Como en el cuento, Asia llevaba tantos años avisando de que venía el lobo en forma de pandemia vírica que, cansados de comprar medicamentos para nada, los occidentales decidimos mirar hacia otro lado. Unos más que otros, todo hay que decirlo.

Las experiencias pasadas con la gripe aviar, la gripe porcina, la gripe A y ese largo etcétera hicieron que buena parte de la comunidad científica, y desde luego casi toda la clase política y mediática, prefirieran pensar que se trataba de otra falsa alarma. Que el virus jamás llegaría a Europa, que sería inofensivo –"solo una gripe"- y que, de contagiar a alguien, sería como mucho a "uno o dos" despistados.

Decir que no estábamos preparados para la enfermedad cuando llegó es decir muy poco. No solo estuvimos un mes mirando cómo China confinaba a millones de personas y construía hospitales contrarreloj, sino que nos pasamos el siguiente viendo cómo el virus se expandía por el norte de Italia mientras se nos insistía en que eso no suponía ningún riesgo para nosotros.

Los meses del "virus del miedo" y del "alarmismo". Los del "chico, si la gripe es más peligrosa". Cuando el capitán renuncia al mando, o, para ser más exactos, cuando el capitán ejerce un mando errático, cada grumete hace la guerra por su cuenta. España se convirtió en un país de epidemiólogos ante la incapacidad de los epidemiólogos de referencia de leer la situación correctamente. La cosa no podía acabar bien.

Y así, día tras día, los periódicos y las televisiones se convirtieron en un hervidero de gráficos y de conceptos estadísticos derivados en su mayoría de la economía. El tsunami llegó y nos pasó por encima cuando aún más de la mitad de la población estaba convencida de que aquello no era para tanto.

Los hospitales colapsaron, el Gobierno tuvo que ceder ante la opinión pública y decretó el mismo confinamiento que había visto en Italia por la televisión. Los expertos siguieron apareciendo bajo las piedras para afirmar con sus modelos una cosa y la contraria. Lo desesperante de esta pandemia, más allá de los muertos, más allá de las secuelas, más allá de la soledad, es la angustia del desconocimiento. Nunca hemos sabido quién decía la verdad, ni siquiera quién se acercaba mínimamente.

En los siguientes diecinueve gráficos, vamos a hacer un repaso de las distintas fases por las que hemos pasado y por cómo se interpretaron en su momento. Encontrarán términos como "incidencia acumulada", "tendencia al alza", "meseta", "transmisión comunitaria" o "crecimiento exponencial" que ahora forman parte de cualquier conversación sobre el tema y que nos eran completamente ajenos en enero de 2020.

Es como si todos hubiéramos hecho un máster de epidemiología para intentar entender algo. No debería haber sido así, pero así ha sido. No queda tiempo para lamentarse sino para aprender.

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    El virus 'chino'

    En el principio fue la anécdota y el chiste. Alguien se ha comido un murciélago, qué cosas, qué gente. Aunque conocimos los primeros casos a principios de enero, sospechamos que la cosa venía de antes, sin saber muy bien desde cuándo. Si China no fue transparente -que probablemente no lo fuera- lo pareció: compartió la secuenciación del virus, dejó entrar a expertos internacionales e incluso retransmitió por internet la construcción de todo un complejo hospitalario en Wuhan, que se completó el 2 de febrero.

    Para entonces, el virus era residual en el resto del mundo. Tan residual que, como se ve en la imagen, los casos del resto de países juntos apenas salen de la línea recta que marca el cero. Las siglas SARS en vez de preocuparnos, nos tranquilizaban: "Esa cosa de asiáticos". Ahora sabemos que el virus llevaba en Europa probablemente desde noviembre, quizá antes. Pero el murciélago y la sonrisa. Nos protegía la misma autoridad que nos protegió del ébola en 2014 y todo había salido bien. ¿De qué tener miedo, entonces?

