El verano es dejarse llevar. Entregarse a los días infinitos y amarrarse al frescor de las noches breves. Naufragar en las olas del mar para que jueguen contigo y te limen las esquinas afiladas por el resto del año. Olvidarse en la rutina atípica de las semanas interminables que quedan antes de empaparnos de vacaciones. No hay otra época del año en la que uno permita ser avasallado sin resistencia por un libro cualquiera; no existen tardes de invierno donde se tolere la incertidumbre analógica de encender la radio para no escuchar nada y escucharlo todo al mismo tiempo.

El verano es vivir los lunes de domingo y desechar la libertad de elegir para enamorarse fugazmente de la curiosidad de ser elegido. Y qué bonito es ser elegido, al menos de vez en cuando. El destino vive en verano. Solo ahora, con las persianas por los tobillos o recostados en la toalla, dejamos que el azar regrese a nuestra pautada existencia. “La vida es tan incierta que la felicidad debe aprovecharse en el momento que se presenta”, escribió Alejandro Dumas. Por eso es tan satisfactorio el verano, porque consigue que la vida se vuelva tan imprevisible que permite que la felicidad se cuele más fácilmente por las grietas de los días sin nombre. El verano es aquel Manuel Alcántara niño que jugaba a la alegría.

Hay quien odia el verano por el caos que despliega, por la relajación de las convenciones y la vestimenta, por el hedonismo desmelenado, porque la mayoría deja de enfocar el objetivo y desprecia las consecuencias. Pero no todo es seguir corriendo desalmados. Estos meses son eternos como el amor de enamorado, la belleza de la rosa, el atardecer que detiene el tiempo, la juventud orgullosa, los recuerdos imperfectos y el viaje que no es destierro. Eternos hasta que se agostan. Sería tan absurdo vivir sin amor, sin belleza, sin juventud, sin recuerdos y sin viaje como negarse un verano una vez al año sabiendo con certeza que al final espera el otoño ocre.

En estos días, azules y luminosos, está permitido el aburrimiento sin sentimiento de culpa. La oportunidad fortuita y la sonrisa ligera. Dijo Kant que “se mide la inteligencia del individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”. El sabio está en la hamaca, con sombrero y un spritz. Todas las incertidumbres delante de él: no hay nada más incierto que una orilla. Y, sin embargo, la calma y la nada. La respiración pausada, los ojos entornados y las horas lentas que no suplican.

El verano es un sueño perenne, heroico y herido, mortal y rosa. Una celebración umbraliana de esta existencia, con los años de balance casi siempre cruel, que solo resulta soportable desde el barroquismo estival e inesperado de la belleza.