He cogido muchos trenes y aun así no podría ser ministro de Transportes porque en estos años sólo he aprendido lo elemental: que lo único que necesita un tren es no retrasarse y un vagón silencioso verdaderamente silencioso para poder escribir.

Sobre las estaciones tampoco he pensado mucho. Atocha, con sus tortugas tenía algo de selva en la jungla de Madrid y Chamartín era un espanto tolerable sólo porque suponía la puerta a Valladolid. Después llegabas a la estación de Campo Grande y pensabas por qué a nadie se le ocurrió copiar este arco de triunfo con reloj para evitar los desmanes arquitectónicos que vendrían después. Como si copiar lo que está bien, lo que es bello, tuviese algo de malo. Pero es muy español eso de creer que todo se puede hacer mejor y más barato. "¡Tú dame ladrillos!" Y claro, acabas con la estación de autobuses de Valladolid de 1972, obra cumbre del desarrollismo pucelano.

Porque a Valladolid lo que le ha faltado desde que perdió la corte es tomarse en serio. Como si, idos los Austria, sólo pudiéramos ser una ciudad dormitorio con las fachadas platerescas o gótico isabelinas y a partir de ahí empezamos a hacerlo casi todo mal. Valladolid, a veces, tengo la sensación de que fuese una vieja dama a la que la casa se le ha hecho grande y le ha echado las sábanas a la mayoría de los muebles para no tener que limpiar y de paso ahorrarse los recuerdos de tiempos mejores, que siempre le pillan a uno a traición. Por eso tenemos la Catedral a medias desde 1755 y a medias tenemos también el futuro.

Porque los últimos alcaldes de la ciudad, incluido Jesús Julio, llegaron con buenas intenciones, pero a todos les falta una visión genuina. Algo que aportar que no sea: "lo que hay, pero mejor gestionado", que es lo que ocurre por aquí desde el siglo XVII, salvo honrosas excepciones. Y como si ocho años no le parecieran suficientes a Oscar Puente para dar síntomas de que sabía cómo lograr una ciudad mejor, más allá de los conciertos de ferias, vuelve ahora pretendiendo revertir su gestión con dinero del ministerio a proponernos un huevo o una castaña -todavía está por ver- envuelta con una tela inteligente de regalo, pero sin lazo. Arquitectura irracional, que es lo que ocurre cuando sobra el dinero y el gusto brilla por su ausencia.

Pero tal vez no estamos entendiendo esta arquitectura supraevolucionada que más que edificio parece una crisálida de la que no vemos la belleza que hay en el interior; porque lo importante son las buenas intenciones, ya se sabe.

Tal vez de esta piel de serpiente muerta puesta como una funda para ocultar lo terrible del siglo XXI: que es que está vacío de ideas y de belleza, acabe eclosionando un edificio mudéjar, gótico o renacentista, que es lo único que le pega a Valladolid. Porque la belleza es indiscutible y lo feo se puede justificar de muchas maneras, pero seguirá siendo feo se mire con la distancia que se mire.

Dudo que, a Brunelleschi, cuando levantó la cúpula de la Catedral de Florencia, se le echaran los críticos encima diciendo que era fea. Es lo que ocurre con la belleza, que no se puede disimular. Por eso las líneas clásicas funcionan desde la Grecia de Euricles. Todo lo demás sólo lo sostiene el papel y la nueva estación de Valladolid es tan fea que va a ser difícil de casar.