Michel Temer es el primero en la línea sucesoria de Brasil.

Michel Temer es el primero en la línea sucesoria de Brasil. Patricia López Reuters

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Michel Temer, el nuevo presidente de Brasil

El triunfo del 'impeachment' ha coronado definitivamente al que fuera aliado de Rousseff al frente del país.

19 abril, 2016 01:57
Río de Janeiro

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(Actualizado el jueves, 1 de septiembre de 2016).

Una de las imágenes más diáfanas para entender la crisis política de Brasil es la de Michel Temer sentado junto a Dilma Rousseff, hombro con hombro pero con miradas recíprocas de reojo. Fue el 9 de diciembre de 2015, dos días después de que el entonces vicepresidente escribiera una carta pública en la que se quejaba de la desconfianza que la presidenta mostraba respecto a él y dijo sentirse “un elemento decorativo”. No había pasado una semana desde que se había abierto el proceso de juicio político, o impeachment, contra la presidenta. “Hemos quedado en que tendremos una relación respetuosa”, dijo Temer sin inmutarse.

Nada más lejos. La carta, o su efecto, encendió la chispa de un divorcio institucional consumado cinco meses después, con el avance del impeachment a Rousseff. El proceso siguió su curso y terminó cobrándose la cabeza de la dirigente, lo que le dio a Temer la oportunidad de llegar a la presidencia, primero temporal, ahora definitiva. Siempre amasó poder, pero sin salir a escena. Ahora, sin embargo, le toca el primer plano al que no estaba acostumbrado como número dos de la destituida Dilma.

Las tomas de posesión en los dos mandatos de Rousseff son reveladoras de su personalidad. En ambas la estampa de Temer se repitió, el traje impoluto, el pelo repeinado hacia atrás, al estilo Pájaro Loco, mirando con la barbilla erguida desde su 1,70 de estatura. En ambas ocasiones él quedó en un segundo plano, si no en un tercero, porque los focos se volcaron, además, en su mujer, Marcela Temer, 42 años más joven que él. No era una novedad para Temer, un político en apariencia mesurado, curtido en una extensa carrera entre bambalinas, tejiendo redes de poder hasta hacerse con él, como sucedió con su partido, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, el PMDB, del que es presidente hace 13 años.

A la tercera toma de posesión el protagonista fue él, finalmente. Ocurrió el miércoles, y en ella, en un formato reducido por el carácter urgente de la ceremonia tras la destitución de Rousseff, se limitó a recitar la frase protocolaria, atusarse el cabello y salir pitando para presidir el consejo de ministros y, por fin, tomarse un avión a China para representar a Brasil como presidente, ahora sí, oficial.

Michel Elias Temer (Tieté, Sao Paulo, 1940), hijo menor de ocho hermanos de una familia de la colonia libanesa de Brasil, es abogado constitucionalista y best-seller de libros de derecho en Brasil, y también ha tenido tiempo a casarse tres veces y tener cinco hijos. Como político acumuló seis legislaturas de diputado federal, lideró el grupo parlamentario del PMDB y fue presidente del Congreso en tres ocasiones. Desde 2010 fue vicepresidente de Brasil acompañando a Dilma Rousseff, en una reedición de la fórmula PT-PMDB de los dos mandatos de Lula da Silva. Y en 2016, a punto de cumplir 76 años se convirtió en presidente de Brasil, el cargo que le faltaba a su currículum. Su historia no puede contarse sin entender el PMDB, un partido amalgamado de intereses y tendencias que él ha ido dominando a imagen y semejanza de su figura política.

Su partido, que no es el de Rousseff, nunca pierde

El llamado “partido del poder” se ha hecho célebre en Brasil por amasar enormes cuotas de mando en todos los estratos del panorama político del país, también en el gobierno federal. Sin presentar candidato a presidente desde 1994, siempre ha ocupado un espacio vital en el ejecutivo mediante alianzas a medida, e incluso ha tenido dos presidentes sin pasar por las urnas: en 1985, cuando el entonces vicepresidente José Sarney sustituyó al fallecido Tancredo Neves antes de siquiera haber tomado posesión, y en 1992 cuando Fernando Collor de Mello dimitió durante el juicio político al que fue sometido. Luego siempre formó parte de los gobiernos, da igual el signo político, primero con Fernando Henrique Cardoso y luego con el PT, hasta repetirse la situación: alguien del PMDB, en este caso su presidente, es el mejor colocado para convertirse en presidente también sin haber sido votado, pero más que nunca demostrando la capacidad camaleónica de su figura –y de su partido- y su hambre de poder.