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    Italia como el aviso que no vimos

    El 19 de febrero, Atalanta y Valencia jugaban el partido de ida de octavos de final de la Champions League en un abarrotado estadio de San Siro, en Milán. El encuentro acabó 4-1 y los miles de aficionados valencianistas volvieron a España con un enorme sentimiento de rabia y frustración. Muchos de ellos, además, con un virus del que desconocían todo. Los primeros casos de coronavirus se habían detectado en Roma a finales de enero, pero no fue hasta el 21 de febrero cuando la cosa se complicó de verdad con un estallido de 16 contagiados en Lombardía y el confinamiento de determinados municipios. A la semana eran 888 en todo el país. A las dos semanas eran 4.636 y así sucesivamente. Crecimiento exponencial.

    Para cuando salió Lorenzo Milá en televisión a explicarnos que "chico, parece que la gente prefiere el alarmismo", el virus no solo estaba transmitiéndose a todo ritmo por Italia, sino que seguro que ya estaba haciéndolo por España sin que nadie obligara a control alguno. Los tests se reservaban para los sintomáticos con contacto reciente con Wuhan. El resto se había decidido que no existían pese a que el primer muerto -aún no lo sabíamos- ya había sido enterrado. No salimos del adormecimiento ni cuando se suspendió definitivamente el Mobile Congress de Barcelona (12 de febrero) ni cuando miles de personas se concentraron de madrugada en las estaciones de Milán para salir corriendo de ahí el 8 de marzo tras el cierre total de la Lombardía. La Serie A llevaba por entonces dos semanas jugándose sin público.

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    La batalla por el relato del 8M

    Para inicios de marzo, la cosa empezaba a complicarse en España sin que nadie lo terminara de reconocer, como intentando convencer al virus de que se quedara en Italia y no andara molestando por aquí. En cada rueda de prensa, Fernando Simón nos daba unos datos preocupantes y a continuación nos recomendaba no preocuparnos porque no era para tanto. Fueron los días del ruido de las manifestaciones feministas del 8M y la contraprogramación de VOX en el Palacio de Vistalegre de Madrid. A la semana, ya andaban casi todos los líderes contagiados.

    Aunque ahora sepamos que los eventos al aire libre son mucho menos contagiosos, lo cierto es que incluso entonces aquello pareció una tremenda imprudencia. No hacía falta animar a cientos de miles de personas a reunirse mientras un virus desconocido pululaba por todo el país, pero nadie quiso dar su brazo a torcer. Por entonces, las izquierdas defendían un enfoque, el del Gobierno, más pausado, más tranquilo, más de ir poco a poco, mientras las derechas eran las que ponían el grito en el cielo pidiendo un cierre absoluto cuanto antes. El mundo al revés. Ese 8 de marzo no solo retrasó la toma de medidas contra la pandemia sino que dejó claro que las decisiones científicas y su valoración social y mediática iban a estar, una vez más, a rebufo del rebaño político.

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    El [primer] estado de alarma

    Cómo pasamos del "esto es solo una gripe y si me apuras ni eso" a "esta es la guerra de nuestra generación y la vamos a ganar" en una semana es difícil saberlo. Mucha gente hizo mal su trabajo. España empezó a crecer al ritmo de Italia, como era relativamente esperable, y el Gobierno, aturdido, fue copiando sus medidas. Primero se barajó un cierre de Madrid, donde la pandemia estaba completamente descontrolada, y al final se optó por un confinamiento de todo el país, en lo que se veía cómo acababa la cosa. Quitando algún detalle menor sobre si las peluquerías eran un servicio esencial o no, Comunidades y Gobierno actuaron en sincronía al principio. También cuando a la semana hubo que reforzar el confinamiento y restringir aún más el acceso a la calle.

    Fueron los días de los aplausos de las ocho, a los que pronto se sumaron las caceroladas de las nueve y los bocinazos de las diez. Yo qué sé, nos volvimos todos un poco locos. Del "pues yo no conozco a nadie que haya dado positivo" pasamos rápidamente al pánico al teléfono y a pedir por Twitter información de nuestros familiares, aislados nada más llegar a urgencias. Días de plomo. Así, hasta que la cosa empezó a mejorar y ya, bueno, pues a otra cosa, ¿no? La pelea por acabar cuanto antes con esto, el empeño por no pagar los platos rotos y a los 99 días, como si fueran unas rebajas, la libertad con ira. Desde entonces, algo muy parecido al sálvese quien pueda entre los que quieren ser Suecia o Reino Unido y los que prefieren ser Italia. El baile y el martillo, que diría Tomás Pueyo.

