En el deporte escolar, especialmente en las categorías más pequeñas como benjamines o alevines, el árbitro no es solo un juez. Es, aunque no lo haya firmado, un educador. Su silbato no solo marca infracciones del reglamento: también modela actitudes, enseña límites, transmite valores. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, actúa como si no lo supiera. O peor: como si no le importara.

En muchos partidos escolares, el árbitro parece estar allí por castigo. Apenas se mueve, pita con desgana, no explica, no corrige, no se involucra. A veces ni se esfuerza en aplicar las normas básicas del juego. Es una queja recurrente entre entrenadores, familias y, lo más preocupante, entre los propios niños y niñas.

El problema está en una lógica equivocada: pensar que arbitrar escolares es una tarea menor. Muchas federaciones de muchos deportes asignan estos partidos a los más inexpertos, incluso a los que están en fase de prácticas. Como si no merecieran la misma seriedad que un encuentro de categoría superior. Como si los niños no se dieran cuenta.

Pero se dan cuenta. Y lo que aprenden no es solo a jugar, sino también a interpretar el valor que los adultos le dan a su esfuerzo. Si el árbitro no se toma en serio el partido, ¿por qué deberían hacerlo ellos?

Este enfoque es un error doble. Primero, porque subestima el impacto que tiene el arbitraje en la experiencia deportiva de los más pequeños. Y segundo, porque transmite un mensaje contradictorio: se exige respeto hacia los árbitros, pero se les envía a la pista sin preparación y, a veces, sin ganas.

Un árbitro que se toma en serio su papel en un partido escolar no solo aplica el reglamento. También enseña a esperar turno, a aceptar errores, a jugar limpio. Puede corregir sin humillar, explicar sin interrumpir el juego, calmar sin imponer. Es una figura de autoridad que, bien ejercida, educa tanto como el entrenador.

Por eso, las federaciones deberían invertir el criterio: los partidos de niños no son para los novatos, sino para los más preparados. Para quienes entienden que están formando, no solo pitando. Para quienes saben que un fuera de juego mal señalado puede olvidarse, pero una humillación o una injusticia mal gestionada puede quedarse grabada.

Y esto es aún más importante cuando hablamos de niñas. En los últimos años, muchas campañas intentan frenar un fenómeno preocupante: el abandono del deporte por parte de las niñas al llegar a la adolescencia. Se habla de estereotipos, de falta de referentes, de presión estética. Todo eso es cierto. Pero hay un factor del que se habla poco y que también cuenta: la experiencia deportiva en la infancia.

Cuando una niña deja el deporte a los 13 o 14 años, rara vez lo hace de golpe. Lo hace después de años acumulando pequeñas decepciones: un entrenador que no la mira, unos padres que le gritan desde la grada, un entorno que no la toma en serio… y sí, también un árbitro que no se esfuerza, que no explica, que no escucha.

Las niñas, además, enfrentan una presión añadida: deben demostrar que “valen” para un espacio históricamente masculino. Cuando el arbitraje es laxo o injusto, esa presión se multiplica. Si una falta no se pita, si una protesta no se escucha, si una actitud agresiva del rival no se corrige, la sensación de desprotección crece. Y con ella, las ganas de irse.

Un estudio del Women’s Sports Foundation ya advertía de que las niñas abandonan el deporte a un ritmo mucho mayor que los niños, y que una de las claves para retenerlas es crear entornos seguros, justos y motivadores. El árbitro, aunque no lo sepa, es parte esencial de ese entorno.

Imaginemos lo contrario: un árbitro que explica, que corrige con respeto, que se toma en serio cada partido, aunque sea de benjamines. Ese árbitro puede marcar la diferencia entre una niña que se va frustrada y una que vuelve con ganas. Entre una experiencia que se quiere olvidar y una que deja huella positiva.

Si las federaciones piden (y con razón) que se respete a los árbitros, deben empezar por respetarlos ellas. Y si queremos que las niñas sigan en el deporte, debemos cuidar cada detalle de su experiencia. Porque a veces, lo que parece un simple partido de sábado por la mañana es mucho más que eso.