Me pongo a escribir la columna. Café del bueno, del caro, me lo ha traído Arancha, de propio, como decimos en Aragón. Arancha lleva la frutería de Ateca y lee novela negra entre cliente y cliente. A veces comparto los libros que me llegan para reseñar. Tengo un pequeño tejido de vecinos en el pueblo que me ayudan con las propuestas editoriales. Leen y comentamos.

Arancha me dice que el café es un poco caro, pero yo le digo que merece la pena. El café está caro, casi como en los tebeos de Zipi y Zape que leía de crío. Y eso que esas historias ya estaban anticuadas y hablaban de achicoria y Carpanta soñaba con los pollos asados.

El café está caro, así que le pongo un poco más de agua de la que marca el nivel de la cafetera italiana y no alcanzo el borde en la parte del molido. Después de dos años parece que empezamos a cobrar los complementos por ser jefes de departamento. Algún tebeo más me compraré. Veinticuatro meses y encima habrá que dar las gracias. Siempre hay que dar las gracias, de todos modos. Es parte de mi misión: si no consigo que factoricen polinomios que, al menos, sean agradecidos y se porten bien con sus padres. Mis alumnos digo.

Cada vez hay menos, pero también cada vez es todo más complejo. Vamos sobrados de papeleo y escasos de medios. Mi compañera está de baja y yo me encargo de sus chicos y de los míos, de sus notas y de las mías. El Gobierno de Aragón no ha mandado a nadie para sustituirla. Es parte del trabajo. Al menos tenemos pediatra. Al menos si mi hijo se enciende de fiebre sé que alguien me recetará el Apiretal y me ofrecerá tranquilidad. Necesito más tranquilidad que paracetamol. Así somos los padres.

Me sentaba a escribir la columna y el café se elevaba como un géiser justo cuando llamaban a la puerta. ¿Sí, espere, ahora voy? Apago la vitrocerámica, se corta el proceso, me lo beberé igual, al precio que está, cualquiera se lo deja sin beber. Si sobra irá al termo. Para esta tarde, en el parque, para esta tarde, con las calificaciones de junio.

Una señora pregunta por mi suegra y me pide un euro para el Sagrado Corazón de Jesús. Yo, que parezco todavía un urbanita atontado, me doy cuenta de que no tengo ni una moneda. No le pregunto si lleva datáfono porque no soy ababol. Así que, otra vez como en los tebeos de Escobar, agarro un cuchillo y escarbo en las cerámicas entrañas del cerdo-hucha de mi hijo. Román, menos uno. Papá con su estampita. Todos más o menos felices.

No sé el porqué, pero le doy un beso a la imagen y le pido por todos. Por todos vosotros que me estáis leyendo y estáis haciendo el aguante con la vida. Los que pensáis que Occidente no es un monstruo de barbarie, los que consideráis que, si todos hablamos un mismo idioma, lo normal es hablarlo, porque somos educados, no miserables. Por los que se os cae la cara de vergüenza cuando escucháis las declaraciones filtradas de Pepe Gotera y Otilio(a) y por los que lleváis una semana sin escuchar las explicaciones de nuestro presidente matemático, Pedro Sánchez, que hace bromas con 'La Revuelta', con el Falcon y se prepara para ver a Love of Lesbian.

Pedro, escucha, el pueblo te necesita. Otro sorbo al café y pienso que debería pedir por los que sufren de verdad, enfermos y hambrientos, asesinados en Nigeria o Siria, asesinados por la guerra en Gaza, pedir por los ejecutados el ocho de octubre, por los que siguen prisioneros de los terroristas de Hamás, pedir que los liberen. Quizá ese sería un primer paso. Pido también por los que no creen en blancos y negros, los que están en los grises, pido por los hijos y las hijas. El café está frío, la columna terminada. Toca empezar a preparar la comida. La rutina nos salvará. Es el amor más profundo, la paz más duradera.