Opinión

La ley trans y el cuarto rompeolas del feminismo

La ministra de Igualdad, Irene Montero, en la presentación de un ciclo sobre igualdad de género.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, en la presentación de un ciclo sobre igualdad de género. Europa Press

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La ley trans es uno de los focos de discordia entre el PSOE y Podemos que amenaza la estabilidad de la coalición, pero también es una muestra del ocaso del feminismo de cuarta ola, del que conviene recapitular algunas inconsistencias que no son para nada despreciables si queremos entender la polémica.

La primera es la presunta transversalidad del feminismo: se nos ha dicho que el feminismo defiende la igualdad efectiva entre hombres y mujeres y que el machismo es algo que amenaza a hombres y a mujeres por igual. Sin embargo esto es tremendamente falso, porque lo cierto es que el feminismo de cuarta ola no tardó en empezar a hablar de patriarcado, de “mansplaining” o de la exclusiva culpabilidad de los hombres en dicha desigualdad.

La conclusión ante esta inconsistencia fue que los hombres debíamos “deconstruirnos”, como una suerte de expiación por nuestros terribles pecados históricos, y que la lucha transversal de mujeres y hombres por la igualdad se había transformado en la lucha de las mujeres feministas contra los hombres, los vicarios del patriarcado por naturaleza.

La segunda inconsistencia es la presunta inclusividad del feminismo de cuarta ola. En un principio se hablaba de que todas las personas, más adelante mujeres exclusivamente, eran bienvenidas dentro del feminismo. Sin embargo, no tardaron en excluir a aquellas mujeres alejadas de la órbita de la izquierda socialista.

Empezamos a ver cómo este movimiento supuestamente inclusivo se dedicaba a tolerar los ataques a mujeres del centro o de la derecha como Inés Arrimadas, Cayetana Álvarez de Toledo o Begoña Villacís. Incluso utilizaron las diferencias, naturales entre individuos, como arma arrojadiza para iniciar una especie de “purga” en la que las feministas liberales, que recordemos fueron las precursoras del sufragismo y del feminismo de primera ola, no tenían cabida.

La tercera y más importante inconsistencia fue la presunta unidad del feminismo, que por supuesto siempre fue falsa. Esta falsedad se refleja muy bien en la actitud de Irene Montero, quien en los debates públicos hablaba de “movimiento feminista” (en singular) pero en su doctrina se refería a “feminismos” (en plural). De alguna manera, la utilización caprichosa de la supuesta unidad feminista servía como arma de doble filo tanto para tener la capacidad de excluir discursos que pudieran llevarle la contraria (como el feminismo liberal) como para contentar a las denominadas “feministas interseccionales”, que han tenido, digamos, una mala convivencia con las denominadas “feministas radicales”.

El efecto de estas inconsistencias es bastante claro: las feministas que hoy día se siguen adscribiendo a la cuarta ola son sólo mujeres y aliados, ya que en sus propias palabras los hombres ya no pueden subirse al carro; son única y exclusivamente de izquierdas, ya que no entienden que la lucha por igualdad deba ser un movimiento transversal y; están peleadas entre sí. Unas, como Carmen Calvo, prefieren ser pocas pero puras, mientras que otras, como Irene Montero, prefieren desde su “cisheteronormatividad” liderar movimientos a los que no pertenecen.

A pocos días del 8-M y con la ley trans encima de la mesa, el feminismo de cuarta ola parece acabado. Ya no es capaz de convencer a nadie que esté fuera de ese movimiento y tampoco es capaz de reconciliar a sus dos facciones más representativas. A fuerza de excluir y de pretender imponer una terrible visión del mundo, en la que los sexos y los géneros están constantemente en guerra, han conseguido aburrir a la sociedad, que cada día está más cansada de las disputas estériles.

Las pocas feministas que quedan harán con las personas trans lo mismo que hicieron con el resto de colectivos: las excluirán. Sin embargo, las personas trans deben entender que no dependen realmente del feminismo para defender sus derechos, que dichos derechos sólo se conquistarán mediante el consenso, y que no conviene despreciar ningún apoyo porque venga de un partido que no cierre filas con la actual izquierda. Si finalmente no hay ley trans, no vale lamentarse ni aislarse aún más, sino lo que hay que hacer es abrirse a la cooperación y al diálogo con aquellos a los que el feminismo también excluyó.

Más que nada porque los excluidos por el feminismo somos más, y en democracia son los números los que al final cuentan.