Perdón por el sofisticado título que le he puesto a la columna. Se me ocurrió el día de las elecciones mientras me mordía las uñas consumida por la espera. Jamás he pasado una jornada electoral tan angustiosa. El paciente inglés es Salvador Illa. Muy paciente y poco inglés, investido de santa pachorra, con los andares tirando a lentos y el vientre henchido y ligeramente desparramado.
Tot i així (aun así), la figura de Illa camina con gravedad de hombre de Estado, como si todo en él fuera jerarquía y valor, temple y satisfacción. Perdonen: no sé escribir en catalán, pero intento salir del paso y hago frases, palabras, lugares comunes y filigranas varias. Sigamos.
La noche del domingo fue abrumadora, aunque no mucho más que la del jueves, en el último debate, cuando unos y otros se buscaron mutuamente las yugulares para huir del trance. Ese jueves, al líder del PSC le cayó la mundial del resto de políticos, que afearon su conducta por no haberse hecho una PCR antes del debate. Para entendernos: todos estaban en contra de Illa menos el propio Illa.
La noche electoral fue más larga que ancha, y eso que ancha lo fue un rato. Quitando el tiempo que lideró Pere Aragonés, el resto de la noche la lista la encabezó el exministro. El personal estaba taquicárdico perdido. Así, el trío de escapados (Illa, Aragonés y la Geganta) permaneció inalterable hasta que Salvador hizo su entrada casi triunfal en la meta. He dicho: sólo "casi".
Los seguidores del partido aún no han superado el mal de altura y tienen que hacer ejercicios de dicción (pesesé, pesesé, pesesé) para convencerse de que se refieren a sí mismos. Pobre PSC. Después de tantos años sin rascar bola, ha perdido ya la costumbre de celebrar.
Illa dedicó la victoria a su amigo Sergi Mingote, fallecido por accidente en el K2 cuando practicaba alpinismo el pasado mes de enero. Como dijo Illa, su amigo, deportista y alcalde, le echó un cable desde arriba.
Mirando fijamente al cielo, Salvador Illa le lanzó besos suaves como bandadas de mariposas.