Los científicos creen que parte del material del núcleo se filtró en la capa fundida entre el núcleo y el manto.

Los científicos creen que parte del material del núcleo se filtró en la capa fundida entre el núcleo y el manto. Yoshinori Miyazaki Universidad Rutgers

Ciencia

Científicos hallan unas extrañas estructuras en el interior de la Tierra que contienen pistas sobre la vida en nuestro planeta

Un nuevo estudio ofrece una sorprendente explicación para estas anomalías y su papel en la configuración de la capacidad de la Tierra para sustentar la vida.

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Las claves

Un nuevo estudio señala que bajo la superficie terrestre existen dos gigantescas estructuras, conocidas como LLSVPs y ULVZs, que podrían ser clave para entender la habitabilidad de la Tierra.

Estas masas de roca densa y caliente, situadas bajo África y el Pacífico, presentan una composición distinta al manto circundante y ralentizan las ondas sísmicas de forma notable.

La investigación propone que estas estructuras serían el resultado de un antiguo océano de magma basal contaminado por material del núcleo, lo que explicaría su forma y composición irregulares.

El intercambio de material entre el núcleo y el manto profundo habría influido en la dinámica interna del planeta, contribuyendo a mantener el volcanismo, el campo magnético y la estabilidad climática necesarias para la vida.

Bajo nuestros pies, mucho más allá de las placas tectónicas y de los volcanes que vemos en superficie, se esconden dos estructuras gigantescas que podrían ser una de las claves de por qué la Tierra acabó siendo un planeta habitable y no un desierto helado como Marte o un infierno tóxico como Venus.

Un nuevo estudio, publicado en Nature Geoscience, propone que esos "monstruos" enterrados a casi 2.900 kilómetros de profundidad son la huella química de los primeros capítulos de la historia del planeta.

Los geofísicos las conocen desde hace décadas: son las llamadas grandes provincias de baja velocidad de cizalla (LLSVPs, por sus siglas en inglés) y las zonas de ultra-baja velocidad (ULVZs).

Las primeras son masas de roca densa y muy caliente, del tamaño de continentes, situadas bajo África y bajo el Pacífico. Las segundas son parches mucho más delgados, parcialmente fundidos, que se apoyan directamente sobre el núcleo externo como charcos de lava.

Ambas ralentizan de forma extrema las ondas sísmicas, lo que delata una composición muy distinta de la del manto circundante.

"Monstruos" del manto profundo

El problema es que, aunque las imágenes sísmicas llevan años mostrando su silueta, nadie se ponía de acuerdo sobre su origen. Se ha sugerido que podrían ser cementerios de placas subducidas, restos de impactos colosales o simplemente zonas donde se acumula material más denso.

Pero ninguna de esas hipótesis encajaba del todo con los datos: ni con la forma irregular de las LLSVPs, ni con las características de las ULVZs, ni con el hecho de que el manto, en general, no esté organizado en capas químicas muy marcadas, como predecían los modelos más sencillos de la Tierra primitiva.

Ahí es donde entra el trabajo de Jie Deng, Yoshinori Miyazaki, Qian Yuan y Zhixue Du. Su investigación combina simulaciones termodinámicas de alta presión, física de minerales y modelos de dinámica interna del planeta para probar una idea concreta.

Se trata de que en la base del manto existió un antiguo "océano de magma basal" que nunca fue químicamente puro, sino que estuvo siendo contaminado durante miles de millones de años por material que se escapaba del núcleo metálico.

A ese escenario lo bautizan como océano de magma basal contaminado por exsolución del núcleo.

Un océano de magma

La imagen que dibujan es la de una Tierra muy joven, recién golpeada por grandes impactos y cubierta por un océano global de roca fundida.

En esa fase, lo lógico sería que, al ir solidificándose, el manto se separase en capas nítidas: zonas enriquecidas en determinados minerales abajo, materiales más ligeros arriba, como cuando un zumo se estratifica en hielo aguado y concentrado azucarado.

Sin embargo, la sismología moderna no ve ese patrón tan ordenado. El manto es más bien un mosaico complejo donde solo en la base destacan estos grandes “continentes” de baja velocidad.

Según los modelos del equipo, la pieza que faltaba del puzzle está, literalmente, en el centro: el núcleo.

A medida que ese núcleo externo, que es líquido, se iba enfriando, algunos compuestos ricos en silicio o magnesio habrían empezado a "escaparse" de la mezcla metálica y a subir hacia el manto, mezclándose con el antiguo océano de magma.

Ese goteo lento de material cambia por completo la película: en lugar de formarse una capa muy gruesa y uniforme, rica en un mineral llamado ferropericlasa (que, de hecho, no vemos con las “radiografías” sísmicas de la Tierra), lo que se obtiene es una zona basal del manto llena de parches muy densos y desiguales.

Y justo esa textura, con manchas irregulares, encaja mucho mejor con lo que observamos hoy en las grandes provincias de baja velocidad (LLSVPs) y en las zonas de ultra-baja velocidad (ULVZs).