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    Las UCI colapsadas

    Se dice a menudo que en las UCI faltaron cámaras de televisión. Es muy probable. Siguiendo el ritmo al que nos acostumbraríamos más adelante, la bajada de casos detectados no significó la reducción inmediata de la presión hospitalaria. El caso de Madrid es paradigmático de lo que es una catástrofe sanitaria: a principios de abril, se juntaron hasta 1.600 personas en las UCI de los hospitales madrileños y casi 14.000 en planta. Para hacerse una idea, por entonces, Madrid contaba solo con 18.000 camas disponibles, de las cuales poco más de 1.000 estaban vinculadas a una unidad de cuidados intensivos. Se hicieron UCIs en quirófanos, en salas de reanimación, en hospitales de día, en pasillos… Se dio el alta a todo el que pudiera ser dado de alta y en su lugar se puso a un enfermo Covid.

    Aunque en rueda de prensa, Fernando Simón insistía en que "los hospitales no han colapsado", el caso es que los hospitales ya no tenían margen para nuevos pacientes. Si no corrías riesgo de muerte, paracetamol y a casa. No había ni pruebas PCR suficientes para todos los hospitalizados, así que buena parte de ellos murieron sin el test de marras y sin entrar en la contabilidad. Primero se habilitó un pabellón del IFEMA para aliviar la carga y luego, directamente, se habilitó una pista de patinaje como morgue provisional. Los mayores de 80 quedaban fuera. Las residencias llamaban sin que nadie les atendiera. No había traslados o había poquísimos. El ejército encontraba cadáveres encima de las camas. Lo dicho, faltaron cámaras.

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    La expansión por todo el mundo

    Si alguien se ha pasado 2020 en coma y se está poniendo al día con este análisis, puede que piense que esto del coronavirus era cosa de fans del Atalanta, valencianistas con demasiada pasión por lo suyo o feministas irredentas. Todavía hoy se intenta poner nacionalidad no ya al virus, sino a sus variantes, cuando el concepto mismo de “pandemia” va en el sentido contrario. Igual que nosotros estuvimos mirando cómo el virus se cebaba con Italia sin hacer nada, los franceses nos miraban a nosotros y los ingleses miraban a los franceses. En el resto del mundo, tres cuartos de lo mismo: Donald Trump y Jair Bolsonaro seguían hablando de gripe incluso cuando Nueva York y la región del Amazonas estaban en pleno caos, con decenas de miles de casos y centenares de muertos cada día. López-Obrador animaba a los mexicanos a consumir y celebrar con sus familias: "Ya les diré yo cuándo tienen que preocuparse".

    Al poco de remitir ligeramente la incidencia en Europa, vimos cómo Estados Unidos, Brasil y México tomaban el relevo. No tardó en unirse India. Australia y Nueva Zelanda supieron parar el golpe a tiempo y ahí siguen, resistiendo. Todo el mundo miraba a África con asombro: qué pocos casos, qué bien lo están llevando, se ve que con una población más joven… Nada de eso, los datos de África eran buenos porque no se hacían tests. Y sin tests, no se detectaba nada. Y sin detectar nada, la gente seguía muriendo de gripe o de neumonía como cualquier otro año. Solo Sudáfrica llegó a superar los 100 muertos declarados por día, cuando la incidencia en departamentos franceses como La Réunion o la isla de Mayotte dejaban claro que el virus era tan peligroso ahí como en Mestalla.

