“No hay dicha sin sombras”, comentaba mi abuela, feliz entre sus afanes y sus quereres pero con la procesión por dentro, procesión que ahora no viene a cuento. Y esas me encuentro yo, queridos lectores, obligado por la normativa de la Junta de Castilla y León a medirme con los artículos periodísticos, lo que llevaré fatal.

Así las cosas, así la vida, me despido de la habitualidad de estos artículos, cuya publicación y lectura tanto agradezco a la empresa y a todos ustedes, poniendo por delante dos nombres propios. Poniéndolos por delante para celebrarlos: los de Emilio de Justo y Álvaro de la Calle, protagonistas de sendas gestas memorables el pasado Domingo de Ramos en Las Ventas, gestas obviamente de muy distinto signo: dolorosísima la del torero extremeño, que estuvo al alcance de la mano de nieve, y asombrosa la del sobresaliente salmantino, consagrado a la vista de todos, que muy cerrado de entendederas será quien se niegue a reconocer la magnitud de su tarde.

Emilio de Justo bordeó la tragedia y tiene ante sí meses de prueba. La superará, quiero creer, mejor dicho: estoy seguro de ello, porque, forjado torero en el crisol de las adversidades, será capaz de encararla con entereza. Que se lo hagan ver quienes tontiloquean minimizando el peligro, la fuerza y la violencia de los toros de lidia, incluso de los aparentemente más apagados. Su vigor es descomunal y un hombre, cualquier hombre, al plantarse ante ellos a cuerpo limpio pisa el terreno de las todas las asechanzas.

En este momento de su trayectoria, Emilio de Justo no necesitaba encerrarse en Las Ventas con seis toros de respeto y, por supuesto, tampoco era menester que arriesgara como arriesgó en la suerte suprema del primero. Torerazo a carta cabal, Emilio de Justo es un héroe.

Y a su vez,  Álvaro de la Calle hizo lo nunca visto y jamás esperado. ¿Acaso hay noticia de un sobresaliente, años y años al tran-tran, que de malas a peores se haya encontrado con la perspectiva de cinco astados, cinco, para él solo en Las Ventas y a plaza llena? A cualquiera le habría asaltado un calambre paralizante en las piernas y en los brazos o, sencillamente hubiera tomado por la calle del medio, pies para que os quiero y abur, señoras y señores aficionados, ahí se quedan ustedes, saliéndose de la encrucijada por peteneras.

Álvaro de la Calle se demostró torero hondo y cuajado, toreo el suyo castellano, que es el toreo fundamental, sin florituras ni concesiones. Si esta gesta no le sirve, mal vamos. Y por cierto, qué bien estuvieron las cuadrillas, picadores, lidiadores y banderilleros, con qué sabiduría, compromiso, valor y generosidad echaron la pata pa´lante. No se tapó nadie.

Emilio de Justo y Álvaro de la Calle, cantando sus hazañas me despido. Queridos lectores, muy estimados colegas, generoso director, doy por hecho que pronto nos veremos en los tendidos.