Cada año, miles de jóvenes se enfrentan a la temida prueba de acceso a la universidad con una mochila cargada de apuntes, nervios… y una presión descomunal. No solo se juegan una nota. Se les dice (y se lo creen) que están a punto de tomar la decisión más importante de su vida: elegir qué estudiar. Como si de esa elección dependiera todo lo que serán, harán y lograrán. Como si una casilla mal marcada en la preinscripción pudiera condenarlos para siempre.

Pero aquí va un mensaje que no suele aparecer en los folletos de orientación académica: tranquilos, no es para tanto.

Sí, es una decisión importante. Pero no es definitiva. Ni siquiera es un tatuaje, ni una hipoteca, ni un matrimonio con cláusula de permanencia. Es una elección que puede cambiar, evolucionar y adaptarse. Y lo más importante: no define quién eres ni lo que vales.

La vida profesional no es una línea recta. Es más bien un mapa lleno de desvíos, atajos, rotondas y caminos secundarios que a veces llevan más lejos que la autopista principal. Hay ingenieros que terminan siendo músicos, filólogas que fundan startups, biólogos que se convierten en guionistas. Y no, no es porque “fracasaron” en su carrera inicial, sino porque descubrieron otras pasiones, otras habilidades, otras oportunidades.

Y aquí viene una de las frases más repetidas en esta época: “Elige una carrera con salidas”. Como si las salidas estuvieran en el título del grado y no en la persona que lo estudia. Como si el éxito profesional fuera una consecuencia automática del plan de estudios.

Salvo contadísimas excepciones, la realidad es otra: no existen carreras con salidas, existen personas con salidas. Personas que saben adaptarse, que aprenden rápido, que piensan con criterio, que se comunican bien, que resuelven problemas. Personas que, independientemente de lo que estudien, encuentran su sitio. O lo crean.

Y eso no lo garantiza ninguna nota de corte. Lo cultivan otras cosas: la curiosidad, la creatividad, la capacidad de trabajar en equipo, el pensamiento crítico. Habilidades que, por cierto, no siempre se enseñan (ni se valoran) en el sistema educativo.

El sistema actual empuja a los jóvenes a competir por décimas, a obsesionarse con rankings, a elegir carreras por miedo y no por vocación. Se les exige que decidan su futuro cuando apenas han empezado a vivir. Y eso genera ansiedad, frustración y, en muchos casos, decisiones equivocadas.

¿Y si en lugar de presionarles con notas disparatadas, les ayudáramos a conocerse mejor? ¿Y si en lugar de preguntarles “qué vas a ser”, les preguntáramos “qué te interesa, qué te mueve, qué problema te gustaría resolver”?

Porque al final, lo que más falta hace en el mundo no son titulados en tal o cual carrera, sino personas capaces de pensar, de imaginar, de construir. Y eso no se mide en selectividad.

La mayoría de los trabajos que hoy existen no se parecen en nada a los de hace 20 años. Y muchos de los que existirán dentro de 20 años aún no se han inventado. En ese contexto, lo más inteligente no es formar especialistas en lo que hoy “tiene salida”, sino formar personas que sepan reinventarse.

Por eso, más que elegir bien una carrera, lo importante es aprender a aprender. Saber equivocarse, rectificar, explorar... Tener herramientas para adaptarse a un mundo cambiante. Y eso empieza por quitarle dramatismo a una decisión que, aunque importante, no es definitiva.

Elegir carrera no es elegir tu destino. Es solo un paso más en un camino largo, lleno de bifurcaciones. No hay una única vía correcta. Hay muchas formas de llegar lejos. Y ninguna empieza con ansiedad.

Así que, si estás haciendo las pruebas de acceso a la universidad o tienes que decidir qué estudiar, respira. No estás firmando tu futuro. Estás empezando a escribirlo. Y lo más emocionante es que aún no sabes cómo va a terminar.