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    La desescalada y el lío de las fases

    A posteriori, habrá quien piense que la primera desescalada se hizo demasiado apresuradamente y quien piense que se tardó demasiado. Sinceramente, creo que va en el carácter. Primero salieron los niños un rato y se vaticinó el apocalipsis, luego empezaron a abrir algunos comercios, a permitir un poco de ejercicio, a dar una vuelta por el municipio… las medidas se flexibilizaban y el temido repunte no llegaba. Nadie entendía nada. Días de pensamiento mágico y terracitas. A corto plazo, la cosa salió que ni pintada, aunque ahí en realidad nadie comprobó nada: se le pusieron pegas a Madrid porque eso siempre vende mucho pero al final se hizo un "sigan, sigan" de manual para que nadie quedara atrasado.

    Era junio y hacía calor, y a falta de Eurocopa, se seguía frente al televisor el dictamen de un comité de expertos que probablemente no existiera, más allá del grupo de confianza de Fernando Simón en el CCAES. Los muertos quedaban lejos, como una pesadilla de una noche muy anterior. Tienes miedo pero lo vences. La "nueva normalidad". Igual que habíamos pasado de la gripe a la guerra, pasamos en dos meses de la guerra al "consuman, consuman". Había que "salvar el verano" como fuera y lo mejor era meter la basura bajo la alfombra y silbar. En octubre, cuando todo se complicó, nos enteramos de que muchos de los requisitos no se habían cumplido pero ya era demasiado tarde. La tensión política crecía y la gente necesitaba respirar.

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    ¿Cuántos muertos hubo en la primera ola?

    La gran discusión de junio, del período de entreguerras, por así llamarlo, fue cuánta gente había muerto en realidad en este país por culpa del coronavirus. Para variar, no hubo acuerdo. El gobierno se enrocó en su definición de "caso" (todo aquel que hubiera dado positivo en una prueba diagnóstico PCR) y decidió incluir en la contabilidad solamente a aquellos que hubieran pasado el test antes de fallecer. Como la cifra daba en torno a 28.000 y como por entonces apenas moría gente -hubo varios días con cero fallecidos-, se hizo un "funeral de estado" para todos juntos y a otra cosa, no fuéramos a entrar en debates.

    El problema es que la OMS ya llevaba tiempo animando a los países a contabilizar en sus cifras a los "sospechosos", es decir, aquellos fallecidos con sintomatología idéntica a la de la Covid-19 y que, según el certificado de defunción de un médico, tenían a esta enfermedad como causa más probable de muerte. Teniendo en cuenta que durante marzo y abril los tests escasearon incluso en hospitales, era lógico que hubiera un abismo entre la cifra del gobierno y la que daban las comunidades autónomas que sí incluían a esta figura en sus estadísticas.

    La cifra de las comunidades (unos 45.000) coincidía además con el exceso de defunciones que registraban por entonces el MoMo y el INE. Durante varias semanas, comunidades y gobierno central estuvieron echándose los muertos a la cara hasta que llegó la segunda ola, volvió a morir más gente, y como nadie tenía muy claro si era culpa suya o no, el debate quedó definitivamente aplazado.

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    Los daños económicos de la primera ola

    Si tienes una economía globalizada que se basa en buena parte en la interacción con el consumidor, y que tu país, además, depende del sector servicios, es normal que una pandemia arrase con todo. El debate "salud vs economía" siempre ha estado ahí, con mayor o menor vigencia según el momento en el que nos encontráramos. Por ejemplo, nadie dudó a mediados de marzo de que convenía cerrarlo prácticamente todo… Pero cuando los casos bajaron, las cifras de muertos se redujeron y los negocios empezaron a cerrar uno tras otro por no poder hacer frente ni al alquiler del local, el debate se reavivó, como es lógico.

    En determinados sectores liberales, el modelo es Suecia. Un país sin estados de alarmas ni confinamientos en el que el gobierno interviene, pero interviene lo justo y más a través de recomendaciones que de otra cosa. El problema es que Suecia, con hasta diez veces más muertos que sus vecinos, no ha obtenido un rédito económico equivalente. Los países asiáticos, férreos en su disciplina estatalista, son los que más cerca han estado de cuadrar el círculo de reducir casos sin cargarte el tejido económico… claro, que hablamos de tejidos muy distintos y difícilmente comparables. Prueba de que no hay un único método que sirva para todo es la propia España: acabó el primer semestre como el país europeo con más casos por habitante, el segundo (porque Bélgica sí contaba a todos los suyos) con más muertos… y aun así, tuvo la bajada del PIB más fuerte de todo el continente.

