Los días largos y las noches breves. No me explico cómo pueden ser felices en otras latitudes. Cada vez que a un gobierno se le ocurre manosear el tema del horario de invierno y el de verano, para europeizarnos, solo puedo sopesar que prefiero que nos sigan robando a que nos sisen esta alegría que supone que a las diez de la noche aún sea de día.

Hay una felicidad sencilla en ese oxímoron, en contemplar cómo se estiran las tardes, cómo se ensancha el alma. Mi amigo Ignacio, cuando era opositor, defendía –hasta que aprobó– la superioridad del horario de invierno, lo mucho que le gustaba amanecer con luz, que se hiciese temprano de día y que anocheciera pronto porque total, "no hay nada que hacer en la calle".

A mí me entraban ganas de matarle, pero explicarle a un opositor algo que no sea el temario es como predicar en el desierto. Así que ahí me iba yo con mi "perdónale, Señor, porque no sabe lo que dice". Y así se pasó la oposición. Ahora, que es un hombre feliz, con trabajo, mujer e hijo, me soltó el otro día tan tranquilo lo maravilloso que era ver cómo se alargaban las tardes. ¡Hay que joderse!

La felicidad, como decía Antonio Gala, "es una larga siembra de tanteos". Y aquí estamos, tanteando el verano al fin con la yema de los dedos, estos atardeceres eternos, estas lunas grandes como sandías abiertas. Hace tiempo que le doy vueltas a la posibilidad de vivir sin reloj; el verano es que se pare el tiempo.

De repente se detiene en junio y cuando vuelve a arrancar ya es septiembre. Quitarse el reloj y que siempre anochezca a las diez, pero el único vicio que me interesa son los relojes y llevarlo parado no es igual.

El verano es la vida lenta, por expresarlo con palabras de Pla. El verano es una siesta que se alarga, una felicidad que ensancha, unos días que no acaban, un verse guapo en el espejo sin necesidad de hacer nada.

Salir más moreno de la ducha, más alto, más nuevo, como si en verano se parase el tiempo y todos los veranos tuviéramos una cierta edad imprecisa por la que no pasan los años, siempre la misma edad cada verano.

El verano es una hamaca desde la que se divisan todos los horizontes. Una atalaya de rayas verdes sobre la que me tumbo con vistas al Mediterráneo por la mañana cuando leo a Blasco Ibáñez y por la tarde, cuando lo cambio por Fitzgerald, a Long Island.

Y cuando ya es completamente de noche, cielo de lino que transpira, todas las noches son un cine de verano aunque no haya proyector, ni sábana. Pero en todas las películas que me interesan es verano y aparece Grace Kelly en la Riviera Francesa.