Hay expresiones que envejecen mal. Las escuchas muchas veces en tu infancia y van muriendo por inanición y desuso, pasando a formar parte del conjunto de consejos nunca solicitados y, por ende, inútiles desde la raíz. Normalmente, no notamos la ausencia de estas indicaciones bienintencionadas hasta mucho tiempo después, cuando uno se escucha a sí mismo pronunciándolas al borde de la dimisión de la crianza o alguien las convoca en un mundo paralelo, casi cuántico, como aquella escena de “Interestellar” en la que el pasado y el futuro merodeaban al mismo tiempo en una librería de pared, pero no llegaban a encontrarse.
“Es por tu bien” forma parte de ese universo inquietante y en desuso pasada la infancia en el que un adulto decide cuál es el bien para otro con el objetivo de salvarlo de sí mismo y guiarlo hasta la meta que no ha elegido la víctima de su protectorado. Pocas expresiones tienen tanta carga emocional acumulada y justifican con mayor paternalismo la invalidación del deseo ajeno. Además, ¿quién podría rechazar un consejo en nombre de su bien, sea o no el bien que desea, sin parecer un cretino?
No es lo mismo madurar que envejecer, y ése es uno de los trampantojos más inquietantes que nos sirve la vida conforme crecemos. Envejecer es ley de vida, un acto irremediable y poco heroico, salvo en situaciones extremas, que también las hay. Y madurar se parece mucho a lo que cuenta a veces mi amiga Paula cuando hablamos de las cosas que nos pasan y, también, de las que no nos pasan, como el euromillón al que le tenemos tanta fe que esperamos que nos toque incluso cuando no lo compramos.
Ella dice que todo empezó aquel día, no recuerda si era lunes o tal vez domingo, en el que se reconcilió con lo que es la vida cuando se desnuda de todos los trajes con la que la vestimos.
Fue en la cocina de casa de sus padres: su madre encorvada, recogiendo los platos; su padre al lado, hablando de arreglar el tejado ese verano y de los planes del día siguiente. Cuenta Paula que cuando su padre la miró le pareció notar en sus ojos un parpadeo fugaz de humanidad y auxilio. Aquel hombre que no dudaba nunca, que tantas veces la recogió y la llevó a algún lugar seguro en el sentido más amplio de la palabra; parecía ahora incluso más delgado y pequeño en la cocina de la casa de su infancia.
Su padre le pedía consejo sobre qué hacer con el tejado y con el día siguiente. Así, como si nada. Y en mitad de aquella sobremesa de diario, todavía las migas de pan sin recoger y los niños discutiendo en el salón, mi amiga se dio cuenta de que sus padres no eran sus padres, sino un hombre y una mujer terriblemente cansados que llevaban toda la vida haciendo lo que podían.
Y entonces ya no pudo juzgarlos nunca más ni pensar en el bien como algo redondo y predestinado.
Llegar a este punto de tregua y rendición con las expectativas es como entender que el amor no todo lo que puede o que las cosas que terminan no siempre lo hacen por lo que hacemos o por el esfuerzo que ponemos en ellas; si no por lo que somos o necesitamos ser.
Escuchar, a cierta edad, que alguien te hace una recomendación por tu bien es como que te manden a pasear al perro o a tirar la basura cuando esperas un baile en el pasillo. Es brindar con agua un día de celebración y darse cuenta de que andamos tan escasos de cómplices que cuesta recordar aquellos días en los que no faltaban las ganas.
Puede que el bien y el mal como conceptos universales ayuden a educar en cierta forma, pero nunca deberíamos intentar aleccionar a aquellos con los que envejecemos y compartimos una vida consciente. Habrá que asumir que basta con intentar educar a quienes traemos al mundo y esperar que, algún día, nos perdonen también por todos esos consejos que les dimos por su bien en una sobremesa de cuchara y mantel.