Está maquillado. Mucho. ¿Es un error? No, es un mensaje.

En las dos comparecencias ante los medios de Pedro Sánchez sobre el escándalo de corrupción que golpea al PSOE -primero el día 12 tras conocerse el informe de la UCO y después, el 16 de junio, tras la reunión con su ejecutiva- un detalle ha llamado la atención: el excesivo maquillaje de los pómulos del presidente.

La imagen de Sánchez no era casual, esas sombras marcadas transmiten preocupación, cansancio, enfado, víctima… Buscaba que el espectador viera a un hombre afectado por la situación, pero firme. Un rostro aparentemente abatido busca empatía y ahí es, precisamente, donde el votante debe aprender a mirar más allá de lo evidente. Amigos y amigas, esto es comunicación política en estado puro.

El maquillaje político —en sentido literal— forma parte de la escenografía desde hace décadas, en especial desde que los debates electorales se televisan. El caso paradigmático fue el primer debate televisado de la historia entre John F. Kennedy y Richard Nixon en EEUU (1960). Nixon, visiblemente enfermo, sin maquillaje, pálido y sudoroso, apareció preparado para la radio. Kennedy, en cambio, bronceado, maquillado, con traje oscuro y camisa blanca, se presentó como la imagen fresca del futuro. Los que lo escucharon por radio creyeron que Nixon había ganado el debate, mientras que quienes lo vieron por televisión dieron por vencedor a Kennedy. Aquello marcó un antes y un después en la política mediática.

Pero el maquillaje político no es solo una cuestión de polvos y colorete. En su sentido figurado, alude a toda una estrategia de comunicación política orientada a camuflar la realidad, alterar percepciones y moldear relatos. Y aquí es donde entra en juego la semiótica.

El estudio de los signos nos invita a dedicar nuestra atención en elementos como los colores, la colocación de las banderas, los silencios, los gestos, la ropa… Las estrategias de maquillaje político son utilizadas por todos los partidos. Sirven para disimular tensiones, para construir relatos favorables o para desviar el foco.

El problema surge cuando estas estrategias dejan de ser un complemento para convertirse en el núcleo del mensaje. Cuando la política se convierte en espectáculo —lo que muchos llaman “politainment”—, la puesta en escena devora al contenido. La gestualidad reemplaza al argumento. El maquillaje tapa el vacío de ideas o la incoherencia entre palabras y hechos.

Por eso, el estudio de la semiótica permite descifrar los mensajes ocultos o implícitos que hay detrás de lo que un político dice o hace. Permite detectar las inconsistencias, las trampas del relato, las contradicciones entre el contenido y el envoltorio.

El desafío para cualquier líder político es mantener el equilibrio entre forma y fondo. La comunicación importa, pero no puede sostener una reputación a largo plazo si no está anclada en hechos. La coherencia entre el mensaje y la acción sigue siendo el principal capital reputacional de cualquier dirigente. En el caso de Pedro Sánchez, esta estrategia tiene un componente aún más delicado. Su liderazgo se ha construido en buena parte sobre un relato de regeneración y limpieza frente a la corrupción, un pilar esencial en su imagen pública desde la moción de censura que lo llevó al poder. Ahora, con los casos que salpican al PSOE, la narrativa anticorrupción ha perdido fuerza. Y cuando el relato se cae, no hay maquillaje que aguante el rostro del poder.