Andan estos días complicados por aquello de que Ómicron haya conseguido a última hora armar La Marimorena amargando la Nochebuena y la Navidad a tantos que no han podido reunirse en familia con la abuela, la madre, el padre o algún hijo. 

Los hay, aunque no lo dicen, que hasta han redescubierto el sabor de la tranquilidad alejados del cuñado molesto, con ese positivo en casa que los ha obligado a meterse antes en la cama. Pero no lo confesarán nunca. El placer de recibir compasión es ese chute de dopamina que nos hace sentir menos solos. El triunfo del sentimentalismo como aliado imprescindible de la debilidad.

El maldito test de antígenos lo ha estropeado todo y ha dado paso al drama. Porque son dos años ya. Porque las anteriores Navidades, igual. Porque no se puede soportar más esto ya. Porque todos los porqués justifican el desvarío.

Decía Savater el otro día, ahora que la vida se le ha vuelto a abrir como un jugoso melón en verano y nos deshoja cada día una nueva reflexión, que "el sentimentalismo es una de las plagas que tenemos ahora, una especie de reblandecimiento intelectual". 

Y todo ello viene, en efecto, por esa propaganda convertida en la mayor red de votos de la Historia que se llama educar cada vez más en que "la razón es una cosa fría y mala y el sentimiento un arrebato delicioso".

Las emociones. Dominan el mundo. Da igual si las gestiones conducen a mayor o menor pobreza, injusticia, corrupción o dolor, siempre que te sacudan con cara amable o te metan la mano en la cartera mirándote a los ojos y asegurándote que es por tu bien. O por el de los demás. Por el de los más necesitados. Cáritas viaja en Falcon. Al tiempo.

Bertrand Russell le vio el plumero a la sociedad alemana enamorada del discurso victimista de Hitler y ya advirtió a mediados de los años '30 del peligro del dominio de la masa a través de unas emociones que permitieron al austríaco que media población se sintiera atraída por el mismo discurso que llevaba a la otra media en los trenes de la muerte a Auschwitz

La democracia convertida en emocracia, en un mercado de emociones sin límite donde se prostituye el futuro individual en aras de lo colectivo, cuando lo colectivo, eras tú.

Así que un test de antígenos nos dice que no deberíamos ir a casa con la familia porque nuestro padre podría acabar intubado, o no, y nos venimos abajo. O acosamos a los médicos de un centro de salud de Cáceres por no quedarse hasta las doce de la noche hurgándole la nariz a todos los que decidieron a última hora que querían irse a comer el turrón a casa de la mama sabiendo si llevaban o no el bicho.

Nuestra vida inmediata en manos de un test de antígenos. El error de reducir la vida a lo inmediato.

Educar en la lágrima fácil a la población sólo la convierte en más débil e incapaz para afrontar desde la razón los contratiempos. Y lo saben.

Cuando un barco se hunde, suele ser más efectivo el ingeniero que da órdenes a gritos a todo el mundo para solucionar el problema lo antes posible, que el que con voz sosegada y dulce te regala un speech de media hora para no hacer nada por salvarte, pero eso sí, lleno de unicornios gramaticales. Te llega el agua al cuello, pero con armonía verbal. Que parece que no, pero te mueres distinto.

Hoy al ingeniero se le abriría un expediente por haberle gritado a una mujer para que se quitara de en medio mientras intentaba salvar el barco ya con el agua al cuello. La España que siempre fuimos, abrazando entre lágrimas al mismo al que enviamos furiosamente al cadalso al día después. Qué estallido de contradicción emocional y qué dispendio de todo para no llegar nunca a nada.

Es la perversa dictadura de las emociones que hemos hecho tragar día y noche a dos generaciones con programas basura en los que la gente se quería mogollón, o sea, tía, y yo a ti más, te lo juro, aquí tienes un amigo para siempre; tía, voy a llorar, qué fuerte; te admiro...  sin conocerse de nada, mientras la mayor parte de la emisión se la pasaban llorando. Por todo. Por nada. Siempre. Tía, hay que respetarlo.

Así que hemos tenido un drama importante en Nochebuena y Navidad. Unas Navidades un poco como la no derogación de la reforma laboral de YOlandísima, que políticamente se ha derogado, pero técnicamente no. O sea, que tenemos Navidad igual, pero sin poder juntarnos. Qué arte.

Aunque habrá que ver qué pasa, porque ayer mismo el PNV se descolgó con que votará en contra de la no reforma laboral de YOlandísima.

Un dardo disparado por un PNV directo a Moncloa para que el PSOE entienda que juega con fuego si Pedro Sánchez sigue haciéndole la campaña de vasco respetable a Bildu, no sea que se les acabe a los de Sabino Arana también el chiringuito y los proetarras los adelanten por la izquierda en las próximas elecciones autonómicas.

Ya ven. Aquí, también es todo sentimiento. No lo duden. Por no priorizar el ámbito autonómico, dicen. Que aquí la extrema izquierda y la extrema derecha pueden ir juntitas de la mano porque se reconocen en el mismo espejo. Las nueces son las mismas, que diría aquél. 

YOlandísima es la diva de la izquierda woke. Y grande entre las grandes apelando a las emociones desde su voz de rojo terciopelo, mientras se aprieta el cinturón de Hermès.

Todo en ella es el vacío insustancial de la nada a la que te asomas tras dos años sin cobrar el ERTE y ya sin poder poner la calefacción, pero inmovilizado por un discurso borracho de sentimentalismo. 

Quizá el problema no sea quien sustituye gestión o resultados por palabras y emociones, sino quienes compran ese relato ajenos a cualquier tipo de reacción intelectual.

A los padres nos queda intentar alejar a nuestros hijos de esta colectivización del sentimiento que los hace débiles y los convierte en rehenes fáciles de quienes quieren victimizarlos para erigirse después en su salvador. 

El triunfo del individuo frente al abuso del poder en aras de las emociones colectivas estriba en la capacidad que demostremos de exigir obras, que las buenas razones suelen quedarse en papel mojado. 

Por de pronto, si no pudimos juntarnos en Nochebuena ni en Navidad, celebramos no estar en un hospital y sustituimos el maldito percance por un villancico con pandereta a través de una llamada de WhatsApp. Y se acabó el drama.

No me sean emocráticos. Tienen todas las de perder. Se lo dice una llorona.