Desde que, en 1812, su gran imperio europeo, que abarcaba desde Rusia hasta España, colapsó simultáneamente en ambas fronteras, Napoleón no dejaba de repetir que debería haber muerto heroicamente en la batalla de Borodinó. Es decir, en el pináculo de su gloria militar.

Tomás Serrano

El fracaso de su proyecto unificador de Europa bajo una nueva dinastía formada por su propia familia, el declive de sus sueños de dominio civilizador, la derrota decisiva de la “batalla de las Naciones” en Leipzig, el repliegue sobre el hexágono francés para librar una guerra defensiva de supervivencia, la rendición de París al zar Alejandro por el general Marmont, duque de Ragusa, la traición -la ‘ragusada’- de ese y otros de sus mariscales, el horizonte de la abdicación y el exilio, no eran para él sino otra forma, mucho más insoportable, de morir a plazos.

Por eso, en Fontainebleau, poco antes de la “ceremonia de los adioses” con la que se despidió de sus leales, trató de suicidarse ingiriendo un frasco de veneno caducado que sólo le produjo un intenso dolor estomacal.

El asunto volvió a surgir durante el cautiverio de Santa Helena en una de las extensas conversaciones que sirvieron al conde de Las Cases para redactar el Memorial que perpetuaría el mito. Cuando Napoleón insistió en la idea de que debería haber muerto a las puertas de Moscú, su albacea intelectual alegó que entonces no habría vivido el “extraordinario episodio del regreso de la isla de Elba”. Napoleón parpadeó y dio la razón a Las Cases: “Bien, digamos que debía haber muerto en Waterloo”. O sea, después del “vuelo del Águila”.

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El pasado domingo, visité a mi amigo el editor, crítico literario y novelista Jean-Paul Enthoven en su edén de Montepulciano y le expliqué que mi forma de acercarme a Napoleón, en este año del bicentenario de su muerte, no era recorrer la gran exposición organizada en París, en medio de polémicas ucrónicas sobre el racismo o la esclavitud, sino tratar de entender al ser humano que tomó la temeraria decisión de desafiar, contra toda lógica, a su destino; y que para eso iba camino de la isla de Elba.

Enthoven me entendió enseguida y aportó una precisión clave:

-Yo no soy napoleónico, pero sí bonapartista.

Estuve a punto de responderle que Napoleón Bonaparte fue un personaje único e indisociable, pero me di cuenta de que ese era el mismo ‘integralismo’ que yo había criticado cuando, en 1989, Mitterrand dijo que la “Revolución” era “un todo”. Mi punto de vista liberal, coincidente con el de Furet o Giscard, implica por el contrario que la toma de la Bastilla, la caída de la Monarquía y la Convención republicana no tenían por qué haber desembocado en el Terror; y, de hecho, escribí El primer naufragio para demostrarlo.

Contesté a Jean-Paul que la complejidad y riqueza de la figura de Napoleón es tal que estaría dispuesto a participar en un juicio histórico en el que se sorteara si me tocaba ejercer de fiscal o de abogado defensor.

-Creo que resultaría igual de convincente hablando en su favor o en su contra.

Tratándose no de un ciclo histórico con protagonistas múltiples, sino de un individuo excepcional que no vivió más que 51 años, el problema reside en dónde situar el deslinde entre lo que nos atrae, nos fascina incluso, y lo que nos repele, nos repugna incluso, de su conducta.

El apego a Bonaparte, pero no a Napoleón, es el propio de un buen republicano que sabe y valora todo lo que aquel joven general corso hizo por defender la causa de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, levantando el sitio de Tolón, dispersando a cañonazos a los golpistas monárquicos atrincherados en la iglesia de Saint Roch o embarcando a los mejores científicos y artistas de Francia en su expedición a Egipto.

El apego a Bonaparte, pero no a Napoleón, es el propio de un buen republicano que valora todo lo que aquel joven general corso hizo por defender la Libertad, Igualdad y Fraternidad

Pero ese buen republicano también sabe y valora, torciendo el gesto, sus delirios de grandeza coronándose Emperador ante el Papa, su responsabilidad en el asesinato de su remoto rival dinástico el Duque de Enghien y sobre todo su indiferencia ante el derramamiento de sangre en unas guerras de conquista, emprendidas con la coartada de la expansión de las Luces y en nombre de la grandeza de Francia, pero finalmente encaminadas a entronizar a toda la parentela del heroico conquistador.

