En Ciudad de México se ha retirado la estatua de Colón de la glorieta en la que llevaba casi 150 años, en el Paseo de la Reforma. Al paso de retiradas y derribos de estatuas de Colón que llevamos, en unos meses se podría montar un Colonworld, al estilo de Grutas Park, el Disneyworld comunista de Lituania, en cualquier rincón de América Latina.

La alegría de lo que, de primeras, parecía un tanto para la cáfila de progres identitarios y de justicieros morales encargados del revisionismo histórico comilfó les ha durado poco. Exactamente lo que han tardado en anunciar que la estatua homenaje a las mujeres indígenas que sustituiría a la de Colón sería realizada por el escultor Pedro Reyes, hombre y blanco.

El fallo es flagrante. Es de primero de contentar wokes que nunca jamás debe elegirse a un hombre blanco para hacer nada, mucho menos si es heterosexual. Da igual su trayectoria profesional, su idoneidad para el puesto o su excelencia. Hombre blanco hetero, mal. Pero es que si encima es para homenajear a mujeres indígenas, es casi una provocación. Al heteropatriarcado histórico, estructural y opresor me remito. 

Y por eso, por este atropello manifiesto, más de 300 abajofirmantes (esa nueva profesión posmoderna que, junto con la de tiktoker, instagramer y llutuber, bien merece su propio epígrafe profesional en la Seguridad Social) del mundo de la cultura (ahí es nada) se han dirigido a la jefa de Gobierno de Ciudad de México para exigir que el escultor hombre y blanco sea, por su condición de hombre y de blanco, sustituido. Y por no autoidentificarse como indígena también. 

Dicen los abajofirmantes que la elección de Reyes “reproduce el silenciamiento e invisibilización de la lucha de las mujeres y de sus pueblos originarios”. Es por ello que exigen también que un comité formado por mujeres de comunidades indígenas sea quien elija a una escultora perteneciente a alguno de esos pueblos originarios. Independientemente de su talento o valía, que eso no le importa a nadie.

Sugeriría yo, puestos a ser rigurosos, que se realizasen pruebas de ADN y sólo aquellas con un mínimo del 95% de su sangre indígena pura del pueblo al que representa pueda postularse como escultora para honrar a sus ancestros. Ancestras, perdón.

Y sugiero también que, si queremos ser justos, realmente justos, tendría que ser elegida una escultora por pueblo. No vayamos a caer en eso tan feo de negar su identidad a cada uno de esos pueblos originarios, con sus propias características y sus propias particularidades, bajo esa generalidad del indigenismo que, si me apuran, podría resultar casi racista a poco blanco que sea uno y se despiste.

No es por malmeter, es porque me preocupo. 

Lo que no sé es qué va a ser de nosotros a este paso. Si sólo las escultoras indígenas pueden honrar con su obra a las mujeres indígenas de antaño, solo transexuales pueden interpretar a otros transexuales en películas sobre transexuales y escritoras no binarias blancas deben renunciar a traducir a autoras negras por no ser negras, acabaremos dejando de traducir libros de autores muertos por gente viva, de hacer pelis de zombies o psicópatas por motivos obvios y quemando la obra de Delacroix porque ni fue nunca La Libertad ni guio al pueblo a ningún lado. Al cocodrilo del los identitarismos no lo calma ya nada, sólo devorar al último.

Por cierto, a modo de apunte, en México, tan solo entre enero y mayo de 2021 se registraron 423 asesinatos de mujeres (hay lugares donde sí es peligroso ser mujer, mucho más que en una terraza en Malasaña).

Quizás, en lugar de tratar de borrar el pasado, podrían preocuparse por el presente. Y, en lugar de homenajearlas, respetarlas y protegerlas.