Portugal celebró elecciones generales el pasado 10 de marzo con el resultado por todos conocido: una victoria por la mínima del centroderecha, una caída grande de los socialistas y una espectacular subida de la extrema derecha que dejaba un panorama ingobernable.
Ante esa tesitura, el Partido Socialista (PS) del caído ex primer ministro António Costa se abstuvo en los primeros compases legislativos para que la legislatura del primer ministro Luis Montenegro echara a andar. Esto es, el centroizquierda facilitando un Gobierno de centroderecha que había quedado primero en las elecciones para que no hubiera de apoyarse en la extrema derecha de Chega.
Los ecos españoles eran claros, y el famoso "menos mal que nos queda Portugal", más habitual en personas progresistas, cambió de bando y fue reivindicado por muchos conservadores que afeaban (a través del elogio a los socialistas portugueses) el comportamiento de sus hermanos ideológicos españoles.
Pero hay mucho de autoengaño en esa percepción. Porque fue Costa el primero que, pese a haber quedado segundo en las elecciones de 2015, pactó con formaciones a su izquierda un gobierno despreciado en sus inicios como "la jerigonza", pero cuyos resultados llevaron a los socialistas a un resultado incontestable cuatro años después.
Esto es, si el nuevo líder no ha pactado con su izquierda era, sencillamente, porque no le alcanzaba la suma. No hay una moral portuguesa que nos falte aquí. Es política, y las cartas con las que han jugado unos y otros son distintas.
Es bien sabido que los socialistas disfrutaban de una sólida mayoría absoluta hasta que un supuesto escándalo por corrupción en el círculo íntimo de Costa llevó al entonces primer ministro a dimitir, y al presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa, conservador, a convocar elecciones pese a las recomendaciones de que era mejor nombrar a otro primer ministro socialista, al menos hasta que se aclarara el caso.
Estos días hemos conocido que los jueces que instruyen el caso han desmontado la investigación de los fiscales, que ven infundada y chapucera. Han levantado las imputaciones y las medidas cautelares a los acusados y han dejado con el rostro desencajado al presidente Rebelo de Sousa.
El gobierno portugués cayó y cambió de signo debido a esa nefasta actuación de los fiscales, que incluso llegaron a sugerir que el propio António Costa estaba implicado porque aparecía en muchas de las conversaciones interceptadas a los sospechosos.
Pero, en realidad, estos se referían al ministro de Economía, del mismo nombre, que por razones obvias tenía que aparecer en negociaciones relativas a proyectos de inversión o adjudicaciones.
Lo que no tiene remedio es el cambio en el Ejecutivo, ni haber abierto la puerta a una extrema derecha que, con 50 diputados, es la tercera fuerza en el parlamento luso tras moverse como pez en el agua en una campaña dominada por el barro de la supuesta corrupción.
Rebelo de Sousa, el presidente, sin sonrojo, ha acertado a decir que, ahora que Costa está libre de sospecha, será un gran candidato a la presidencia del Consejo Europeo tras las elecciones europeas de junio. Un presidente involuntariamente orteguiano, como si Portugal fuera el problema y Europa la solución.
Así que, lejos exclamar con melancolía que "menos mal que nos queda Portugal", miro entre asombrado y triste lo que ocurre en la política de un país que adoro y admiro, pero al que ahora mismo no querría parecerme, y mucho menos imitar.