Esta disociación sería sencilla si bastara trazar una frontera ese 2 de diciembre de 1804 dando por liquidado a Bonaparte en el momento en que él mismo ciñe la tiara imperial sobre las sienes de Napoleón I en la ceremonia de Notre Dame. Pero esas dos facetas de un mismo ego -el idealismo y el afán de poder, la búsqueda de la gloria y su disfrute- ya convivían antes y coexistieron después.

Todo es tan abrumador y apabullante en la figura histórica de Napoleón que es preciso empequeñecerla, jibarizarla, ponerla a nuestra altura de simples observadores para mirarle cara a cara y tratar de entender sus resortes mentales y emocionales. Hay que cruzarse con él por la calle, coincidir con su baqueteado carruaje en una confluencia de caminos o asistir a una de sus recepciones con unas docenas de aldeanos invitados, para contemplarle de cerca como el hombre prisionero de sus obsesiones y vulnerable a sus emociones que fue. Y esa experiencia manejable, esa peripecia de bolsillo, sólo ocurrió aquí, en esta isla de Elba, más pequeña que la mitad de Ibiza, de la que Napoleón fue Emperador -igual que Sancho régulo de Barataria- entre mayo de 1814 y marzo de 1815.

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De la noche a la mañana, Napoleón había pasado de dominar e influir en las vidas de decenas de millones, de cientos de millones, a tener apenas 12.000 súbditos. Pero el tratado de Fontainebleau preservaba su condición de Emperador -aunque nunca un ‘imperio” fuera tan minúsculo- y le asignaba dos millones de francos anuales, una fuerza de medio millar de hombres y una corbeta para defender la isla. A eso se aferró.

Visitar sus dos modestas residencias con pretensiones de palacios en la cima de la capital Portoferraio y en la localidad de San Martino permite darse cuenta de que nunca dejó de preservar las apariencias. Una y otra se asemejan a los decorados de un estudio cinematográfico. Ni en I Mulini ni en San Martino, a pesar de su ostentoso pórtico, hay grandes salones ni tesoros artísticos, pero resulta imposible dar un solo paso por los jardines o cruzar una sola estancia sin toparse con la “N” mayúscula, las águilas imperiales o las abejas, copiadas de los merovingios, con las que Napoleón reemplazó en su capa de armiño a las flores de lis de los Borbones.

La propia bandera de la isla, que él mismo diseñó antes de desembarcar, incluía un trio de abejas sobre una banda diagonal roja y un fondo blanco. Cualquiera la identificaría hoy con la camiseta del Rayo Vallecano si sus penúltimos propietarios le hubieran añadido el logo de Rumasa. No podía haber Imperio sin bandera ni Emperador sin recibimiento oficial. El alcalde de Portoferraio tuvo que cubrir con pan de oro las herrumbrosas llaves de su pajar para hacer el simulacro de que le entregaba las de la ciudad; y a un sillón de la fonda hubo que ponerle un cojín de terciopelo encima para que hiciera las veces de trono.

Todo resulta sanchopancesco. Nadie habría considerado que esta escueta acumulación de viñedos, riscos, acantilados y caletas pudiera ser un Imperio –“¡Qué pequeña es mi isla!”, exclamó Napoleón al verla completa desde el Monte Orello– pero él nunca dejó de actuar como un Emperador.

Actuar, jugar, representar. Eso es lo que Napoleón había hecho toda su vida, inventando una Francia, una Europa y un mundo a la altura de sus dotes escénicas. Y lo continuó haciendo en su corte liliputiense de Porteferraio, con la ayuda de su madre Letizia y de su hermana favorita la hedonista, elegante e intrigante Paulina, organizadora incansable de todo tipo de festejos. Ni un solo día dejó de afeitarse, bañarse, perfumarse y ponerse el uniforme y las condecoraciones adecuadas a cada ocasión.

Tampoco eludió ninguna de las tareas propias de un déspota ilustrado, prohibiendo arrojar aguas y residuos por las ventanas, ordenando construir saneamientos urbanos, pavimentando caminos, rehabilitando edificios, reforzando las defensas, mejorando las prácticas mineras, introduciendo el cultivo del gusano de seda e incluso construyendo un pequeño teatro que dejó como regalo de despedida a los isleños. Hoy puede visitarse al pie de una plaza irónicamente dedicada a Antonio Gramsci, ideólogo del comunismo italiano.

