En el prólogo de su magno ensayo sobre La idea de España en el siglo XIX, que ya va por su decimotercera edición, José Álvarez Junco denuncia la técnica habitual de quienes desde "un sesgo ideológico o abiertamente militante" vacían la Nación de todo contenido identitario y, por supuesto, de todo valor positivo:
"No hablar de España, no utilizar ni siquiera la palabra, significa negar la existencia de una nación que responda a tal nombre y reconocer únicamente la de un Estado español, nombre que por sí solo denuncia el hecho como artificial y opresor".
Eso es, por supuesto, lo que sucede, en la exposición El Tragaluz Democrático cuya intención queda engañosamente reflejada en su subtítulo: "Políticas de vida y muerte en el Estado Español (1868-1976)".
Si exceptuamos un par de referencias de política exterior ("se hablaba de la Guerra de España", "España se integra en la OTAN"…) o alguna directamente sardónica ("se glorificaba a los Caídos por Dios y por España"), para encontrar el nombre histórico y constitucional de nuestra nación, en medio de la pertinaz logorrea que embadurna las paredes de La Arquería de los Nuevos Ministerios, hay que ir a los créditos de la exposición.
Porque, por inaudito que parezca, esta zafia adaptación contemporánea de lo peor de nuestra Leyenda Negra está promovida, organizada y por supuesto subvencionada por el "Gobierno de España". En concreto por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática.
¿Qué Memoria Democrática es esta? Si digo que el subtítulo refleja "engañosamente" lo que se expone es porque la inmensa mayoría de los cuadros y objetos desplegados en las dos plantas del recinto tienen que ver, directa o indirectamente, con la "muerte en el Estado español" —o, mejor dicho, con la muerte causada por "el Estado español"— y sólo una pequeña parte con "la vida", identificada con la escolarización durante la Segunda República y la resistencia a la opresión, sobre todo desde los nacionalismos periféricos, durante el resto de las once décadas resumidas.
Sólo un traje ñáñigo de llamativos colores y capuchón carnavalesco hace esbozar una sonrisa, antes de descubrir las sevicias a las que nuestros ancestros sometían a los presos cubanos que usaban ese disfraz ritual.
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Lo único leve que cabe decir de los promotores de esta monstruosa generalización reduccionista (y por lo tanto falsificación y mutilación) histórica es aquello de que el que avisa no es traidor. Desde el primer panel, apenas justificada la pedestre referencia a la famosa obra de Buero Vallejo (los visitantes "tienen un tragaluz" para explorar el pasado), queda claro de qué va la fiesta:
"A lo largo de siglo y medio, podemos entender los orígenes y transformaciones del Estado español, si estudiamos sus modos de administrar políticamente la muerte… Es así como el estudio de la violencia se vuelve inseparable de las memorias cívicas de quienes la sufrieron, atravesaron y resistieron: a este caudal de prácticas… lo llamamos Memoria Democrática".
Y, por si quedara alguna duda, ahí va el segundo panel, titulado Ciudadanía y Estados de Excepción (1868-1936): "En los textos constitucionales de la primera experiencia republicana española —de la que se cumple un siglo y medio— cabe identificar la base de las libertades… Frente a esta agenda democrática, la excepcionalidad política, el dominio patriarcal, las guerras coloniales y el desarrollo capitalista configuran un periodo de gran violencia explícita e implícita que combate las luchas por la emancipación raciales, sociales y de género. Las diferentes formas de represión… alimentan el ejercicio de una violencia despiadada contra los excluidos del mercado y los disidentes de la modernidad liberal".
De ahí el garrote vil en la primera vitrina, de ahí los patíbulos, los fusilamientos más notorios desde Montjuic a Hoyo de Manzanares, los cadáveres por doquier, los ataúdes, las fosas comunes, los gatos colgados de los árboles, los orangutanes de piedra, las viudas enlutadas ante los féretros, el niño vestido de militar jugando a ahorcar campesinos, las imágenes del Quemadero de la Cruz de la Inquisición (justificadas por su descubrimiento en 1869), el cartel taurino con el yugo, las flechas y la esvástica y hasta un terrible látigo de madera, hierro y cuero destinado a rasgar la piel de los negros insumisos.
Lástima que, según el propio crédito de préstamo del Museo Antropológico, proceda de "Gambia en la segunda mitad del XIX" y no de ninguno de los territorios africanos "colonizados" por los españoles en esa época.