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    Julio: entre la indolencia y el pensamiento mágico

    El 24 de junio, la incidencia acumulada a 14 días en España bajaba a 7,74 casos por 100.000 habitantes, la cifra más baja desde el inicio de la pandemia. Diez días más tarde, y pese al cierre de la región del Segrià, en Lleida -primer aviso serio de lo que iba a venir- el presidente Pedro Sánchez afirmaba en un mitin previo a las elecciones gallegas: "No nos dejemos atenazar por el miedo, hay que salir a la calle, hay que disfrutar de la nueva normalidad recuperada". Sánchez tiende a decir lo que sabe que queremos oír y sus declaraciones iban en el sentido de la mayoría de la población: una mezcla de "el virus ha desaparecido con el calor", "ha mutado y ahora es menos contagioso" o directamente "mira, necesito vacaciones".

    Y de vacaciones nos fuimos todos, claro. Tanto que a las dos semanas la incidencia de buena parte del país volvía a crecer peligrosamente, los gobiernos británico y alemán imponían restricciones en los viajes a España y la touroperadora TUI suspendía sus vuelos a España, dejando al sector en una situación precaria. Sánchez no fue el único político en apelar al pensamiento mágico en beneficio de una milagrosa recuperación económica. Begoña Villacís, vicealcaldesa de Madrid, se paseaba por el centro vacío de la ciudad pidiendo a la gente que volviera a los bares, que volviera a las tiendas. Meses después, cuando llegó la segunda ola, todos coincidieron en culpar a los ciudadanos por irresponsables.

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    Lo que hicimos el último verano

    Si el objetivo era "salvar el verano", acordemos que lo conseguimos a medias. En cuanto nos dejamos de obsesionar con atraer al turismo extranjero, la cosa fue mucho más fluida. Unas vacaciones de casas rurales y hoteles con los niños. Un verano de segundas residencias y mucho norte porque, al fin y al cabo, había salido tan bien parado de la primera ola que alguna propiedad mágica había de tener. La movilidad nacional se disparó con respecto a los meses del confinamiento (tampoco se podía esperar otra cosa) pero se desplomaron los viajes al extranjero.

    Tanto marcharse a Asturias, a Cantabria o a Galicia acabó con sendas segundas olas salvajes en las tres comunidades autónomas, donde enfermaron y murieron en octubre más personas que en abril. Cada día salían los datos, con los consiguientes aumentos de incidencia en todo el país, y cada día las autoridades insistían en que nos diéramos un respiro, que no pasaba nada. Fernando Simón se fue a surfear y a rodar un programa de televisión y le cayeron todos los palos del mundo. Cuando volvió, dijo aquello de "estamos en una clara tendencia a la baja" e inmediatamente se multiplicaron los casos, los hospitalizados y los fallecidos. La realidad, a veces, es cruel en su terquedad.

  • 12 de 19

    El inicio de la segunda ola

    Si la primera ola fue como un tsunami que arrasó toda Europa y la costa este de Estados Unidos, la segunda ola ha ido salpicándonos poco a poco y a diferentes ritmos. El gusto periodístico por la etiqueta ha hecho que se llamara incluso "segunda ola" a lo que pasó en Cataluña y Aragón a finales de junio y principios de julio, pero en rigor el primer gran estallido regional lo vimos en Madrid y Navarra en agosto y septiembre, culminando un proceso de semanas y semanas creciendo lentamente hasta que todo se salió de control por completo. En Madrid, esta segunda ola culminó el 18 de septiembre en lo que respecta a los casos detectados y una semana más tarde en lo referente a la asistencia sanitaria, llegando a los 500 ingresos diarios y más de 500 camas UCI ocupadas al mismo tiempo. A Navarra le tomó un poco más de tiempo.

