El presidente de la Junta, Alfonso Fernández Mañueco, vota en unas elecciones en Salamanca

El presidente de la Junta, Alfonso Fernández Mañueco, vota en unas elecciones en Salamanca Jesús Formigo ICAL

Opinión

El fin de semana de Mañueco

Sobre su mesa hay una decisión tan sencilla como determinante: disolver o no las Cortes este lunes, 15 de diciembre, y hacer coincidir las elecciones de Castilla y León con las ya convocadas en Aragón para el 8 de febrero. Le permitiría adelantarse también a otro factor incómodo: el posible pacto de Guardiola con Vox en Extremadura.

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Alfonso Fernández Mañueco tiene mucho que pensar este fin de semana. No es una exageración ni una figura retórica. Es, probablemente, uno de esos momentos en los que un presidente autonómico se juega algo más que una fecha en el calendario: se juega el marco completo de la legislatura que viene.

Sobre su mesa hay una decisión tan sencilla como determinante: disolver o no las Cortes este lunes, 15 de diciembre, y hacer coincidir las elecciones de Castilla y León con las ya convocadas en Aragón para el 8 de febrero. Si no lo hace ahora, la ventana se cierra y todo vuelve al cauce natural de marzo de 2026. Pero la política rara vez premia a quien deja pasar el momento.

Mañueco iba a ser, en teoría, quien inaugurara el nuevo ciclo electoral autonómico por imperativo temporal. De nuevo, y solo si Sánchez no convocaba generales, Mañueco se veía abocado a enfrentarse en solitario a las urnas como ya le ocurrió en aquel desangelado febrero de 2022, con resultado de una insuficiente mayoría que le obligó a ceder parte del poder a Vox.

Pero Extremadura y Aragón le han dado una alegría lanzándose al ruedo a portagayola. María Guardiola decidió no esperar y convocó elecciones para el 21 de diciembre para que los extremeños dicten sentencia antes de Navidad. Y Jorge Azcón ha hecho lo propio tras constatar que Vox no quería presupuestos, sino un pulso ideológico dictado desde Madrid.

El superdomingo de marzo que algunos imaginaron en el PP de Feijóo se ha ido deshilachando pieza a pieza para convertirse en un combate de boxeo con varios asaltos con esperanza de KO.

Ahora, el adelanto electoral, esta vez breve, vuelve a estar sobre el tablero de Castilla y León. Y no por casualidad. El contexto no puede ser más favorable para el presidente de la Junta. El PSOE atraviesa una de las peores crisis orgánicas y morales de su historia reciente. Una crisis que ya no es solo nacional, sino que ha aterrizado con toda su crudeza en Valladolid, corazón político de la Comunidad.

La dimisión fulminante de Javier Izquierdo —arquitecto del sanchismo territorial, hombre de confianza de Pedro Sánchez y Santos Cerdán, cerebro de estrategias, listas y equilibrios internos— no es un episodio más. Es un seísmo. Un dirigente clave que cae tras una denuncia, o varias, por acoso sexual, en plena tormenta del ‘Me Too’ socialista, dejando descabezada la Secretaría de Estrategia y Acción Institucional a las puertas de un ciclo electoral decisivo. Y es que sanchismo cada vez se parece más a machismo, para desgracia de las mujeres socialistas que tanto han luchado por erradicarlo.

Izquierdo no era un nombre cualquiera. Era quien apagaba fuegos, cerraba candidaturas, imponía criterios y sostenía el edificio orgánico del PSOE en Castilla y León y fuera de ella. Y si no, que se lo cuenten a Tudanca. La caída de Izquierdo, sumada al rosario de casos de acoso y a la cascada de causas judiciales por corrupción, proyecta una imagen devastadora: la de un partido que pierde autoridad, relato y control interno a gran velocidad.

Ese derrumbe se refleja también en el candidato autonómico. Carlos Martínez no levanta cabeza. Su precampaña, más cercana a la ocurrencia que al proyecto político, ha reforzado la sensación de provisionalidad. Quiere ser presidente de la Junta, pero sin soltar el bastón de mando de Soria. Quiere ejercer de “superalcalde autonómico”, pero sin renunciar al sillón municipal, no vaya a ser que el experimento salga mal. Ni él mismo cree que pueda lograrlo.

No es solo una cuestión de estilo. Es un problema de liderazgo. Martínez no genera cohesión interna ni expectativa electoral. Su designación fue más fruto de la quilla por la que pasaron a Tudanca que de una apuesta clara por su figura. Y eso se nota. En las Cortes, en las agrupaciones provinciales y, sobre todo, en una militancia cada vez más indisciplinada e indignada.

La rebelión contra las listas diseñadas desde Ferraz —con el caso de Nuria Rubio, en León, y Daniel de la Rosa en Burgos como ejemplos evidentes— es la expresión más clara de ese desorden. El PSOE de Castilla y León no solo pierde votos en las encuestas: pierde mando, pierde jerarquía y pierde el miedo a decir no a Madrid.

Con este panorama, Mañueco observa. Y calcula. Sabe que adelantar elecciones le permitiría adelantarse también a otro factor incómodo: el posible pacto de Guardiola con Vox en Extremadura, que podría contaminar el clima político nacional. Sabe que el desgaste del Gobierno de Pedro Sánchez está en uno de sus picos más altos. Y sabe que el PSOE autonómico llega exhausto, dividido y sin red.

La tentación es evidente. Pero no todo es ganancia asegurada. Porque la gran incógnita no es si el PP ganaría las elecciones, sino cómo se repartiría el botín del hundimiento socialista. Y ahí entra Vox.

Cuanto más se descompone el PSOE, más espacio encuentra Vox para crecer, alimentado por la indignación. No a costa del PP, sino sobre las ruinas del socialismo. La pregunta que sobrevuela este fin de semana no es solo si Mañueco debe adelantar elecciones, sino cuántos escaños está dispuesto a concederle a Vox en ese movimiento.

Ese es el dilema. Ese es el cálculo fino. Y ese es el motivo por el que este no es un fin de semana cualquiera en el despacho del presidente.

Porque en política, como en arquitectura —y de eso el PSOE ahora sabe bastante—, hay edificios que se vienen abajo de repente. Y otros que se dejan caer. La cuestión es quién recoge los escombros y quién levanta el siguiente plano. ¿A qué ha venido todo esto si no es para decidir ahora?