En el siglo de la mensajería instantánea y la caducidad inmediata, hay algo de contrarrevolución reaccionaria en amenazar al cartero. Ese repartidor de cartas, notificaciones y paquetes uniformado de Correos es el único de los mensajeros de las muchas empresas de reparto que llaman a diario a nuestras casas que conserva una solemnidad propia, un ritual añejo y un costumbrismo que merece la pena salvaguardar.
El cartero en motocicleta, por las carreteras serpenteantes que unen nuestros pueblos, aguanta (igual que los toros de Osborne sin letrero de Osborne) el convulso pasar de los tiempos, uniendo la España que fuimos, la que somos y la que seremos. Ahora que andan extinguiéndose en el ancho mundo rural los curas, los tenderos y hasta los médicos, el cartero se ha convertido en una suerte de cronista para los habitantes que sobreviven lejos de la ciudad los inviernos. Sabe mejor que el INE quién habita cada casa y cuál fue la última que se quedó muda.
Cuentan estos días los periódicos que, en la localidad vallisoletana de Peñafiel, hay carteros amenazados por dejar en el buzón las cartas que les llegan a un puñado de vecinos conflictivos. La noticia no cuenta mucho más y uno divaga qué razones puede haber para tomarla con la empleada de Correos. Puede que los agresores sean bárbaros del progresismo radical, de ese ansia inmadura por avanzar destruyendo todo lo heredado, y que vean a los carteros como los últimos neoluditas que desafían al progreso entregando en mano y papel lo que podría llegar de inmediato a través de pantallas de ceros y unos.
Puede, también, que estos maleducados ciudadanos estén siendo contaminados de más por esa corriente tan extendida que confunde mensaje y mensajero. A las bocacartas con solapa de metal de los buzones ya no llegan misivas de amor, ni aventuras de familiares haciendo las Américas, ni invitaciones de amigos lejanos, ni fotografías para guardar entre los libros, ni postales de los nietos de vacaciones. Solo llegan notificaciones de la Agencia Tributaria, citaciones judiciales o multas de tráfico. Es una desgracia para el cartero haber perdido la esperanza de repartir felicidad. No le sumen más agravios.
Bien sabemos los periodistas a qué se refieren. Este señalamiento del cartero por entregar malas noticias sería similar al que acostumbran los políticos con los periodistas, a los que hacen responsables de los hechos y las palabras. La culpa es del periodista por contarlo, igual que para los salvajes de esa zona de Peñafiel es del cartero por entregarlo. Tan infantil y simplón. Si es que fuera esa la razón del acoso.
Apuntan, sin embargo, las noticias a que la furia de los agresivos vecinos es que las cartas les llegan tarde. Y es posible que ahora toda carta llegue a destiempo. Eso no se lo niego. “No llegan cartas desde hace tiempo, creo que voy a matar al cartero”, cantaba Pereza. Pero resulta inútil intentar vencer con violencia al tiempo.