    La bajada de Madrid coincidió con la subida en el resto de España coincidiendo más o menos con el puente del Pilar y con la explosión en Italia, Francia, Alemania, Reino Unido, etc. Asturias, Cantabria, País Vasco, Aragón, Cataluña, Andalucía, Castilla y León… prácticamente todas las regiones vieron como su incidencia se multiplicaba por dos, por tres e incluso por cuatro en menos de un mes y en muchos casos se vieron más hospitalizaciones y más muertes que en la primera ola. Ahora bien, el objetivo era evitar el confinamiento domiciliario y se consiguió evitar. La segunda ola, que ha dejado ya unos 20.000 muertos si contamos desde julio, ha sido con todo más benévola en nuestro país que en el resto de Europa.

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    El estallido europeo

    Hasta la primera semana de octubre, Europa miraba a España por encima del hombro. Pasó definitivamente el verano, empezó el frío, y la dinámica cambió por completo. En dos semanas, se dispararon los indicadores de media Europa, pero sobre todo de la Europa central y del este. Polonia, Austria, Suiza, Chequia, Suecia, Letonia, Turquía… todos vivieron unas incidencias, unas hospitalizaciones y un número de fallecidos que habían desconocido hasta ese momento. Italia, Bélgica, Holanda, Francia y Reino Unido también llegaron a unas cifras impensables. Los confinamientos y las restricciones se sucedieron y para cuando llegó esta segunda ola a España -unos diez días más tarde- se habían acabado las condescendencias. España manejó mejor el virus, tuvo más suerte o tenía más defensas en forma de anticuerpos.

    Desde entonces, afortunadamente, incluso en este inicio de tercera ola, nuestro país sigue a la cola de Europa tanto en casos como en defunciones, incluso aplicando medidas poco restrictivas en comparación con otros países. Como esto no son los Juegos Olímpicos sino una pandemia, no hay que descartar que la dinámica vuelva a cambiar y que simplemente estemos yendo a destiempo y enero nos pille a pie cambiado. Lo averiguaremos pronto. De momento, parece que los Balcanes se unen al infierno vírico junto a países como Dinamarca que habían salido bastante bien parados de la primavera. Alemania bate récords de fallecidos diarios mientras Angela Merkel explica sus medidas entre lágrimas. Cualquiera se cambiaría por nosotros en el aspecto sanitario.

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    El desastre de Estados Unidos

    Si hay un país que no entiende de olas, ese es Estados Unidos. Básicamente, porque no es un país, es un continente, y cuando todo parece tranquilo, Nueva York entra en crisis (más de 37.000 muertos en un estado de veinte millones de habitantes). Cuando Nueva York y la costa este parecen controlar la transmisión, el virus se ceba con California, Arizona, Texas y Florida… y cuando estos estados del sur reducen mínimamente su incidencia, llega el otoño y al virus le da por los estados del interior del país: los Arkansas, Ohio, Alabama, Tennessee, Illinois, etc. Con Estados Unidos hay que tener mucho cuidado al dar cifras porque hablamos de un país de 331 millones de habitantes. Pero 340.000 muertes parecen muchas, como parecen muchas 2.500 al día en las últimas dos o tres semanas, después de los repuntes de Acción de Gracias.

    Se podría decir que la gestión ha sido errática, pero Estados Unidos no es solo su presidente. De hecho, Trump y buena parte de los gobernadores demócratas se han pasado meses lanzándose dardos en cada cuestión relacionada con la pandemia. Es cierto que ha habido un cierto sesgo político a la hora de darle la importancia debida a la enfermedad -los votantes más conservadores han tendido a verlo como una especie de engaño o cuando menos una exageración, los más progresistas han aprovechado para darle cera a Trump-, pero hay algo en la sociedad estadounidense que la hace muy permeable a este tipo de desgracias: casi todo acaba residiendo en la responsabilidad individual. Y si ya es difícil confiar en la responsabilidad individual en un país de 47 millones, imaginen con ocho veces esa población. Estados Unidos ha sido un "sálvese quién pueda" desde el primer día de la pandemia porque Estados Unidos es un "sálvese quién pueda" diario en casi todas las cuestiones. Al fin y al cabo, ese es su encanto.