Imagina una taza de café con leche muy caliente y que, en vez de remover, le vas echando poco a poco un sirope muy denso desde abajo. No se quedan capas limpias y separadas, sino que se forman remolinos, zonas más espesas y "parches" donde se acumula más sirope.

En la Tierra pasaría algo parecido: esos parches serían las enormes “provincias” de baja velocidad y las finas zonas de ultra-baja velocidad, que se habrían quedado “congeladas” en el manto profundo con el paso del tiempo.

Ese depósito guardaría además una huella química del núcleo —lo que los científicos llaman firmas isotópicas— en elementos como el tungsteno, el silicio o el helio, algo que encaja con ciertas rarezas que se han encontrado en las lavas de islas volcánicas como Hawái o Islandia.

La historia, en realidad, no va solo de química rara a presiones imposibles.

Si esos bloques profundos vienen de un antiguo océano de magma mezclado con material del núcleo, también condicionan cómo se mueve el manto por dentro, algo así como las corrientes que se forman en una olla cuando hierve el agua, y eso determina cómo va perdiendo calor la Tierra.

Los modelos numéricos y otros estudios apuntan a que las llamadas plumas calientes —chorros de roca muy caliente que ascienden desde el fondo— suelen nacer en los bordes de esas grandes provincias de baja velocidad (LLSVPs), como si fueran raíces de las que brotan columnas que acaban alimentando "puntos calientes" en la superficie: cadenas volcánicas como Hawái, Islandia o Reunión.

Ese volcanismo constante a lo largo de millones de años es una pieza clave del sistema de reciclaje del planeta, porque devuelve a la atmósfera parte de los gases, el agua y el dióxido de carbono que habían quedado atrapados en el interior.

La vida en superficie

Aquí es donde todo conecta con algo muy cotidiano: que la Tierra sea, o no, un buen lugar para vivir.

Un planeta que mantiene su interior en movimiento, con convección activa, volcanismo durante largos periodos y un "circuito" constante de gases y agua entre el interior y la atmósfera tiene muchas más papeletas para conservar océanos líquidos y un clima relativamente estable durante miles de millones de años.

Si miramos a los planetas vecinos, el contraste es claro: Venus probablemente sufrió grandes episodios de vulcanismo que “reiniciaron” su superficie y su cielo varias veces, pero hoy está atrapado en un efecto invernadero brutal.

Marte, por su parte, apagó su motor interno bastante pronto y su atmósfera fue adelgazando hasta quedar en casi nada. La idea de este trabajo es que la forma concreta en que núcleo y manto se mezclaron en la Tierra pudo empujar al planeta hacia un punto intermedio mucho más favorable para la vida.

El intercambio de material en la frontera entre núcleo y manto no solo marca el ritmo de cómo se mueve el manto; también actúa como un regulador del calor que escapa del núcleo. Y de ese flujo de calor depende la fuerza y la duración del campo magnético terrestre.

El geodínamo, ese mecanismo que genera nuestra burbuja magnética protectora, necesita que el núcleo pierda energía de forma eficiente. Si las estructuras profundas cambian esa "fuga" de calor, influyen de forma indirecta en la capacidad del planeta para cuidar su atmósfera frente al bombardeo del viento solar.

Otros estudios recientes sobre cómo convecta el manto y cómo están organizadas hoy las LLSVPs apuntan en la misma dirección: lo que pasa a unos 2.900 kilómetros de profundidad tiene consecuencias muy claras en lo que vemos y respiramos en la superficie.

Todo esto se inserta en una discusión que lleva años abierta: cómo se enfrió y solidificó aquel primer océano global de magma que cubría la Tierra recién nacida.

Investigaciones anteriores defendían que la formación de un océano de magma en la base del manto era casi inevitable y que los restos de esa "sopa" primitiva podían explicar parte de las señales raras que detectan los sismólogos en el manto profundo.

La nueva investigación da un paso más y ajusta esa imagen. No basta con imaginar un gran océano de magma “original” y dejarlo ahí.

Los autores insisten en que hay que añadir el papel de ese goteo químico desde el núcleo hacia el manto para que los modelos encajen de verdad con lo que hoy registran las ondas sísmicas y con las huellas químicas que se observan en algunas rocas volcánicas.

Sin esa fuga de material del núcleo, el puzzle no termina de cuadrar.

Aun así, el relato está lejos de darse por cerrado. Las “radiografías” sísmicas del límite núcleo-manto todavía son borrosas: no tienen la resolución que los geofísicos desearían.

Reproducir en el laboratorio las presiones y temperaturas de esa zona es un desafío técnico enorme, y los modelos numéricos acaban de empezar a incorporar inteligencia artificial para explorar más posibilidades de forma realista.

Mientras tanto, los geoquímicos siguen rastreando pequeñas anomalías en lavas y otros materiales volcánicos que puedan conservar esa especie de “memoria” del interior profundo.