Hace pocos días, bajando de La Lastra de Santiago a Collado de Santiago, a la sombra protectora de cuya iglesia había dejado el coche, al entrar en el pueblo junté mis pasos con los de un vecino, hombre mayor, que avanzaba parsimoniosamente, disfrutando la paseata, y a quien asusté al alcanzarlo: “apenas oigo por este oído”, me explicó, “y de asina que no lo haya sentido venir”. Sobre aquellas palabras, pegamos la hebra.

Fibroso y erguido, aunque apoyándose en un bastón, de ojos aguileños, gestos remisos, hablar sosegado y un semblante mozo que para sí quisieran los quinceañeros, hizo un alto y me miró sonriente cuando yo le manifesté que lo veía estupendamente: “ya tengo noventa y un años”.

¿Y cómo se llama usted?

Alfredo me bautizaron allí –me respondió, señalando la iglesia-, y Alfredo soy.

Labrador y ganadero, hace tres años golpeado por la desgracia de la pérdida de su mujer, Juana, “más joven que yo, y que Dios no quiso que ella me enterrase a mí”, lamento que le brotó del alma, me cuenta que “ella y yo tuvimos tres hijos, dos varones y una mujer, que nos salieron buenos y trabajadores”. Tres hijos a los que dieron carrera y ahora están muy bien colocados, los dos varones, que se hicieron veterinarios, en Salamanca, y la hembrita, filóloga, en Holanda, “aquí no encontró acomodo y tuvo que buscarse la vida”.

 Labrador y ganadero en un pueblo de La Serrota, entre Piedrahita y Barco de Ávila, Alfredo trabajó, no ya con dureza, sino muy por encima: jornadas de “dieciocho horas sobre veinticuatro”, sin gastar ni un céntimo de más ni permitirse el menor alivio, él y su mujer, “mi Juana”, con la vida puesta en la esperanza de que sus tres hijos, “que nos salieron honrados y de provecho, tuvieran mejor pasar”.

 ¿Y tiene nietos”, le pregunté, ya al pie de la iglesia. Hacía mucho tiempo que no veía unos ojos tan ilusionados. No es que sonriera por ellos, es que irradiaban felicidad. Como si los abrazase uno por uno, dispersos por España y el mundo, aunque continuamente vienen a Collado para acompañarle. No, él no se quiere ir del pueblo. En Collado nació, en Collado cerraría los ojos. Para la eternidad enterrado con Juana, su mitad, la mitad que se le había muerto, apagándole el corazón. ¡Pero sus nietos! Entre apesadumbrado y alegre, Alfredo levantó la mirada: “Nuestra hija nos llevó a Holanda, estuvimos un mes, es un país confortable y próspero, pero el cielo, siempre nublado… Ese cielo no to tiene esta luz, esta trasparencia del aire, esta claridad, esta belleza, yo no me haigo a otra cosa”.

Labrador y ganadero, casado con Juana, tres hijos y los tres con carrera, “trabajaba dieciocho horas sobre veinticuatro y mi mujer obraba milagros, ella fue el sostén de la casa, con las perrinas que me agenciaba”. Ahora, la calle abajo, la calle arriba, pasea por su pueblo, la vida hecha, la pena aposentada en los hondones del alma pero con la felicidad de saber sus tareas cumplidas, a la espera sin miedos de que la mano de nieve acuda a abrazarlo. “Mejor dormido, mientras sueño con ella”.

Alfredo y Juana, porque ella vive mientras él viva. Estos son los hombres y las mujeres de la España vaciada, los hombres y las mujeres en definitiva que hicieron la España de hoy, esa España que les da la espalda y en la que los políticos se disputan sus votos en tanto les cierran los consultorios.

Con la mano en el corazón, yo pregunto ¿quién los representa? No, desde luego, quién se alía con Pedro Sánchez, ese personaje que a cambio del apoyo parlamentario que necesita para seguir a lo suyo (que no es lo nuestro) cede unos huesos/donativos/limosnas, pongo por caso, a Teruel mientras entrega la parte del león de los presupuestos a sus aliados insaciables de la facción disolvente de España. Para ese viaje no hacen falta alforjas, entre otras razones porque  también se las quedarían. Nos damos la mano a espaldas de la iglesia. Y, la verdad, se me saltan las lágrimas cuando, de pronto, me da un abrazo.