A un pestañeo de las Navidades, con permiso de Von der Leyen, los consumidores tienen aún la mano dentro de su bolsillo agarrando fuertemente sus euros porque no saben bien si gastarlo en ese capricho burgués llamado seguir comprando y viviendo, o esperar a ese eterno a ver qué pasa.

Porque ése a ver qué pasa supone un freno a la economía, pero la primera de todas que le importa a uno, es la de su casa. Así que lo uno por lo otro, el euro en el bolsillo.

Los representantes del comercio en Castilla y León se agarran a ese optimismo irracional que le lleva a uno a ser autónomo o empresario en un país como éste que les declara la guerra cada día, y contaban la semana pasada que quieren creer que el espíritu navideño pueda con el Scrooge económico que amenaza las ventas de este año. El cuento de Dickens en versión postpandemia.

Si bien es cierto que los datos del paro en la Comunidad reflejan que vamos saliendo poco a poco de ese descalabro mundial del PIB made in China por el que ningún organismo del establishment le ha exigido rendir cuentas (lo ocultaron, no se nos olvide), también lo es que quien cuenta las lentejas en casa sabe que con el mismo dinero, puede comprar muchas menos que antes.

De tenerlas que poner en la olla a partir de las doce de la noche para pagar tan sólo un 200% más que antes, pero ahorrar unos pocos euros a final de mes en la factura de la luz, ya ni hablamos.

La crisis energética, dicen, va a cambiar las prioridades de la gente. Se encarecerán y mucho los precios de la comida, derivados del alza de los de la energía y fertilizantes, y gastarse 250 euros en un teléfono móvil normalito dejará de ser tendencia. Comprar un buen besugo será más cool que hacerse un selfie. Al tiempo.

Y como el mercado es la gente y la economía dónde consideran que pueden hacer crecer su dinero y en qué consideran gastarlo, nacen así nuevas formas de negocio y de ganarse la vida, como la de los móviles reacondicionados. Con el tiempo, veremos a los principales fabricantes apuntarse a este carro, máxime con el problema de abastecimiento de materia prima para fabricarlos.

En este Matrix de película que vivimos desde hace dos años, los hay que se empeñan en contarnos que las cosas van mejor que bien, pero cuando vuelves a casa las cuentas no te salen. Es lo que tiene usar calculadoras diferentes. La matemática, que cuando le mete mano la política, se convierte en una chistera mágica.

Así, con los precios de todo por las nubes, muchos gobiernos creen que la solución más rápida para equilibrar esta pérdida de poder adquisitivo es obligar a los que dan empleo, a pagar más por las nóminas. Que no digo yo que no, pero que la letra pequeña, hay que leerla.

Invitar a otra ronda con el dinero de los demás, es siempre fácil. Pero a nadie le gusta ser el pagafantas de la economía de los otros.

Es de agradecer, que no todo va a ser malo, que no hayan convencido aún a la población con populismos de instituto, de que imprimiendo billetes seríamos todos ricos de los de a cien mil euros el kilo de pollo, cobrando cien mil euros de nómina.

La desbocada inflación que padecemos sale con su guadaña a hundir nuestros bolsillos sin hacer ruido hasta que nuestro sentido común se le enfrenta y en esa batalla gana siempre poner antes la calefacción que comprar un jersey nuevo. Los comerciantes dirán que pagan ellos el pato, pero el pato lo pagamos todos.

Y en medio de esta nueva vida desquiciada y tan bien orquestada para que no dé tiempo a pensar, el sector agroalimentario se convertirá en el problema y solución de la que se nos viene encima.

Ya no comeremos tan barato. Porque las energías ya no van a volver a serlo. Y para producir comida, es necesario, como con todo, emplear mucha energía. Y hasta que los tractores no se muevan con agua de alfalfa, seguirá subiendo la cesta de la compra.

Comer será más caro, pero seguirá siendo igual de imprescindible. Eso le confiere al sector agroalimentario un poder de negociación que le va a permitir toser al ministro que le dé la gana sin miedo a represalias. Eso, si antes no nos convencen de que lo que siempre quisimos, en realidad, fue sustituir el bocadillo de lomo por uno de saltamontes. Por la sostenibilidad, ya saben.

No podremos comer ordenadores, ni resiliencia ni transversalidad. Los estómagos se llenan con lo que el agricultor y ganadero producen. Y se nos había olvidado entre tanto gadget y ecofeminismo.

Lo que la pandemia se llevó nos dejó a todos a lo Escarlata O'Hara aprendiendo a entender la importancia de que quedara una zanahoria en el huerto. 

Juan Carlos de Margarida, presidente del Colegio de Economistas en la Comunidad, que tiene la capacidad de avisarte de que el barco se va hundiendo pero con ese tono amable que amortigua el alarmismo, comentaba ayer que quizá, sólo quizá, podríamos comenzar a pensar que eso de la globalización no va a sacarnos de ésta. 

Y que quizá, sólo quizá, debamos comenzar a pensar en apostar por la localización, por el comercio de cercanía y la protección a nuestras empresas como antesala para garantizar ese bien común llamado Estado del bienestar. 

Con 11,5 millones de pobres en España, se le hace a uno bola el trágala del Estado del bienestar. Y de la globalización. Y de lo inevitable. Y de la transversalidad de la democracia, y todos los conceptos que producen ese obsceno trasvase de euros de los bolsillos de los ciudadanos a los de quienes viven de la milonga.

Puede que estemos ante el fin de una época en la que tengamos que despedirnos de un sistema que, por lo finito de los insumos, giraba en torno al consumo. Ése que nos permitió vivir como nunca antes a más gente que nunca.

Ya lo dijo aquél: ahora tendréis menos de todo, pero seréis más felices.