La rosa tatuada

Por Mario Martín Lucas

(Crítica teatral a La rosa tatuada, producción del Centro Dramático Nacional, adaptación del texto de Tennessee Williams, en exhibición en el Teatro María Guerrero, de Madrid, dirigida por Carme Portaceli y protagonizada por Aitana Sánchez Gijón).

El texto de La rosa tatuada, escrito por Tennessee Williams en 1950, durante una época en la que residió en Barcelona, profundamente enamorado del joven actor italiano Franck Merlo, a quien dedicó esta obra, vio la luz en medio de esa profunda pasión, sentimental y también carnal, que fue el caldo de cultivo en el que se creó, y parece como anillo al dedo, su conocida cita: “…hagamos una plegaria por todos los corazones salvajes que viven encerrados en jaulas”.

El personaje protagonista de Serafina, efectivamente, es un corazón salvaje que vive presa de los convencionalismos y de ella misma, viuda desde hace tres años y medio, después de vivir cuatro mil trescientas ochenta noches de pasión, como repite incansablemente a todos, la quieran oír o no.

Aitana Sánchez Gijón, buena actriz y bella mujer, sugería la expectativa de una Serafina de calado, casi de rompe y rasga, quizás en la linea de la Anna Magnani de la versión cinematográfica de Daniel Mann en 1955, pero el melodrama escrito por Tennessee Williams no resulta como tal ante nuestros ojos, sobre las tablas del Teatro María Guerrero, hasta llegar a que momentos especialmente dramáticos sean enmarcados por alguna carcajada en el patio de butacas.

La escenografía que se nos presenta ocupa toda la extensión disponible de las tablas del María Guerrero y ello hace que los elementos que se utilizan queden algo perdidos sobre la escena, condicionando unos movimientos excesivamente forzados de los actores. A reseñar la ubicación de la maquina de coser de Serafina, tan alejada de los espectadores que cuando Aitana se ubica allí, el sonido de su voz llega apagado al público, casi como un susurro; aunque nada tan artificial como el estante que se descuelga para que Serafina alcance un botella de vino con la que obsequiar a Mangiacavallo, sin aportar nada el hecho de que hubiera estado fijo o se tenga que descolgar en ese momento.

Por si el espacio de escenario ocupado resultase escaso, se juega con lo que inicialmente es la fachada de la casa de Serafina, con un movimiento basculante hacia el público para ganar unos metros más hacia el patio de butacas, al que tampoco encontramos ningún sentido, especialmente en un momento en el que parece que algo falla y se queda fijo a la mitad de su movimiento, como si fuera la quilla de un barco.

Los números musicales tampoco aportan nada al espectáculo y las proyecciones de imágenes realizadas, más allá de permitirnos ver el rostro de Aitana con mayor cercanía, resultan demasiado simples. Sencillamente un exceso de ampulosidad.

Carme Portaceli dirige el espectáculo y es la responsable de las decisiones que llevan a escena todo lo que sucede en él. El planteamiento por el que opta convierte el texto de Tennessee Williams en una especie de comedia romántica, bastante edulcorada, en la que no queda casi nada de la profundidad con la que fue escrito.

Aitana Sánchez Gijón irrumpe formidable en la primera escena, rotunda y romana, pero desde ahí va sucumbiendo en el ritmo general y termina por no resultar creíble, totalmente alejada de la actriz que vimos hace menos de un año sobre las piedras del Teatro Romano de Mérida, en la piel de Medea.

Roberto Enríquez intenta poner lo mejor de sí en el personaje de Mangiacavallo, pero también sucumbe, arrastrado por la propia vida del espectáculo. Únicamente Alba Flores logra resultar fresca y diferente, por encima del tono general.

Para los ojos de este crítico, el espectáculo resulta fallido, una pena, porque texto hay, buenos actores también, un gran Teatro María Guerrero -que siempre me parece bellísimo-, los medios del Centro Dramático Nacional y espectadores ansiosos de paladear, al tiempo que agradecer, el trabajo y el esfuerzo sobre las tablas. Pero lo grave no es esto, que no es mas que una opinión, lo peor es la fría reacción del público, con bastante gente sin participar en el cortés saludo al final de la obra a los protagonistas sobre el escenario. Esperemos que los responsables lo vivan desde la excelencia y apliquen los aprendizajes para el futuro, porque el tiempo, como dijo Tennessee Williams, es la distancia más larga entre dos lugares.