
Nadie ha mirado a una mujer como García Benito, tampoco Almodóvar
Nadie ha mirado a una mujer como García Benito, tampoco Almodóvar
"Las mujeres de Benito tienen una forma de mirar tan segura que interpelan a quienes las miran hasta casi hacerles incomodar"
A Eduardo García Benito le corría la modernidad por las venas, una modernidad irrefrenable que le animaba cuando cogía el pincel. Fue la modernidad la que le llevó de Valladolid a París y no satisfecho con cambiar el Pisuerga por el Sena cruzó el océano para llegar a Nueva York. Al principio la pulsión de ser rabiosamente joven y estar en el París que pintaban a trazos Modigliani, Picasso, Dufy y Gargallo. El París que escribía Hemingway, el París de las ‘Mil y una noches’ en casa de Paul Poiret, de la generación que se perdía por las tardes en el café de la Rosalía y no tenía cómo pagar más que con dibujos en servilletas de papel.
Una modernidad que le llevó a jugar con la vanguardia, pasar por el cubismo, el expresionismo y el fauvismo para poder construir su propia mirada. Eduardo García Benito tuvo la habilidad de saber mirar, que como él mismo decía es una acción que va más allá de la mera observación, es la capacidad metafísica de aunar lo antiguo y lo nuevo. Supo mirar y comprender lo que le había precedido. Por eso, en realidad, cuando contemplas una pintura del vallisoletano estás viendo la amalgama que compone la tradición clásica desde la cerámica griega de Exequias, la línea clara del gótico internacional, el manierismo desmesurado de Parmigianino y el Greco, el modernismo de Beardsley y el expresionismo de Goya; mezclado, no agitado con lo contemporáneo. García Benito conocía toda la tradición y eso le sirve de ancla para no perderse en un momento en el que la gente dudaba de que todo aquello fuera arte.
Decía que, cuando paseaba por la Quinta Avenida o por los Grandes Bulevares tenía la sensación de que en realidad estaba paseando entre las obras de su estudio, pues veía en los maniquíes a las chicas de sus portadas. Se sorprendía porque eran, en efecto, las chicas Benito. Una clase de mujer que se dio vida a sí misma, pero que gracias a miradas como la de él estaban en los escaparates. Trabajando como dibujante con Paul Poiret vio que las mujeres se empezaban a quitar el corsé, les atraía la moda de otra manera, las prendas más holgadas y la belleza andrógina, y comenzó a dibujarlo con una linea muy pulcra. Condé Nast le pidió que fuera a Nueva York para ilustrar las portadas de Vogue y Vanity Fair, pues quería elevar la categoría de las revistas de moda, que fuesen obras de arte que por pocos dólares todo el mundo podría tener en su salón, en el seno de esta idea estaría el Pop Art. Así fue que Eduardo García Benito empezó a ilustrar a la mujer moderna con rasgos que bebían de Brancusi y Modigliani, mujeres que se convierten en el símbolo del Art Déco.
Pero hay que volver a la mirada de E.G.B. para entender cómo logro perfilar así a la mujer. El artista, que pintaba porque quería plasmar para la eternidad lo bello, contaba que la primera vez que fue consciente de la belleza fue a través de las flores y de su madre. En la mujer encontraba una belleza que supo reflejar porque realmente la admiraba. Con su forma de apreciar, delicada y certera, supo pintar a las mujeres trascendiendo su belleza física, aunque tuvo el talento de que las que pintaba casi siempre eran guapas. En Eduardo García Benito está Julio Romero de Torres, los dos son parte de esos excepcionales artistas patrios que han sido capaces de enfrentarse a la hermosura de la mujer y trascenderla.
Las mujeres de Benito tienen una forma de mirar tan segura que interpelan a quienes las miran hasta casi hacerles incomodar, otras no pueden esconder una melancolía que abruma. Son la definición del glamour y sofisticación que se iba extinguiendo desde finales de los años veinte. Ruano le definió como “el pintor de las elegancias decadentes”. En García Benito se aglomera el talento a raudales, la modernidad, el saber mirar y el ser un caballero, y esto se le escapa por cada resquicio y se aprecia en cada pincelada de su obra. Al ver a todas sus mujeres envueltas en papel de burbuja, que no les quita el frío, pero les protege para trasladarlas, me doy cuenta de que ningún hombre ha reflejado mejor a la mujer que Eduardo García Benito.

Obra de Eduardo García Benito envuelta en papel burbuja
Y yo, que paseo como Eduardo, aunque no esté ni en París ni en Nueva York, pero estoy en Valladolid que es el centro del mundo –aunque sea de otro siglo–, a veces me confundo como él pensando que sus lienzos andan por ahí colgados. Ahora que hace frío las chicas salen a la calle con los visones de sus abuelas y yo pienso que podría haberlas pintado él. Sobre todo a esa que tiene cara y gesto que dan para inventarse cien historias. Precisamente como las mujeres que pintaba Benito, es esa clase de chica a la que dan ganas de preguntar, como en la viñeta de Lichtenstein, «excuse me, señorita… may I speak you?» Sólo la falta estar firmada «BENITO» en rojo.