Encuentro en 1982 entre el entonces recién ordenado reverendo Robert Prevost y el Papa Juan Pablo II en la parroquia de Santa María de la Asunción. Prevost y su familia eran devotos y entregados feligreses de la iglesia del Far South Side de Chicago.

Encuentro en 1982 entre el entonces recién ordenado reverendo Robert Prevost y el Papa Juan Pablo II en la parroquia de Santa María de la Asunción. Prevost y su familia eran devotos y entregados feligreses de la iglesia del Far South Side de Chicago.

Reportajes

Mildred Martínez, la madre con raíces españolas que crio a León XIV, el primer Papa de Estados Unidos de la historia

Robert Prevost se crió en los suburbios del sur de Chicago, donde comenzó a profesar la fe antes de marcharse como misionero a Perú.

Más información: León XIV, el primer Papa de EEUU de la Historia: forjado en las iglesias de Perú y destinado a servir de contrapeso a Trump.

Denver (EEUU)
Publicada

En una casa modesta del sur de Chicago, una bibliotecaria de voz suave y fe firme sembró una espiritualidad discreta y profunda en su hijo. Medio siglo después, aquel niño callado, criado entre libros, rosarios y sobremesas largas, se convertiría en el primer Papa nacido en Estados Unidos. Esta es la historia de ella: la mujer que lo hizo posible sin buscar ser vista.

Mildred Martínez no tuvo un título eclesiástico ni una tribuna pública. Pero en su hogar de Dolton, al sur de Chicago, tejió una espiritualidad que acabaría proyectándose al mundo. Con una fe mariana, tranquila y concreta, transmitió a su hijo Robert —el menor de tres hermanos— una visión del mundo donde lo pequeño era sagrado y lo invisible, poderoso.

Se graduó en bibliotecología por la Universidad DePaul en 1947 y se sacó un master en educación dos años después. Trabajó como bibliotecaria en instituciones clave como la Catedral del Santo Nombre o la escuela secundaria Von Steuben, pero su vida giraba en torno a la parroquia de St. Mary of the Assumption, donde cantaba en el coro, dirigía grupos y se encargaba de la biblioteca parroquial. Era, según quienes la conocieron, una mujer que "hablaba poco de Dios, pero lo hacía presente en todo"

Para muchos, Mildred era una figura indispensable. "Siempre estaba allí", recuerda una vecina de la familia. "Si había algo que organizar, ella ya lo tenía hecho". Su entrega silenciosa fue, durante décadas, uno de los pilares invisibles de la vida parroquial.

El papa León XIV en segundo curso. Está de pie (cuarto por la izquierda) en esta foto de clase de 1962, según un antiguo compañero del colegio Santa María de la Asunción, en el Far South Side.

El papa León XIV en segundo curso. Está de pie (cuarto por la izquierda) en esta foto de clase de 1962, según un antiguo compañero del colegio Santa María de la Asunción, en el Far South Side. Chicago Suntimes.

El niño que aprendió en voz baja

Robert creció entre estanterías de libros y bancos de iglesia. Su madre le enseñó a leer y, sin proponérselo, también a orar. Robert no destacaba por carisma ni por rebeldía. Era reservado, observador, educado. Un chico de silencios densos y mirada larga. Le interesaban las matemáticas, los mapas, los libros de historia. No se lo encontraba en el campo de fútbol, sino en la biblioteca donde trabajaba su madre, o en los bancos de la parroquia, tomando notas en un cuaderno arrugado. Su fe fue gestándose al ritmo lento de los días escolares, las misas de domingo y las conversaciones discretas.

Estudió en Thornridge High School, donde su perfil fue siempre el mismo: atento, aplicado, sereno. Prefería sentarse en las primeras filas, nunca levantaba la voz. Sus compañeros lo veían como alguien "muy serio, pero no distante". Como muchos adolescentes de entonces, no tenía claro su futuro, pero sí sabía lo que no quería: una vida de ruido.

En uno de esos años escolares, un sacerdote agustino visitó su clase y habló de san Agustín no como santo inalcanzable, sino como un buscador. A Robert le fascinó esa figura de fe intelectual y humanidad frágil. Allí empezó a germinar algo. La idea de una vocación distinta, no como evasión, sino como posibilidad.

Su formación continuó en la Universidad de Villanova, donde se graduó en Ciencias Matemáticas. Para él, las matemáticas no eran frías ni abstractas: eran una forma de comprender el orden del mundo. Pero el corazón seguía latiendo en otra dirección. Volvió a Chicago y se formó en la Catholic Theological Union, un centro donde conoció el rostro social del catolicismo: el que lucha contra la pobreza, el que se mezcla con lo urbano, el que dialoga.