Pero el propósito de la exposición no es hilar fino. Basta leer que "con el auge del capitalismo industrial… nace un nuevo y violento orden que precisa de la fuerza represiva del Estado para mantenerse… mientras multitudes hambrientas pueblan los campos y ciudades españolas, nutriendo de carne a un mismo tiempo las fábricas, los burdeles y los campos de batalla".
Colgados junto a tal panel, dos cuadros de Solana explicitan ese suministro. El primero, Mujeres de la vida: carne para el lupanar. El segundo, El carro de la carne: reses descuartizadas en el matadero, con destino a las mesas de la oligarquía del Estado antropófago.
Si Álvarez Junco tituló su libro Mater Dolorosa, como reflejo de la recurrente representación del sufrimiento de España por el dolor causado a sus hijos por todos los enemigos de la libertad y el progreso, este despliegue del sadismo, asociado a la propia idea de la patria, debería rebautizarse como Mater Horrorosa.
¿Estamos recorriendo una exposición histórica o asistiendo a una precuela de Psicosis, con la madre de Norman Bates blandiendo el puñal que chorrea sangre, mientras se toma un respiro en la mecedora?
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La estructura y espíritu de este planteamiento inicuo obedece, desde luego, mucho más al si non e vero… de cualquier obra de ficción que al rigor académico exigible a un relato que cuenta con el respaldo del "Gobierno de España". Para muestra un descarado botón.
Poco después de topar con ese panel que, sin mencionar ni la Constitución de Cádiz, ni el Trienio Liberal en su olvidado bicentenario, ni la regencia de Espartero, ni el Bienio Progresista, sitúa la base de las libertades democráticas "en los textos constitucionales de la primera experiencia republicana", el visitante se encuentra con una referencia más explícita. Bajo un título enorme, dedicado a la Primera República, se habla de "las luchas por las libertades… consagradas finalmente por las Constituciones de 1869 y 1873".
Basta un somero conocimiento del periodo para detectar la manipulación histórica y la mala fe con que se perpetra. Ni la Constitución monárquica de 1869 fue desde luego un "texto constitucional de la primera experiencia republicana", ni la falazmente llamada "Constitución de 1873" pudo "consagrar nada" porque nunca pasó como proyecto el fielato de las Cortes, nunca fue aprobada ni promulgada y nunca entró en vigor.
Bastaría haber incluido, entre los demás testimonios de la época, las palabras de Castelar, justificando la retirada del proyecto que él mismo había redactado en 24 horas, para que toda la arquitectura intelectual de esta exposición de cartón piedra se resquebrajara: "Nosotros que apenas tenemos Patria, entregado casi todo el Mediodía a los excesos de la demagogia roja y entregado el Norte a los excesos de la demagogia blanca, ¿nos debemos entretener en discutir una Constitución, cuando apenas sabemos si mañana conservaremos la libertad que hay en nuestras almas, ni la tierra que tenemos bajo nuestras plantas?".
"¿Y del proyecto constitucional qué?, le interrumpió un diputado. "Lo enterrasteis en Cartagena", contestó Castelar.
El último presidente de esa tan efímera como catastrófica Primera República que ahora se exalta se refería a las dos guerras civiles que, de forma simultánea, tenía que librar el poder ejecutivo: la Tercera Guerra Carlista y la llamada Revolución Cantonal, durante la que la Marina de Cartagena había bombardeado Almería ante su negativa a pagarle 100.000 duros como contribución de guerra.
Nada de esto ni siquiera se atisba por el tramposo "tragaluz democrático" instalado en La Arquería. Entre otras razones porque, para sus operadores, guerra civil sólo hay una: "la Guerra Civil", presentada bajo el epígrafe "Fascismo o Democracia (1936-1939)" como "un lugar de llegada y de partida en el que se intersectan todas las formas de vida y muerte modernas".
"Fascismo o Democracia". A esa radical disyuntiva, de la que el comunismo ha sido eliminado, se había llegado, según puede leerse en el panel anterior, como consecuencia del "estrecho margen histórico existente entre el fascismo y la revolución social". Eso es lo que habría quedado de manifiesto en la Segunda República, cuando "la violencia estatal, manifestada de manera dramática en Casas Viejas, distancia a los gobiernos reformistas de las verdaderas necesidades de sus bases sociales". Hasta Azaña queda así relegado a ese papel vicario de proveedor de "la muerte en el Estado español".
