He estrenado el domingo como si fuese el primero desde la creación. Hoy que es domingo y todo mío comprendo que vengo de semanas largas, de meses de luz escasa, como si fuésemos suecos y de repente todo es sol. El jardín es una vidriera verde por la que se filtra la luz. Lo del martes en Valladolid fue el diluvio universal y después esta alianza de junio y de sol. Al sol se estira la vida, se salva uno de la humedad en los huesos, de tanto enero en el alma. Junio, este junio que ahora lo llena todo. Tardes largas, noches breves.
Una hamaca y todas las lecturas que vienen pendientes del invierno y que convertían la mesilla en un obelisco en peligro de derrumbe. Los días en invierno tienen como ocho horas menos y así no hay quien le dé salida a tantos títulos que interesan. En junio los días vuelven a tener veinticuatro horas para leer.
Hoy mi jardín es una feria del libro. Plaza Mayor de las letras, sin firmas, ni horarios, pero con todos los ejemplares vendidos. Aquello de "para leer mucho, comprar poco", lo dijo un estoico sin dinero. No se pueden comprar pocos. Los libros exigen comprarse de dos en dos. Salir sólo con uno de una librería es motivo de preocupación. Más ahora que está la Feria del libro abierta de par en par en Valladolid. Y en Madrid. Trashumancia de letras. Compro por encima de mis posibilidades. Algún día el banco se va a llevar mi biblioteca, que es una hipoteca con una gran sección de poesía.
Ni siquiera logro entender cómo lo hacía en la carrera cuando la paga era de cinco euros y la feria duraba más de una semana y todos los días pasaba por allí y casi todos los días me iba con algo. Y de la feria del libro antiguo también. Nunca he sido de números, así que supondré que se me empiezan a distorsionar los recuerdos, que hace diez años los libros estaban baratos y el euro caro, porque de lo contrario sólo deja la opción del hurto y nunca tuve la pulsión de birlar libros, como Ruano. Sólo he rescatado alguna edición antigua de bares de esos que los compran al peso para la decoración, para darle al garito aspecto de Nueva York. Y los dejan ahí, sin que nadie los abra, sin que nadie sospeche que tienen otra función a parte de la de coger polvo y corre el libro el riesgo de pillar ansiedad, de sentirse inútil, de pensar en el suicidio, de arrancarse las páginas como quien se tira de los pelos.
Dejo la confesión aquí porque ya ha prescrito y en un artículo del domingo nadie está obligado a decir la verdad. Puede que, como me sentía mal, por aquello del séptimo mandamiento y tal, pidiese otra cerveza en el bar de turno para pasar el trago más que para disimular.
Tenía poco dinero y muchos libros. Ahora que lo pienso, sigo igual. El periodismo es tener poco dinero y muchos libros.