Robert no buscaba el púlpito, sino el silencio que permite escuchar. Mientras otros jóvenes de su generación se agitaban entre protestas, él leía a san Agustín y meditaba sobre el sentido de la vida interior. En 1977, a los 22 años, ingresó al noviciado de la Orden de San Agustín. Y ya no miró atrás.

Un joven Prevost en Perú durante una etapa como misionero.

Un joven Prevost en Perú durante una etapa como misionero.

Una madre, una semilla

Mildred Martínez tampoco buscó nunca ser el centro de atención. Su fe no se expresaba en discursos ni campañas, sino en el modo en que preparaba la mesa los domingos, en cómo ordenaba los libros de la biblioteca parroquial, en el rosario que sostenía cada noche antes de dormir. Para ella, la religión no era una causa ni un conflicto: era una manera de estar en el mundo.

Ese estilo de fe —silenciosa, concreta, compasiva— fue el que respiró su hijo desde pequeño. Y es, en esencia, el que hoy predica como Papa. En un tiempo en que el catolicismo a menudo se presenta en clave de espectáculo o de enfrentamiento cultural, sobre todo en el país del que él procede, León XIV representa otra posibilidad: una Iglesia que no necesita alzar la voz para ser firme, que no se agita ante cada controversia, que no mide su impacto en seguidores, sino en consuelo.

Mildred no escribió tratados de teología, pero enseñó a su hijo que servir es más importante que brillar. Su ejemplo de discreción marcó cada etapa de la formación de Robert: desde los bancos de Dolton hasta los pasillos de la curia romana. Allí donde otros buscaban influir, él aprendió a acompañar. Donde otros proclamaban, él escuchaba. El catolicismo que Mildred encarnó fue —y sigue siendo a través de su hijo— una corriente subterránea, invisible para los titulares, pero vital para el alma de la Iglesia.

Mildred falleció en 1990. No vio a su hijo con mitra ni con anillo pastoral. Nunca supo que sería Papa. Pero fue ella quien le enseñó que la fe no necesita aplausos, que el Evangelio empieza en casa y que el liderazgo, si es real, nace del servicio.

En Dolton, su antigua comunidad lo sabe. En la parroquia de St. Mary of the Assumption, donde tantas veces cantó, rezó y sirvió, los feligreses hablan con orgullo de su "hijo del barrio". No solo por él, sino también por ella. Sin ella, no habría habido León XIV. Su nombre no estará en los anales vaticanos, pero su huella vive en cada gesto, en cada palabra, en cada silencio del primer papa nacido en Estados Unidos.

Y es que, como tantas mujeres en la historia de la Iglesia, Mildred Martínez no necesitó púlpito para predicar. Su vida fue el sermón. Su hijo, ahora vestido de blanco, es su eco universal.

El cardenal Robert Prevost durante una de las 'novendiales' por el papa Francisco.

El cardenal Robert Prevost durante una de las 'novendiales' por el papa Francisco. Fabio Frustaci Efe

De Robert a León XIV

Ayer, 8 de mayo de 2025, el humo blanco ha sorprendido a medio mundo. Robert Francis Prevost, agustino, misionero en Perú, acababa de ser elegido Papa. Ha tomado el nombre de León XIV. Es el primer estadounidense en la historia en sentarse en la silla de Pedro. Y lo hace en un momento en el que su país, bajo un nuevo mandato de Donald Trump, agita tensiones comerciales, levanta muros físicos y simbólicos, y proyecta al exterior una imagen de repliegue.

Pero León XIV no representa ese Estados Unidos. Habla español con fluidez. Lleva décadas caminando junto a comunidades indígenas, campesinas, olvidadas. Su liderazgo no nace del poder, sino del servicio. Su fe no se impone, acompaña.

En su primera homilía como pontífice, apenas ha levantado la voz, pensando en quienes le enseñaron a escuchar antes de hablar. No ha mencionado nombres. Pero quienes lo conocen, saben exactamente a quién recordaba.

Mildred Martínez. Su madre. Con orígenes presumiblemente españoles. Bibliotecaria, devota, voz suave y firme. La mujer que organizaba las estanterías de la parroquia y el alma de su casa. Que cantaba en el coro los domingos y rezaba cada noche por la vocación de su hijo, sin saber adónde lo llevaría. Hoy, su eco resuena en el Vaticano. En un tiempo donde todos quieren ser vistos, León XIV representa lo contrario: alguien que aprendió a hacerse invisible. Y que, precisamente por eso, se ha hecho universal.