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Y si en "la Guerra Civil", en la que "el mundo se divide en dinámicas de víctimas y perpetradores", sólo cabía optar entre "Fascismo o Democracia", nada tan lógico como identificar al Fascismo con Badajoz, Guernica, las "fosas comunes, desapariciones forzosas, paseos… ejecuciones y exilios". Con ese "grado de violencia masiva sobre los cuerpos, en una escala sin precedentes cercanos".
De lo que al mismo tiempo se deduce que las torturas en las checas, las sacas de la Cárcel Modelo, la matanza de Paracuellos (sólo mencionada para denunciar su utilización por el franquismo), los asesinatos en la retaguardia republicana documentados por Fernando del Rey y las restantes variedades del bautizado por el hispanista británico Julius Ruiz como "terror rojo", debieron ser expresiones (o tal vez daños colaterales) de la Democracia.
Por supuesto, el franquismo sólo fue la indiscriminada "Larga Noche de Piedra 1939-1973" de la que, a juzgar por esta exposición, no nos sacaron ni los vínculos con Estados Unidos, ni el Plan de Estabilización, ni el desarrollismo, ni la reconciliación nacional, ni la transición, ni Juan Carlos, Adolfo Suárez o Carrillo, sino ese estallido de esperanza, esa piñata de colores y emociones que cierra la muestra a través de la enorme alfombra en la que está representado el asesinato de Carrero.
"La escenografía del atentado —reivindicado por ETA VI Asamblea— alimentó toda suerte de sombras y fantasías", leemos casi con un pie fuera del recinto. "Tuvo también un fuerte impacto simbólico: aludía al final de una generación de militares que, tras haber impulsado la Guerra Civil y sus crímenes, supo patrimonializar a su favor el mando del Estado".
Fue pues la ejecución icónica de un criminal. Lo único que no se les puede negar a los guionistas de esta gira maniquea, en la que nos emplazan a decidir si queremos sentirnos "herederos, disidentes o cómplices" de los horrores del Estado, es su coherencia. Porque ya en la primera parte nos han explicado que el asesinato de Eduardo Dato "resumió los efectos catastróficos" de la guerra del Rif y la Ley de Fugas y "sirvió para justificar alrededor de la Dictadura de Primo de Rivera una década de militarización y patriotismo".
Ya lo ven: "militarización y patriotismo" siempre de la mano. De Dato a Carrero, sin olvidar a Prim, Cánovas y Canalejas. ¿Quién será el siguiente? A modo de postdata leemos con angustia que habrá que luchar "por definir desde abajo formas posibles para una democracia, siempre por venir, en la nunca resuelta tensión que se da entre la ciudadanía y las estructuras violentas del capital y del Estado".
Una bocanada de aire fresco, por favor. Aunque sea madrileño, aunque proceda de la Castellana, eternamente contaminada como Avenida del Generalísimo.
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Volvamos a la verdad académica. En ese atinado prólogo a Mater Dolorosa, Álvarez Junco destaca el "fenómeno extraordinario de que haya existido una estructura política que ha respondido con leves variantes al nombre de España, cuyas fronteras se han mantenido básicamente estables en los últimos quinientos años, si se tiene en cuenta la enorme fluidez fronteriza del continente durante ese periodo".
Y a continuación pone las cosas en su sitio: "Por muchos que hayan podido ser sus problemas en el siglo XX, la española ha sido la identidad política de mayor éxito de las surgidas en la Península Ibérica durante el último milenio".
Tal vez los perpetradores de esta muestra patrocinada por el Gobierno de Sánchez hayan querido ejercer de "jueces suplentes del valle de Josafat", como burlonamente llamaba Lucien Febvre a los obsesionados por ajustar cuentas con el pasado. Pero cualquier historiador o mero estudioso ecuánime sabe que la clave de ese "éxito" español, fruto de un sinfín de alentadores avances y dramáticos retrocesos, nunca lineales, dando a veces "tumbos como los borrachos" que decía Maura, ha sido la capacidad de adaptación de las instituciones políticas a la evolución de la sociedad.
"Basta un somero conocimiento del periodo para detectar la manipulación histórica y la mala fe con que se perpetra esta exposición"
"La verdad es que la libertad es una planta que no puede crecer con más rapidez que la que permita la mejora progresiva del terreno", escribía premonitoriamente Blanco White a Quintana en 1820, apenas iniciada la experiencia del Trienio.