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    Cuando la muerte deja de ser noticia

    Si hay algo espeluznante en el desarrollo de esta pandemia, al menos en España, es la banalización de la muerte. Hasta qué punto hemos interiorizado que determinada gente debe morir para que los demás sigamos disfrutando de un estilo de vida más o menos "normal". En eso ha influido el hecho mencionado anteriormente de que siempre haya sido tan difícil saber cuánta gente moría exactamente en nuestro país. Cuando empezaron a anunciar cinco o seis muertos diarios sabíamos hasta los nombres y apellidos. Luego se convirtieron en cifras y más tarde en instrumentos políticos para atacar o defender gestiones.

    La segunda ola se ha caracterizado en España por un desinterés absoluto en torno al número de fallecidos, justo cuando más fácil era saberlo con exactitud. Desde el 1 de junio, han muerto entre 22.000 y 30.000 personas en España en derivación directa o indirecta de la pandemia. Los problemas del ministerio para contar los fallecidos de primavera hacen que las cifras prácticamente sean iguales entre olas, pero no es igual cómo las ha vivido la sociedad. En noviembre, hubo más de 9.000 entierros y nadie parecía querer preguntar por ese tema, se orillaba sin más. El virus no solo ha matado de forma directa sino que lo ha hecho de forma indirecta al destrozar el sistema sanitario de arriba abajo. Es probable que las cifras finales del INE nos hablen de 80.000, incluso 85.000 defunciones de más respecto a 2019. La primera, insisto, abriendo telediarios. La última, en el más absoluto anonimato.

  • 16 de 19

    El milagro de las vacunas

    Si ya parecían optimistas las primeras previsiones que hablaban de una vacuna para la primavera de 2021, ¿qué decir del milagro que supone que ya tengamos al menos dos en circulación en occidente antes de que 2020 acabe? Si la ciencia ha fracasado claramente en la prevención y el análisis de esta pandemia, sin duda ha dado una exhibición de fuerza a la hora de encontrar soluciones. Las vacunas suelen tardar años en producirse, autorizarse y distribuirse, pero en esta ocasión va a ser cuestión de meses, sin contar las que ya van funcionando por Rusia, China y otros países donde la burocracia es una cuestión meramente de voluntad política y todo puede adelantarse o retrasarse con mucha más facilidad.

    Aunque Pfizer ha sido la primera en distribuir sus dosis por medio occidente, Moderna y Astra Zeneca parece que estarán pronto a la altura. El ministerio de Sanidad, que siempre confió en la opción de Oxford, como lo hizo en general la Unión Europea, asegura que para verano estará ya vacunado el 60-70% de la población, suficiente para generar una inmunidad de rebaño que limite mucho la propagación del virus. Ahora bien, la vacuna no es un antídoto. Habrá que renovarla año tras año, generará mayor o menor resistencia según la persona y tendrá fallos, por supuesto. La aparición de la vacuna no conlleva la desaparición del virus, igual que no ha desaparecido el de la gripe por mucho que llevemos años vacunándonos. Como sociedad, estaremos más protegidos y puede que, con el tiempo, el nuevo coronavirus acabe rindiéndose. A corto plazo, renunciar a protegernos con mascarillas, geles y un cierto distanciamiento, parece poco razonable.

  • 17 de 19

    La masacre del turismo

    Ni una segunda ola relativamente suave ni la llegada de las primeras dosis de vacunas ha servido para "salvar la Navidad" como tampoco pudo salvarse la Semana Santa ni el verano. No puede imaginarse uno un peor año para el turismo que este en el que solo para subir a un avión necesitas una PCR y un salvoconducto. Cada país se ha encerrado en sí mismo y ha hecho bien, pero las consecuencias sobre el sector durarán años. La patronal del turismo cifra sus pérdidas en torno al 80% y el futuro no garantiza rebote alguno. Incluso recuperando una cierta movilidad turística, está claro que las videoconferencias y el teletrabajo han llegado para quedarse.

