Hacía décadas que no sentía esa energía de miura que inunda a los niños locos cuando suena el timbre del recreo -qué lentos fueron siempre los últimos diez minutos previos a la libertad-, hacía años que no experimentaba algo parecido a bañarse en el mar desnudo por primera vez. Ahora que nos hemos enterado de que el 26 nos quitan ese bozal bautizado como “mascarilla”, noto que mi cuerpo y sus células se han puesto a hacer memoria para recordar cómo se impresionaban antes en sus verbenas iniciáticas: el primer concierto sin padres o el primer beso sin lengua, la noche del principio de los tiempos en una pista de baile, el campamento aquel en el que uno vio amanecer sin haber dormido o la camisa suavísima, el disco y la botella que uno se compró -exultante de poder y de dignidad nueva- con el ridículo primer sueldo, con la primera sensación de autonomía.
Cómo se habrá puesto de jodida la cosa desde entonces que ahora lo que celebramos es poder pasear por la calle respirando, aunque sea el humo y el tráfico, aunque sea la polución. Esta será la primera vez, desde hace mucho tiempo -dicen que ha pasado un año, pero hay quien lleva siglos sin ser feliz- en que podamos volver a mirarnos a las caras como siempre hicimos -suerte en que este país no hayamos perdido nunca el gusto por ir por la acera y dejar que un rostro nos cambie salvajemente la vida-.
En este tiempo entendimos algo: que era mentira eso que decían en Scarface de que los ojos nunca mienten. Han mentido que da gusto: qué rosario de trolas nos hemos comido, hijo. En este tiempo entendimos que todo lo fundamental, lo prometedor, lo tenebroso, lo cínico, lo seductor, lo soporífero, lo atribulado, lo sorpresivo y lo emocionante parten de la boca. Toda la comunicación del mundo se aúpa en los labios, en la risa, en el gesto fruncido, en la manera de humedecer las comisuras. Los ojos están en la boca. El olfato está en la boca. El oído está en la boca. El sexo está en la boca. La vida está en la boca.
Estoy contenta de volver a verles, de sacarle la lengua a los niños, de lanzar besos a mis amigas, de que nos arranquemos por fin el dichoso burka castrador de la verdad y la belleza: qué raro y artificioso era eso de hablar como si las palabras vinieran de cualquier parte. Estoy contenta de regresar a las gafas de sol y al pintalabios de folclórica hasta para ir a por el pan. Estoy contenta de que a los críos que fuimos un poco soplillos en el colegio nos dejen de castigar con la mascarilla esa que nos despega los pabellones -¡a nuestros años!-.
Cuántos malentendidos, cuánta mediocridad, cuánto puto anonimato desde que nos calzaron el pasamontañas. Ahora retomamos nuestro verdadero destino, que es hacernos responsables de nuestra identidad. Ahora -esto sí que me gustaba- será más difícil hacernos los locos cuando no queramos saludar a alguien por la calle, pero oye, nada es gratis.
Piensen, cuando esto les corroa, en todas las parejas primerizas -en todos los amigos confusos- que en este tiempo se han parado delante de un portal, en tensa despedida antes de un flotante primer beso, y han tenido puesta la mascarilla: ¿qué iban a hacer, las criaturas? ¿Quitársela y mostrar todas sus intenciones, bajársela y así levantar todas sus cartas? Cualquiera sabe que en un momento tan frágil, cualquier movimiento brusco puede destruirlo todo. Qué pena de seducción, qué pena tan grande. Qué tristes las aproximaciones sin dudas, sin secretos. Qué apática, a veces, si no puedo mirarte la boca.
Sería hermoso, he pensado -un poco pagano y estival y alegre- montar una hoguera con mascarillas, como las moragas que hacíamos de adolescentes en Málaga la noche de San Juan. Quemar nuestras correas, inaugurar julio con los dientes al aire, como cuando hace cincuenta años las feministas se quitaron los sujetadores en la mítica manifestación en el malecón de Atlantic City para reventar el concurso Miss América. La liberación aquella.
Qué bueno sería quemar las fajas, los sostenes, las mascarillas, los zapatos de ejecutivo, los trajes de chaqueta que entablillan a los hombres hasta crucificarlos como a Cristo. Hemos llegado hasta aquí cansados. Bañémonos en el mar en bolas un ratito este verano, aunque sea cuando nadie mira. Y cuando nos vuelva a surgir un beso en un portal, ahora sí, nos miraremos con la complicidad intensa de los buenos tiempos. Y la más intensa de los peores.