Aquellos desventurados liberales pagaron con el exilio sus errores de cálculo sobre la intensidad del cambio que podía asimilar la Monarquía española con un Rey felón al frente. Pero a su regreso, con la lección aprendida, sirvieron de columna vertebral al régimen parlamentario que perduró durante las tres décadas y media de era isabelina.
El Sexenio Democrático con su estallido revolucionario dejó la misma moraleja a sus protagonistas más lúcidos. "No realicemos sino aquellas ideas que pueda soportar la impura realidad", explicaría Castelar al abrazar el posibilismo republicano durante la Restauración. Sí, la Restauración: ese denostado periodo durante el que España introdujo el sufragio universal antes que Alemania, Gran Bretaña o Italia para convertirse, al decir del propio Castelar, en "la democracia más liberal de todo el viejo continente".
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Antes de que se legislara sobre la Memoria Histórica, pudimos ver en España excelentes exposiciones retrospectivas como las dirigidas por Carmen Iglesias sobre Carlos III y la Ilustración, Felipe II, el Desastre del 98 o Cervantes y su mundo. Ya con Sánchez en el poder, ha habido también muestras magníficas como la dedicada a Azaña en la Biblioteca Nacional o la centrada en el Exilio Republicano en esta misma Arquería de los Nuevos Ministerios.
Dos buenos ejemplos de cómo mantener una perspectiva ideológica y evocar emotivamente el pasado son compatibles con el rigor científico. Visité la primera con Zapatero y la segunda con Bolaños y en ambos casos sentí que, más allá de las discrepancias, había unos lazos fácticos (esto es lo que dijo e hizo don Manuel, así fue como ocurrió la diáspora…) que habían trenzado durante generaciones, con sus errores y aciertos, sus calmas y tormentas, ese orteguiano "proyecto sugestivo de vida en común" en el que me sentía unido a ellos.
No es casualidad que ambas muestras precedieran al viraje ideológico emprendido hace un año por Sánchez y que este grotesco recorrido por los rincones más oscuros de nuestro último siglo y medio coincida con lo que Feijóo definió en el último debate en el Senado como la "podemización" del Gobierno.
Casualidad o coincidencia, el único compendio histórico equivalente, desplegado desde el inicio de la democracia, fue el que Pablo Iglesias presentó como telón de fondo de su moción de censura contra Rajoy en 2017. Comenzó diciendo "si amas a tu país, debes conocer su Historia", pero pronto quedó claro que él la iba a canalizar tan sólo a través del flujo tenaz de "la sangre azul que envenena el cuerpo de la patria".
Este año tocaba, por mor de las efemérides, una buena exposición sobre el final del Trienio o sobre el colapso de la Primera República. Dos grandes asuntos poco conocidos y mal contados que nos hubieran inspirado variadas reflexiones y matices. En su lugar, el Gobierno nos ha ofrecido un malcocinado bodrio, una fantasmagoría unidimensional, disfrazada de "tragaluz democrático".
Nada más huir de sus efluvios tóxicos empecé a cavilar si debía llamar a Bolaños para advertirle de que le habían metido un gol por toda la escuadra (él mismo inauguró la exposición) o proponer a Feijóo que pida explicaciones parlamentarias a Sánchez. En la duda opté, sin embargo, por releer los retorcidos textos del desplegable didáctico que, a falta de catálogo, había podido recoger en el mostrador de la salida.
Al llegar a la última de esas nébulas, el tragaluz se abrió de repente de par en par y todo quedó iluminado y esclarecido. Justo debajo del título Larga Noche de Piedra (1939-1973), la tercera frase dice: "Así, el disciplinamiento de muertos y de vencidos se haya (sic) en la base de las estrategias políticas y simbólicas de la dictadura".
Bendita justicia ortográfica. Se empieza justificando los asesinatos de Dato y Carrero, se progresa inventando una "Constitución de 1873" y un látigo esclavista gambiano, se desemboca (cáspita) en el "disciplinamiento de muertos" y se termina escribiendo, imprimiendo y distribuyendo "halla" con "y" en la reflexión más campanuda.
No queda nada, pues, por añadir. Quién nos espera, puñal en ristre en la mecedora de La Arquería, no es esa imaginada Mater Horrorosa sino el último émulo del travestido Norman Bates, cincelando su divisa: "Si odias a tu país, debes falsificar y mutilar su Historia". O, mejor dicho, "su Istoria".