sin duda, los responsables de la escena tuvieron que disfrutar durante el proceso creativo retándose a incluir elementos, cada cual más vistoso. No se dejaron nada fuera.

Adina, la rica terrateniente, es la propietaria de un chiringuito de verano. Nemorino, el campesino que la pretende sin éxito, es un chico para todo, el sargente Belcore es un oficial de la Armada y el doctor Dulcamara no es sino un macarra, a medio camino entre el camello y el estafador. El elixir que puede hacer que Adina caiga rendida ante Nemorino no es vino de Burdeos sino una bebida isotónica.

El cambio del espacio, del tiempo e incluso de los personajes funciona y es creíble. Cierto es que la trama es muy ligera y facilita el trasplante. En la obra se aprecia ya una creciente importancia en los personajes y sus sentimientos, permitiendo adivinar algunos retazos del romanticismo que estaba por venir con Verdi, pero L’Elisir no deja de ser una ópera bufa sin gravedad alguna. Si se estrenase hoy, probablemente se trataría de Adina, el musical, y sería un espectáculo ameno sin mayores pretensiones.

En muchos momentos de su carrera, Donizetti no gozó del aplauso de la crítica. Hacía óperas a un ritmo poco menos que industrial, cuando la ópera era (también) un negocio de entretenimiento más popular, y para cantantes que no siempre eran los mejores aunque tuvieran delante bellas partituras. Hoy en día, el público acude a la ópera en busca de una experiencia única, especial y, en ocasiones, distintiva, algo que crea no pocos problemas cuando se trata de ensanchar el tipo de público o rebatir los prejuicios sobre el género.

Otro momento de la ópera, con Brenda Rae y Alessandro Luongo.

Otro momento de la ópera, con Brenda Rae y Alessandro Luongo. Javier del Real / TR

En ese sentido, este Elisir d’Amore no es una experiencia realmente singular o para el recuerdo, por mucho que se haya programado dos veces en seis años. La traslación del momento histórico y de los personajes no aporta una capa nueva a la ópera ni reinventa lo que ya había. Para la imaginación queda una exploración de los límites del machismo de Belcore, ese depredador que sólo busca sexo, o la reinvención del carácter estereotipado de Adina, mujer que juega con los sentimientos de Nemorino y se enrabieta cuando juegan con los suyos.

Rígida electricidad en el foso

El director musical, Gianluca Capuano, se esmera en aportar aún más electricidad a la obra a riesgo de producir varios calambrazos al hacer contacto con el agua de la escena. El bel canto de L’Elisir es exigente, un puro gimnasio para la voz sin apenas respiro, y Capuano se esmera en afilarlo aún más con puño de hierro desde el foso. Así, los cantantes se quedan solos ante la avalancha playera. Se notan en la orquesta algunos desajustes, casi desde el comienzo, y mucha menos claridad que en otras ocasiones.

Brenda Rae es una Adina técnicamente impecable y sólida, aunque no sublime por las limitaciones dramáticas, quien sabe si atribuíbles a su propia interpretación o a Michieletto.

El tenor argentino Juan Francisco Gatell, en el papel de Nemorino, es más que correcto, esforzado y creíble, aunque su voz es a veces demasiado ligera para las emociones del personaje. Su momento estelar, una furtiva lágrima, es un más que necesario respiro. Está solo, sobre el chiringuito de playa, frente a frente con una de las árias más icónicas de la historia de la ópera. El resultado se antoja un poco plano por una mezcla de excesiva precaución por parte del cantante, tantas y tan buenas referencias discográficas y los excesivos flashes a los que el espectador ha sido sometido en la ópera cuando llega el esperado momento, cerca del final. Alessandro Luongo pasa sin pena ni gloria como Belcore y el bajo Erwin Schrott hace las delicias del público por desenvoltura sobre el escenario y lo caricaturesco de su personaje.

Dejando de lado el efectismo de Dulcamara, es imposible no empatizar con el Nemorino de Juan Francisco Gatell, que por veces suspira por un amor imposible y otras se cree el rey del mambo. Todo es efímero y todo es rapidísimo, como la vida misma, y el cantante transita de un estado a otro a toda velocidad, poniendo a prueba su propio físico y probando que para ser cantante de ópera en algunas producciones, hay que ser poco menos que un atleta.

Cuando ya ha inferido el elixir y espera a que le haga efecto, Nemorino se calza dos aletas de buzo y un gorro que recuerda al de un payaso. Comienza entonces a chapotear en el aire como un hombre libre y feliz, inmune a las burlas de una Adina que todavía no ha sucumbido a sus encantos. No hay resaca, sólo felicidad, como en las notas de Donizetti. Y que dure lo que tenga que durar.

L'Elisir d'amore se estrenó este martes en el Teatro Real. Es una producción propia del teatro junto a Les Arts de Valencia y puede verse hasta el 12 de noviembre.