En su traje de vicepresidente, Temer encarnó la naturaleza del PMDB: llegó como complemento de una fórmula presidencial, o sea, aprovechó el tirón electoral del otro y le cedió su poder en el congreso y sus dotes de articulación política, a la vez que evitaba quemarse delante de la opinión pública. Pero cuando ha hecho falta, ha saltado, ha mordido y ahora está a punto de quedarse con el botín. Por eso Dilma Rousseff y Lula da Silva insisten estos días, sin decir su nombre, que Temer es un conspirador, la verdadera mano que mece la cuna en todo el proceso de destitución.

Ya cuando llegó Rousseff al poder y se acordó la alianza surgieron algunas reticencias en torno a Temer. La conjunción entre el PT y el PMDB había funcionado por los perfiles de los anteriores gobernantes (Lula da Silva y José Alencar). Pero quien aterrizaba en Planalto era una presidenta sin apenas peso en su propio partido, flanqueada por un viejo zorro de los despachos de Brasilia. Y que, además, tenía la llave del entendimiento con el Congreso, pues el PMDB, como hoy, ya tenía el mayor grupo parlamentario. Con Lula tutelando la unión de conveniencia no habría problemas, se advertía en columnas de la prensa local en aquella época. Ahora bien, en zona de curvas y con Rousseff sola a los mandos, Temer podría ser un peligroso copiloto. A ese estadio se llegó a finales del año pasado.

La grieta y el discurso filtrado

Con el país sumido en una crisis económica brutal y con una presidenta en un enfrentamiento creciente con destacados actores peemedebistas –principalmente el presidente del Congreso, Eduardo Cunha- Temer se empezó a despegar pero sin que nadie lo notase ni un centímetro más alto que otro. Un movimiento en el Congreso por aquí, una reunión por allá en su residencia oficial, el palacio de Jaburu,... y cuando le hizo falta, el puñetazo rotundo sobre la mesa: la carta que agrandó la grieta. Y comenzó entonces la carrera por el poder.

Temer se apoyó subrepticiamente en su aliado y compañero de partido, Eduado Cunha, que tomó la vanguardia en la guerra contra Rousseff. Su perfil institucional de vicepresidente le hizo mantener las formas, hasta que este mismo mes se filtró “erróneamente” un discurso de Temer a sus diputados en el que ensayaba una toma de posesión. Y desde entonces la bola de nieve fue aumentando hasta llegar al capítulo más esperado.

Al fin, presidente

Ahora el poder con mayúscula llama a la puerta de quien ha pasado por todos los estamentos institucionales de Brasil. Incluida una interinidad al frente del país (del 12 de mayo hasta este miércoles) en la que ya dejó patente sus intenciones.

Para empezar, hizo uso de su carácter conciliador y su poder en el Legislativo para atar las propuestas que quería llevar a cabo como jefe del Gobierno. La principal, la aprobación del techo de gasto público, pendiente de aprobación, que estipula el límite de crecimiento de gasto al vincularlo a la inflación del año anterior. A continuación, la reforma de las pensiones, una impopular medida que también persigue el ahorro para las arcas públicas, que presentan un déficit creciente en los últimos años. Para ambas medidas tendrá enfrente a los poderes regionales y los sindicatos, que pretende desactivar, como cuando teje alianzas, a través de su arma: el diálogo.

Temer persigue hacer en dos años y cuatro meses lo que otros gobiernos intentarían hacer en cuatro, o quizás en ocho. Él no tiene tiempo, porque saldrá de escena previsiblemente con las elecciones de 2018. Pero su motor,  según él mismo aseguró el pasado miércoles a sus ministros, ya no es solo recuperar al país de la crisis económica y buscar “la armonía” política: él quiere salir del poder “entre los aplausos del pueblo”.