En los diez meses que ejerció ese poder en miniatura, Napoleón desarrolló una actividad frenética, recorriendo tenazmente la isla de un extremo a otro, a pie, a caballo, en coche o en bote de remos, imaginando proyectos para mejorar la vida de sus súbditos y para poder cobrarles más impuestos. Nunca fue tan pertinente, pero a cuenta de menos, el comentario sarcástico de Talleyrand sobre su hiperactividad: “¡Qué pena que este hombre no fuera perezoso!”.

Mark Braude, el último historiador que ha reconstruido los hechos sobre el terreno, asegura que “alguien, probablemente el propio Emperador,” mandó grabar, en una de las columnas pintadas que forman parte del trampantojo decorativo de la llamada 'Sala de las pirámides' de la residencia de San Martino, la expresión latina “Ubicumque felix Napoleon”. Su traducción sería “Napoleón puede ser feliz en cualquier parte”; pero debo reconocer que, por más que la he buscado en mi visita de estos días, no he podido encontrarla.

Pedro J. Ramírez, presidente y director de El Español, en San Martino, donde residió Napoleón.

Pedro J. Ramírez, presidente y director de El Español, en San Martino, donde residió Napoleón.

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¿Fue feliz Napoleón en Elba? Al menos eso era lo que trataba de hacer creer al diplomático Campbell que actuaba como su guardián oficioso. Siempre le hablaba de que “aquel Napoleón” que había conmocionado al mundo “ya no existía” y de que él estaba contento, cual nuevo Diocleciano, entre sus “vacas” y “mulas”. Así lo transmitía Campbell a su jefe en el Foreign Office Lord Castlereagh: “Si se le aseguran su permanencia y sus ingresos, pasará la vida en Elba”.

Campbell aludía a los recurrentes rumores de que en el Congreso que reunía en Viena a las cabezas coronadas de Europa se estaba planteando enviarle a un lugar mucho más lejano -Santa Helena era ya el más mencionado- y a la mezquindad con la que Luis XVIII había decidido dejar de pagarle los dos millones estipulados. “¿Cómo podemos esperar que Napoleón cumpla sus compromisos, si nosotros no cumplimos los nuestros?”, comentó el Zar a Talleyrand entre sarao y sarao.

Pero había otro agravio que laceraba aun más a Napoleón: la prohibición de que su esposa María Luisa y su hijo y heredero, al que seguía refiriéndose como el ‘Rey de Roma’, le visitaran en Elba. Sus cartas nunca entregadas a María Luisa reflejan esa pesadumbre, agravada sin duda por la noticia de la muerte de Josefina Beahaurnais, la emperatriz a la que había repudiado por razones de Estado y por la insatisfacción que le produjo la efímera visita clandestina que le hizo su antigua amante Maria Walewska.

El alejamiento de María Luisa y los demás miembros de su familia -con excepción de Letizia y Paulina-, la falta de fondos para pagar al millar de soldados que ya tenía en Elba y una carta de Lady Holland -esposa del prócer británico protector de los liberales españoles- con un recorte del London Courier sobre lo que se estaba gestando en Viena fueron moldeando su decisión de escapar de Elba. También las noticias sobre la creciente contestación en Francia a la dictablanda de la Carta Otorgada de Luis XVIII. Cuando uno de sus antiguos colaboradores llegó de incógnito a la isla, Napoleón le hizo la pregunta definitiva: “¿Me quieren aún los soldados?”.

Aprovechando una ausencia de Campbell, Napoleón preparó su huida en una flotilla compuesta por su corbeta y pequeñas naves auxiliares. Sobre la mesa de su despacho de I Mulini quedó abierta una biografía de Carlos V. Elba no iba a ser su monasterio de Yuste.

Pedro J. Ramírez, presidente y director de EL ESPAÑOL, en el mirador de Portoferraio.

Pedro J. Ramírez, presidente y director de EL ESPAÑOL, en el mirador de Portoferraio.

Paulina suspendió una de sus fiestas más esperadas: “Este baile ha sido clausurado por la Historia”. Desde el imponente mirador que domina la bahía de Portoferraio en el que hoy los visitantes nos hacemos fotos, vio partir la expedición. “Es como si hubiéramos metido a un hombre peligroso en una celda y le hubiéramos dejado sin comer, pero con la puerta abierta”, resumió el hermano de Lord Castlereagh.

Quienes habían especulado con la hipótesis de que Napoleón huyera, siempre habían dado por hecho que trataría de desembarcar en Italia para unir sus fuerzas a las de su cuñado Murat, instalado en el trono de Nápoles. Lo que nadie había imaginado es que pusiera rumbo a la Costa Azul, desembarcara en Golfe Juan y comenzara a avanzar hacia París.

