Todo recuerda cada vez más al aciago verano de 2022. Aquel junio en que se nos quemó la Sierra de la Culebra. Vimos los montes arrasados, los vecinos desalojados y familias perdiéndolo todo de forma repentina. Fuego descontrolado y ceniza. El incendio se llevó la vida de cuatro personas y se planteó como una tragedia que supondría un punto y aparte en la prevención y en la lucha contra el fuego en la comunidad autónoma.
Han pasado tres años y agosto avanza en una Castilla y León asediada, de nuevo, por el fuego. Rompe el buen balance del verano que había hasta hace unas pocas semanas. En julio, la Asociación de Trabajadores de Incendios Forestales de Castilla y León alertaba de que “nos estamos salvando gracias a una meteorología muy favorable”. Pero el intenso calor y el viento trajeron de vuelta el infierno. Zamora y León se queman y las llamas han entrado en Las Médulas, espacio natural y arqueológico Patrimonio de la Humanidad.
De nuevo las lágrimas, la Guardia Civil desalojando pueblos, una desgarradora impotencia y bomberos exhaustos. Estos hoy héroes fueron ignorados cuando se pasaron la primavera tras las pancartas para exigir condiciones laborales dignas, trabajos preventivos durante todo el año y plantillas profesionales. Aplausos en pandemia.
Los sindicatos denuncian que la Junta de Castilla y León incumple los acuerdos alcanzados. Que, como nos tienen acostumbrados los políticos, las promesas son para el verano y se apagan casi al mismo tiempo que las llamas. Otra vez los bomberos son insuficientes y los vecinos tienen que llevarles bocadillos tras quince horas de lucha desigual. Otra vez el humo de 2022.
Alguna responsabilidad tendrán los políticos que gestionan Castilla y León, los mismos que entonces y que quizá mañana, cuando regresan periódicamente catástrofe y reivindicaciones. Cuando la sensación de abandono es la misma, con alcaldes y ganaderos que anuncian sin fecha cada tragedia inevitable. Si el evidente cambio climático, ese que niegan los terraplanistas dogmáticos de Vox, provoca incendios más virulentos y descontrolados; lo cauto sería redoblar esfuerzos, y no al contrario.
El drama repetido de los incendios devastadores nos vuelve a hacer sentir vulnerables. No tan solo ante una naturaleza herida e indomable. Vulnerables ante unas instituciones incapaces de gestionar con eficacia los servicios esenciales. El sistema está roto. Si faltan médicos y profesores, agonizan las pensiones y los trenes se paran en mitad de la nada. Si quedan desiertos los Fondos Europeos, nuestros impuestos se escurren por las corruptelas, es mentira hasta su biografía, los parlamentos no aprueban leyes, los gobiernos en minoría no gobiernan y estamos desprotegidos ante las emergencias.
Algo está fallando estrepitosamente si lo habitual es que las instituciones nunca estén a la altura de las circunstancias. Si cada catástrofe sabe a impotencia, inseguridad y desamparo. El pacto entre ciudadanía y política se quiebra. Ya no cumplen su parte. Los políticos se perdieron en el humo condenando a los ciudadanos a caminar descalzos sobre todas las brasas.