    Para lugares como Canarias o Baleares, que viven en buena parte del turismo, el año ha sido espantoso. También lo ha sido para los pequeños hosteleros: las grandes cadenas puede que sobrevivan diversificando su oferta, pero, ¿qué hay del hotel de veinte habitaciones condenado al cierre y luego al olvido? Pensamos siempre en las localidades costeras, pero basta con pasear por una gran ciudad para observar los edificios llenos de persianas bajadas e imaginar la cantidad de gente que ha quedado en paro, temporal o no. En una industria que vive de la confianza -convencer a un señor de Dresde de que necesita pagar mil euros con tal de poder pasar una semana en Ibiza-, la falta de transparencia tampoco ha ayudado en absoluto.

  • 18 de 19

    Los daños económicos de la segunda oleada

    Unas 600.000 personas perdieron su trabajo entre marzo y abril. Otras tres millones y medio quedaron en el limbo del ERTE. Aunque muchos fueron recuperando su puesto de trabajo en mejores o peores condiciones, a finales de diciembre aún quedaban 750.000 afectados por esta figura legal, útil en un principio, pero que a la larga deja a demasiada gente en un continuo estado de ansiedad sin poder planificar su futuro. De estos 750.000 afectados, casi 100.000 son producto de la segunda ola, cuando la bonanza del verano se tradujo en una inseguridad justificada de cara al futuro. Los retrasos en la tramitación y en el pago tampoco ayudan ni a empresarios ni a trabajadores.

    No es casualidad que el 25% de estas ayudas se concentren en Cataluña. El cierre total de la hostelería ordenado por la Generalitat en octubre y que se prolongó durante casi todo el mes de noviembre provocó la pérdida de muchísimos empleos y la suspensión de tantos otros. Al menos, las previsiones del Banco de España no se han visto demasiado afectadas: la caída del PIB estaría en torno al 11% y el rebote de 2021 subiría del 6%. La OCDE es ligeramente más pesimista y cifra la caída más cerca del 12% con una subida en 2021 del 5%, no más. Estos cálculos, en este escenario, valen lo que valen. La realidad, a corto plazo, es la de los millones de afectados que están cobrando su prestación de desempleo o su ayuda por ERTE a destiempo y que no saben cuándo llegará para ellos la normalidad. Cómo les afectaría una tercera ola es ahora mismo una incógnita.

  • 19 de 19

    Los que arriesgaron su vida para salvar la nuestra

    Empezamos aplaudiéndoles todos los días a las ocho de la tarde y acabamos llamándoles vagos porque no cogían el teléfono en los ambulatorios o exigían estabilidad laboral. Si la tensión social durante estos diez meses ha sido tremenda, la que han vivido los sanitarios de nuestro país tardará años en olvidarse. Abandonados por todas las administraciones, trabajando en condiciones de guerra, sin equipo suficiente, sin protección, sin apenas medios, casi 100.000 sanitarios enfermaron de Covid-19 en nuestro país intentando salvar la vida de sus pacientes.

    Son ellos, sin duda, los grandes protagonistas de esta tragedia. Muchos se van al paro entre ola y ola y vuelven por horas o por días cuando se les necesita. Si se quejan, caen palos por todos lados. Son superhéroes precarios, de alquiler. Hoy, aquí; mañana, allá. Especialistas que se tuvieron que reconvertir en intensivistas, intensivistas que viven cada día en un continuo ataque de ansiedad sin dejar por ello de enfrentarse a su obligación. Un día, no recuerdo bien cuándo, alguien decidió que aplaudirles era demasiado gesto. Que el aplauso escondía una intención política, así que se quedaron sin ello. Fue una pena. Nunca fue mejor la sociedad española que a las ocho de cada tarde cuando reconocía el mérito de los que luchaban. Duró dos semanas. Puede que tres. Ya les digo que tengo mala memoria.