Él mismo reconoció ante sus soldados el carácter quimérico de la empresa, cuando les desveló sus planes con el quimo de la pleamar en la boca del estómago: “No hay precedente en la historia de lo que voy a hacer…”. Les explicó que “el triunfo” conduciría a la “gloria”; y el fracaso, al final propio de los hombres de armas.

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Como escribió Léon Bloy, apodado por algo 'el peregrino de lo absoluto', hasta entonces Napoléon había luchado contra otros hombres “pero al abandonar la isla de Elba emprende el combate contra su destino y la propia naturaleza de las cosas”. Sólo la conquista de México por Hernán Cortés puede equipararse desde el punto de vista de la correlación inicial de fuerzas. Y como Cortés, Napoleón decidió quemar sus naves o al menos mandarlas de regreso a Elba para que no existiera vuelta atrás posible. Le movía un convencimiento providencialista y petulante: “Francia me necesita más a mi de lo que yo necesito a Francia”.

Junto al millar escaso de hombres mal pertrechados que le acompañaba, Napoleón contaba con un arma formidable: la propaganda. Y en concreto los manifiestos, fechados el 1 de marzo en Golfe Juan, pero redactados en realidad en esa modesta mesa de madera que tengo delante en lo que fue su despacho de I Mulini.

Hay que imaginarle -y admirarle- con la pluma en ristre. Napoleón supo tocar a la vez los dos resortes clave del Ejército y la población. “El águila, con los colores nacionales, volará de campanario en campanario, hasta las torres de Notre Dame”, escribió apelando a la imaginación colectiva. “He regresado para retomar mis derechos que son los vuestros”, añadió invocando el concepto de ciudadanía acuñado durante la Revolución.

Como ha escrito mi colega Laurent Joffrin, “ya no es el monarca Napoleón el que habla sino el general de la República que pone la fuerza al servicio de la voluntad popular”. Como en los tiempos de las campañas de Italia, Bonaparte vuelve a ser el “Robespierre a caballo” que denostaba Madame de Staël. En Grenoble denuncia “la insolencia de la nobleza” y en Auxerre se presenta como “el padre de los pobres”. Su oronda silueta no ha cambiado, pero, al salir de la ínsula, don Quijote vuelve a reemplazar a Sancho.

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Poniendo otra vez el pie en tierra francesa, Napoleón era consciente de que dejaba de ser Emperador de Elba y se convertía instantáneamente en el “bandido Bonaparte”. Así lo decretó el Congreso de Viena cuando la noticia –“¡Está en Francia!”- interrumpió el enésimo vals. Los aliados se preparaban para la guerra, declarándole fuera de la ley y autorizando a cualquiera a acabar de inmediato con su vida.

Poniendo otra vez el pie en tierra francesa, Napoleón era consciente de que dejaba de ser Emperador de Elba

¿Le correspondería ese ‘honor’ a alguno de los centenares de soldados del Quinto Regimiento enviados desde Grenoble a cortarle el paso, en las inmediaciones de la pequeña localidad de Laffrey? Todos ellos tuvieron su oportunidad cuando Napoleón descabalgó y se acercó sólo y a pie, desabrochándose el redingote gris, cubierto con su característico bicornio.

“¡Soldados, reconocedme... ¡Si alguien quiere matar a su Emperador, puede hacerlo ahora!”, gritó mientras caminaba despacio y sereno. Un oficial dio la orden de disparar, pero no la secundó nadie. Desde las filas de la tropa brotó entonces un "¡Viva el Emperador!" que se contagió enseguida a los dos contingentes enfrentados. Napoleón se quitó el bicornio y marcó la dirección de París.

Fue una marcha frenética a un ritmo de 40 kilómetros por día. El mariscal Ney, el “valiente entre los valientes” que había prometido a Luis XVIII que le llevaría a Napoleón dentro de una jaula, sucumbió ante una mera nota manuscrita suya, en la que le llamaba “mi primo” y le recordaba las vivencias compartidas en la campaña de Rusia. Esa debilidad le costaría luego el fusilamiento.

En menos de tres semanas el rey restaurado reemprendió el camino del exilio a Gante y Napoleón pudo dormir en las Tullerías, sin haber disparado un solo tiro. El vuelo del águila había sido un paseo militar en loor de multitudes.

