El anillo en la copa, la lista de todo lo malo que se quema para dejarlo atrás, la pierna levantada como una garza para empezar el año con el pie derecho y las uvas, doce como las campanadas, corriendo, corriendo para conjurar la suerte.

Hoy te las tomas con tu hijo confinado en su habitación de niño, con una puerta de por medio. Tan raro. El bicho. 

Se acaba un año, empieza otro.

Propósitos que caducan a la semana, la ilusión de que mejore lo que pueda mejorar y que no empeore lo que ya se tiene. ¡Bah! Las cosas ya han cambiado.

Te lo quieres imaginar como un folio en blanco. Con olor a nuevo o a polvos de talco de recién nacido. Pero te huele a lo mismo que el 2021 y que el 2020. A miedo, a rancio, a cansancio, a desesperanza y a una inconmensurable hartura.

El epitafio de 2021 se lo dejamos a Pedro Sánchez. Su Persona.

El que hirió de muerte al periodismo durante el confinamiento, y lo ha dejado agonizando a fuerza de aguinaldos con dinero ajeno, comparece para “rendir cuentas” (sic) al acabar el año, pero sólo ante la prensa amiga.   

“La pandemia no ha sido un freno, sino un acelerador de un gran proceso de modernización que está viviendo España”. Bendita pandemia, benditos muertos (más de 130.000), qué generosidad aceptando gustosos el sacrificio de convertirse en el motor de la vanguardia española.

La doctrina del concilio de Davos va dejando su rastro de miguitas hasta que el mensaje cale. Sánchez, alumno aventajado de Klaus Schwab, pretende que traspasemos las paredes de nuestra realidad y le creamos. Mire. No.

Sabemos que el mundo no va a volver a ser como era, que España no va a volver a ser lo que era, pero a diferencia de esa elite encaramada al monte Davos o de la que pulula por las Cortes y por los ministerios, sabemos a ciencia cierta que lo que viene no nos va a gustar. Probablemente porque lo que hay tampoco nos gusta.

Primer artículo del enero pasado: se fue Donald Trump y Toro Sentado encabezó el asalto al Capitolio de Washington. Hoy se baraja prejubilar a Joe Biden. En poco más de un año. ¿Qué esperaban? 

Llegó febrero, hubo elecciones en Cataluña y la mayoría constitucionalista se quedó en su casa. Aun así (que vicio tienen), los cachorros bien alimentados del independentismo volvieron a hacer arder las calles de Barcelona.

Hoy gobiernan los de siempre, los huéspedes de Lledoners duermen en sus casas, Netflix será en catalán o no será y la avenida Meridiana sigue cortada por los hijos de los de siempre.   

Pero hay un cambio y no viene de los políticos, sino de la sociedad civil. Un niño prendió la llama en Canet de Mar y el incendio amenaza con poner el riesgo la paz del régimen y hasta la de Baleares. Desde abajo. Desde donde duele.

También hubo elecciones en Madrid y en toda España hubo muchísima gente que deseó poder votar allí y, sobre todo, tener los resultados de allí. Después de aquello, el globo se hinchó y por un momento pareció imparable en su ascenso. Hoy anda flácido sin que la gente que no habita el croma de los partidos entienda muy bien porqué.

Por lo demás, un año después, nos atrapan otras elecciones: las de Castilla y León. Segundo Madrid, el apresurado aborto de la España vaciada o volver a pillar el viento a favor. Ojo con lo que deseas.  

Cayó la estrella de Pablo Iglesias, hoy brilla la de la pía Yolanda Díaz. Mañana ¿quién sabe? En el partido obsesionado por el sexo y las admoniciones (esto último, muy de comunistas) todo es exactamente lo que parece. 

Empezamos con nieve y acabamos con fuego. De Filomena al volcán de la Palma (“espectáculo maravilloso”). Los desastres a lo grande se nos han hecho habituales. ¿Acaso el Gobierno no lo es?

Abro mi agenda Moleskine de 2022. La del 21 era fucsia; la del 20, turquesa. Este año es negra. No había donde elegir.

Propósito de año nuevo: no sobrevivir, vivir.