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Frente a la nostalgia del bipartidismo

Rivera y Casado pugnan por el liderazgo de la oposición.

Rivera y Casado pugnan por el liderazgo de la oposición. Efe

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Pasada la resaca electoral nos acercamos ahora al momento decisivo en que nuestra participación electoral se va a transformar en poder real y efectivo de tomar decisiones y ejecutar actos político administrativos. Ahora viene el momento de los pactos y de las coaliciones cada vez más generalizadas en la constitución de los gobiernos nacional, autonómicos y locales. Máxime cuando ya no hay dos grandes partidos que destaquen sobremanera sobre los demás, incluso aunque siga vigente la famosa Ley d’Hont. Señal inequívoca de que se ha terminado el bipartidismo que presidió durante décadas el sistema político surgido de la Transición, aunque algunos nostálgicos crean que se podría volver a él. Los que así piensan quizás saldrían de su error si conociesen algo de la propia Historia de España. Por ejemplo, lo que pasó con el Régimen de la llamada Restauración decimonónica.  

El bipartidismo de las últimas décadas ha fracasado, como fracasó el bipartidismo decimonónico. No porque lo hayan derrotado sus escasos y poco influyentes críticos, sino porque su estrategia era un craso error político. El error de la Restauración decimonónica, tal como lo analiza magistralmente Ortega en su libro La redención de las provincias, fue Cánovas quien se empeñó en dotar a España de una Constitución política a imitación del turno de partidos a la inglesa.

Pero España es muy diferente de Inglaterra y su cuerpo político acabó rechazando aquel régimen de imitación al producir los monstruos imprevistos de la oligarquía y el feroz caciquismo, como denunció Joaquín Costa. Cayó dicho Régimen, al no engranar con la España real (Ortega explica con mucha claridad porque se produjo el choque de la España oficial con la real en el libro citado), en una gran crisis para salir de la cual se necesitó el regeneracionismo del cirujano de hierro que pedía Costa, que se encarnó en las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. 

Fueron las dictaduras y la guerra civil males, dolorosos pero necesarios, para que como un fórceps se pariese con dolor la España industrializada y modernizada, sin la que no hubiese sido posible el actual sistema político. Esa situación no se dio ni en la Restauración decimonónica, ni en la IIª República, porque España era todavía un país preponderantemente agrícola y rural, la llamada “España de la alpargata”. El desarrollismo franquista cambió todo esto con una fuerte industrialización, la Seguridad Social, el crecimiento de las ciudades, el despegue espectacular del turismo, etc. No reconocer esto, como es habitual por los políticos de la Transición y actuales, que se presentan como anti-franquistas para así pasar por demócratas, más que una injusticia o un ejercicio de hipocresía, es un serio error de juicio. 

Restaurada de nuevo la Monarquía, por decisión del propio Franco, esta apoyó con decisión e inteligencia la llamada Transición a la Democracia. Con ello se abrió un nuevo proceso constituyente del Estado como había ocurrido en la época de Cánovas. Ahora se eligió, por los que elaboraron la actual Constitución, un modelo bipartidista de nuevo, facilitado por la Ley d’Hont, pero que ya no seguía el modelo de la centralista democracia inglesa, sino el modelo federalista alemán. España se descentralizaba con las Autonomías como equivalentes de los Länder alemanes.

En principio la división Autonómica, tal como la diseñaron Torcuato Fernández-Miranda y Suarez, se inspiró en las propuestas de Ortega, en sus discursos en las Cortes republicanas en las que distinguía entre Federalismo y Autonomismo como cosas opuestas, pues el primero parte de Soberanías nacionales separadas y el segundo solo parte de una única soberanía indivisible, pero que se puede descentralizar por traspaso de Competencias que siempre se pueden retirar si se utilizan indebidamente. Aunque Torcuato no parecía partidario de generalizar las Autonomías, Suárez introdujo por razones tácticas el llamado “café para todos”. En esto coincidía con el propio Ortega, que también concibió la generalización de las Autonomías para neutralizar al separatismo catalán o vasco.

Pero la llegada de los socialistas al poder en 1982 interpretó las Autonomías, no como un fin estabilizador de los conflictos territoriales españoles, sino como un medio para llegar al Federalismo, a imitación de Alemania. Los socialistas, tal como se ve ahora, no seguían a Ortega, sino al Federalismo basado en el confuso concepto de España “nación de naciones” elaborado por un tal Anselmo Carretero. Así se fue desarrollando una deriva en la que, en lugar de fortalecer el modelo Autonomista de creación filosófica orteguiana, se abrió paso de nuevo una imitación de la nueva España oficial que choca con la España real, que está empezando a despertar para hacer frente al proceso de Secesión abierto por Cataluña y alentado por otras Comunidades Autónomas  como el País Vasco, Baleares, Valencia, etc.