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. Marcos Moreno

LA TRIBUNA

Una España sin conductor

El autor reflexiona en su confinamiento sobra la epidemia y la democracia, haciendo un repaso memorístico por sus lecturas.

14 mayo, 2020 02:13

Van a dar las ocho. Me voy a Laudes. He salido al balcón, a una noche casi tibia, de una primavera perdida, a una noche de comunicación… también perdida. Ventanas vacías, balcones cerrados, silencio y soledad. ¿Estarán todos muertos? Doy doce palmadas en andante maestoso, doce palmadas que resuenan como tiros de pistola. Todo permanece igual. Definitivamente: Alles Tot, como canta el rey Marke.

No sé qué me cabrea más, si el puñetero virus, el encierro forzoso o la aparición reiterada de nuestros gobernantes en su patético intento de explicar lo inexplicable. Así pues, apago la tele, me olvido de la infección e intento aprovechar el retiro para pensar en rarezas y extravagancias. Como nos repetía mi viejo profesor de Historia: “Saber es relacionar”.

Esta guerra sanitaria, como la llaman nuestras autoridades, deja a las otras guerras como una reyerta de bandas latinas. Eso me produce una sensación de intranquilidad, de premura por saber más sobre el qué y los porqués. En este trance, te acuerdas de cosas extrañas, teorías que en un día te sorprendieron y distrajeron. Comienzas, en la soledad de tu celda, un alocado intento de encadenar hechos, ideas y rarezas.

Pienso en las teorías de Gea, la tierra, la vieja Gaia de los antiguos griegos, la diosa madre de titanes, cíclopes y hombres. La Hipótesis Gaia (Lovelok y Margulis), ésa que manifiesta que la tierra es un ser orgánicamente vivo, con reacciones imprevisibles a la agresión. Si en este momento nos preocupase el cambio climático, sería oportuno investigar en ese sentido. No parece que el origen del coronavirus esté motivado por un cabreo de la señora.

El que los grandes virus (sida, las gripes chinas, Covid-19 incluido) tengan su origen en la zoonosis, permitiría la locura de pensar que, llevados por un instinto de supervivencia, como Leónidas y sus trescientos, los animales hayan utilizado su cuerpo como portador de un arma de exterminio contra el hombre depredador.

Esas esferitas víricas con pinchos, cual asteroides, tal vez se pudiesen estudiar en su comportamiento con la mecánica cuántica: Heisenberg, su indeterminación y todo ese galimatías… Pero confieso que no tengo, ni he tenido nunca, cabeza y codos para meterme con semejante acertijo.

Se ha amortiguado, casi ha desaparecido, el liderato de las elites de la 'inteligencia' y del conocimiento

También me viene a la mente otro sabio, de cuyo nombre no puedo acordarme, que mantiene para el futuro una especie de simbiosis hombre-máquina: el ciborg. Me recuerda al viejo Golem de Praga y al Dr. Frankenstein. Lamento, en estas circunstancias cartujanas, no disponer de su bibliografía. Aunque fuese inútil, sería un buen pasatiempo.

Al hilo de estos pensamientos he recordado viejas lecturas y viejas polémicas: el futuro de la inteligencia artificial. Son abrumadores los objetivos alcanzados por las máquinas. Algunos personajes notables, Hawkins entre ellos, han manifestado sus temores frente a nuestra convivencia con las máquinas del futuro. Pero el futuro ya ha comenzado y me temo que no nos hemos dado cuenta.

En los modernos y grandes ordenadores, los programadores nominales se parecen a los fogoneros de la General: palean ingentes cantidades de datos a una máquina que, como Groucho, no cesa de reclamar: “¡¡¡Más madera!!!”. Esto significa que los auténticos programadores somos todos nosotros, aunque da la impresión de que los ordenadores se autoprograman. Esa masa de datos y la enorme capacidad de relacionarlos redunda, sin duda alguna, en conocimiento.

Mi suposición es la de que estos ordenadores son capaces de conocer el inconsciente de las masas de población que abarcan. Algo que supone conocer el instinto del colectivo, su tabla de valores, etc.

En la toma de decisiones de políticos, financieros y consultores en general, el ordenador, el portavoz de la parte menos racional del colectivo, adquiere un protagonismo peligroso y deprimente.

Se ha amortiguado, casi ha desaparecido, el liderato de las elites de la inteligencia y del conocimiento. Las hemos sustituido por el dominio del instinto, no de la razón, sino del rebaño. Algo parecido denunció Sócrates y le dieron matarile. No se moleste el lector por lo que voy a decir: la democracia es proclive a prostituirse. En el momento en que el pueblo no exige la excelencia para la elección de sus conductores...

*** José María García-Mina Tuero es químico.

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