Congreso de los Diputados, a 28 de octubre de 2025

Congreso de los Diputados, a 28 de octubre de 2025 Europa Press

Prohibido hacer metáforas: los peligros del lenguaje figurado

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Text: Autor: Irene López Cortijo

Recuerdo la primera vez que vi Fahrenheit 451 en un cinefórum. Salí de la sala de cine satisfecha y considerando leerme la novela, aunque no era una lectora asidua de distopías. Siempre había necesitado de la verosimilitud para conectar con el argumento, así que la ciencia ficción no era lo mío. Yo le tenía más miedo a Los lunes al sol, de Fernando León de Aranoa. Me parecía descabellado aquello de hacer piras con los libros, así que no me asustaba, si bien la censura de obras literarias ha sido un fenómeno frecuente a lo largo de la historia. La peor no es la institucional, esa que obliga a ocultar manuscritos en los anaqueles de almacenes angostos y polvorientos, sino la autocensura: todas esas obras que nunca llegan a realizarse por miedo al escarnio público; esas no podrán ser rescatadas cuando caiga el régimen dictatorial de turno.

En cualquier caso, no es ninguna novedad que la literatura pueda ser considerada peligrosa. Ya nos lo recordó Umberto Eco con El nombre de la rosa, o también la paranoia que suscitó el hecho de que varios asesinos en serie tuvieran entre sus posesiones un ejemplar de El guardián entre el centeno antes de perpetrar el crimen. En El infinito en un junco (Siruela, 2019), la laureada obra de Irene Vallejo, la autora dedica unas páginas a reflexionar sobre este fenómeno.

Parece ser que, una vez más, la realidad supera la ficción y para muestra la última proposición no de ley de nuestro Gobierno: prohibido hacer metáforas. No se podrá utilizar la palabra “cáncer” en sentido metafórico, es decir, de forma peyorativa. Alegan que puede resultar dañino psicológicamente para los que padecen esta enfermedad. Lo que a priori parece un titular sacado del diario satírico El Mundo Today, resulta todavía más llamativo por la positiva acogida que ha tenido entre los diputados en términos generales, con 307 votos favorables, 33 negativas y 6 abstenciones. ¿Cómo es posible que hayamos normalizado que utilizar el lenguaje figurado pueda ser dañino de forma alguna?

Hace poco leí una columna que no era más que un relato tibio sobre el bien morir. Hablaba del arte de morir bien, es decir, de forma rápida e indolora, sin padecer ni hacer sufrir más de lo necesario a los familiares. La autora especificaba que este es un arte que no todo el mundo puede aprender. La metáfora era clara: no se puede aprender porque nadie elige cómo muere. Básicamente, cuando decía que “admiraba” a quien moría bien, quería decir que lo envidiaba. Sin embargo, el mensaje no caló con claridad entre los lectores a juzgar por los comentarios que se sucedían en el correspondiente post de Instagram. Unos increpaban al periódico por haber permitido que se publicase un artículo que se reía de quienes tienen la desdicha de afrontar una muerte lenta y dolorosa, otros la llamaban desalmada, algunos incluso se ensañaban con insultos poco originales.

Nos hemos acostumbrado a la literalidad de tal manera que, cuando nos señalan la luna, nos quedamos mirando el dedo. No somos capaces de abstraernos, de captar la idea general, el propósito del texto. De esto se han dado cuenta nuestros políticos, siempre mucho más atentos a las tendencias sociales de lo que pensamos. Preocupados por los futuros resultados electorales, a sabiendas de cómo nos las gastamos con estas nuevas sensibilidades, son muy conscientes de que cualquier medida maniquea y de difícil aplicación puede tener un resultado positivo y funcionar como cortina de humo, así como reforzar su imagen como reyes de los buenistas: estamos aquí por y para protegeros de las palabras, siempre tan peligrosas, faltaría más.

Esta proposición no de ley es el ejemplo más claro de que siguen siendo necesarios los comentarios de texto en los institutos y seguir leyendo a los clásicos. ¡Qué diría Quevedo de todo esto! No nos equivoquemos: el insulto está en la intencionalidad, no en las fórmulas usadas. Amenazar con el peligro que entraña utilizar esta o aquella palabra y acotar el uso del lenguaje de manera artificiosa es una artimaña que, aunque pueda parecer inocua o incluso hilarante, refleja un futuro distópico (y esta vez sí que da miedo). Una sociedad que no sabe usar metáforas —o entenderlas— es una sociedad mucho menos libre. Obligarnos a sucumbir a la literalidad es atarnos los pies con cadenas verbales.