La imagen de quien llegó a ser número dos del PP en Madrid entregando fajos de billetes en su despacho oficial de consejero de Transportes al gestor de su cuenta en Suiza es la estampa de la perfidia y la desvergüenza. Francisco Granados no sentía siquiera pudor por utilizar la sede del Gobierno regional para colocar un dinero que procedía del latrocinio. Actuaba con el mismo descaro con el que Jordi Pujol pasaba por la frontera con el maletero de su coche lleno de bolsas de dinero, otra escena que, sin haber sido grabada, quedará fijada en la memoria colectiva como ejemplo de toda una era de corrupción en España.

Granados debía sentirse seguro en el despacho. ¿Qué mejor lugar para hacer negocios turbios sin levantar sospechas que las instalaciones oficiales? El empresario Marjaliza también aseguró en la investigación que le pagó comisiones en el Ayuntamiento de Valdemoro cuando era el alcalde.

Produce inquietud sólo pensar que los hechos que ha narrado ante el juez el gestor suizo que se encargaba de recoger el dinero para sacarlo al extranjero ocurrieron entre 2003 y 2005, porque Granados aún ascendió después a vicepresidente, y estuvo manejando los hilos de la política madrileña hasta 2013. ¿Si esto hacía como alcalde y consejero, que no haría después con más poder y experiencia en el pillaje?

Utilizar el despacho institucional como escondite para manejar el dinero de la corrupción es la metáfora más descarnada de hasta qué punto algunos políticos se han servido de las instituciones para su lucro personal.