Vuelvo estos días a “Creep”, la canción de Radiohead. “I’m a creep, I’m a weirdo”. What the hell am I doing here? I don’t belong here" ("Soy un inadaptado, un raro. ¿Qué diablos hago aquí? No encajo en este lugar”). Para algunos, el tema es un tributo del rock alternativo al desencanto y, para otros, una historia de desamor, inseguridad y deseo no correspondido, sobre todo en el plano del amor propio. Suban el volumen, no se corten. Él o ella querían ser vistos, querían ser especiales. Como todos. No hay nadie que no busque la validación y el afecto, y que no los intercambie por otros cromos si no los encuentra.
Dicen que todos nuestros traumas empiezan en la infancia; y que de ahí crecen heridas y tiritas que, con los años y los daños, nos hacen ser capaces (o no) de lidiar con el rechazo, de encajar en la sociedad y de renunciar a hacerlo cuando duele, aunque se nos quede el alma más vacía que una casa en época de mudanza.
Andamos por la vida con un boquete entre pecho y garganta. Buscando estímulos. Algo liviano. Algo fácil para apagar el ruido e ir lidiando con las consecuencias de vivir vidas y situaciones que ya no nos caben en las costuras. Pero el ruido centrifuga desde dentro. Por eso pienso que “Creep” está más vigente que nunca en esta sociedad de insatisfacciones y realidades paralelas al otro lado de la pantalla del móvil, de abusos escolares y de tantas disociaciones a las que nos sometemos para intentar encajar o, al menos, resistir.
Entre ellas, la infección que cada día se come la seguridad de muchas de las mujeres que conozco. Mujeres trabajadoras, inteligentes, voluntariosas y extremadamente pacientes con la crueldad ajena. Mujeres que quieren hacerlo bien, obedecer, cumplir, estar a la altura y ser listas sin molestar.
El precio que se acaba pagando es el de la desconexión de la propia intuición, la aversión a la ambición y la lucha por la propia validación. Y el terror íntimo, ficticio y constante, de que descubran que no sabes, que no vales lo que dicen y que no debes ocupar la silla que ocupas. La sensación de insuficiencia permanente, incluso cuando no hay lógica ni evidencias que sostengan ese sentimiento que alguien bautizó como síndrome de la impostora.
Y, mientras, al lado de cada mujer hay una niña de 8 años que la mira desde el borde de la cama de la habitación en la que crecieron, como si hubiera pasado una eternidad desde la última vez que se sintieron suficientes. Mi niña de 8 años se juró que nunca sería secretaria porque creía que en ningún otro trabajo tendría que obedecer tanto ni tantas veces a lo largo del día. A veces pienso qué queda de nosotras, y cómo hemos aprendido a elegir algunas batallas para no perdernos del todo.
No quiero ser injusta. Hay hombres fabulosos, e incluso también los hay que sufren el síndrome del impostor. Cuentan que Cicerón se lamentaba en sus cartas de no ser lo que parecía ser ante los ojos del pueblo romano; y que el mismo Julio César lloró amargamente a los pies de la estatua de Alejandro Magno mientras reconocía: “A mi edad, Alejandro ya había conquistado el mundo.”
Pero, en el caso de las mujeres, la epidemia es patente. Y frustrante. Conozco a mujeres que llevan años sosteniendo la cordura y la economía de sus familias y que cuidan a sus padres gravemente enfermos mientras ellas mismas están sometiéndose a un tratamiento contra el cáncer. Mujeres que han llamado a la puerta del infierno para ayudar a un hijo si ha hecho falta; que han soportado dobles y triples jornadas dentro y fuera de casa; que han emprendido, han triunfado y han fracasado y vuelto a empezar. Han tendido puentes cuando todo estaba perdido y han perdonado lo imperdonable por no causar un problema. Han callado para proteger la paz, han mentido para hacer digerible la verdad y han dicho la verdad aun cuando sólo recibían oscuridad. Ustedes no saben lo insoportable que es escucharlas decir, cíclicamente, que se sienten un fraude. Un fraude total.
Como si lo que no fuera un fraude total es intentar encajar en un mundo tan desconectado de su propósito como deshumanizado.