Así se lo explicó el propio Napoleón a su Consejero de Estado, el liberal Benjamin Constant, en una de sus conversaciones durante los “cien días” que duró su aventura: “Tendríais que haber visto a esa multitud apretándose a mi paso, bajando desde lo alto de las montañas, llamándome, buscándome, saludándome… No soy solamente, como se ha dicho, el Emperador de los soldados, sino también el de los campesinos, el de los plebeyos de Francia”.

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Nunca sabremos cual hubiera sido el destino del mundo, y particularmente de Europa, si el mariscal Grouchy no se hubiera perdido en las rutas embarradas que debían conducirle a Waterloo con los refuerzos decisivos que habrían inclinado el signo de la batalla a favor de Napoleón. O, sobre todo, si en ese momento en el que, según Stefan Zweig, “cambió la historia universal en un segundo”, no se hubiera cerrado en banda a las súplicas de los subordinados que le urgían a marchar a toda prisa “hacia el sonido del cañón”.

Sí sabemos que casi 50.000 soldados resultaron muertos o gravemente heridos en aquella última carnicería de la era napoleónica, fruto a la vez de la pulsión egoísta de un hombre sediento de poder y de su vano intento de frenar la reimplantación de un orden reaccionario que atenazaría a los europeos durante décadas.

Este mes se han cumplido dos siglos desde que se extendiera por el continente la noticia de la muerte de Napoleón en su cautividad de Santa Helena. “Bonaparte ya no existe”, proclamó el órgano borbónico Journal des Débats. El águila no volaría nunca más, pero no por eso dejaría de atrapar la atención de las nuevas generaciones.

Ya en 1823 los gaditanos vitoreaban su nombre y el de “Napoleón II” -el Rey de Roma- al recibir a los bonapartistas que acudían a defender aquel último bastión del Trienio Liberal frente a los Cien Mil Hijos de San Luis. Episodios así se repetirían durante décadas, especialmente tras el “retorno de las cenizas” con el que la monarquía de Luis Felipe de Orleans buscaría legitimarse, cavando en realidad su propia tumba.

Según el cálculo de Thierry Lentz, director de la Fundación Napoleón que acogió en París una de las dos presentaciones de la edición francesa de El Primer Naufragio, durante estos dos siglos se han publicado entorno a mil libros al año, dedicados a quien probablemente siga encarnando el fenómeno de liderazgo más arrollador y misterioso de la historia contemporánea. Doscientos mil volúmenes que el esencialista Léon Bloy trató de condensar en unas decenas de páginas –El alma de Napoleón- o tal vez incluso en un solo párrafo:

“Jamás un hombre fue adorado como este, en la esperanza o en la desesperación, en los tormentos infinitos de la fatiga, el hambre y la sed, entre barrizales y nubes, bajo la metralla o entre los incendios, en las prisiones y en los hospitales, entre los agonizantes; adorado en todo caso, adorado siempre, a pesar de todo, como un redentor al que la corrupción de la tumba no podía alcanzar, como una virgen gloriosa que no podía morir. Yo he conocido en mi infancia a viejos mutilados que eran incapaces de distinguir entre él y el Hijo de Dios”.

Sirva como contrapunto el juicio de Tolstoi -glosado por Isaiah Berlin en El erizo y el zorro- que presenta a Napoleón como “el más lamentable y despreciable de los actores de la gran tragedia” por él mismo desencadenada, mediante la “mentira” de que “entiende y controla los acontecimientos” con la que “hipnotiza a los demás”.

Sí, pero todo hipnotizador necesita un péndulo magnético. Por algo en la sagaz percepción de Edgar Quinet, la “gloria napoleónica” sería reivindicada una y otra vez como “un adorno de la libertad”.

En su testamento, Napoleón dejó escrito que “el amor a la gloria es el puente construido por Satanás para pasar del infierno al paraíso, a través del caos”. Hace doscientos años, al conocer la noticia de su muerte, Victor Hugo escribió que “el mundo respiró” porque se había “liberado de su prisionero”. Poco después viajó a Portoferraio para recorrer, como yo lo he hecho estos días, las últimas pisadas que el Emperadorcito Napoleón I de Elba dejó grabadas en la arena antes de cruzar ese puente diabólico, celestial y, por supuesto, caótico. Al hacerlo demostró que quienes le habían despojado de todo lo demás no eran conscientes de que, como concluyó Lord Byron, “para ese Diógenes su barril era el universo”.