Zvi, junto a su madre y a su padre.

Zvi, junto a su madre y a su padre.

Reportajes

El refugio de Zvi, el niño judío adoptado por una familia cristiana que sobrevivió al Holocausto

Una familia cuidó de él durante toda su niñez hasta que su padre, tras la contienda, lo recuperó. Su madre, entonces, ya había sido asesinada en un campo de concentración. 

29 enero, 2022 02:32

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Cuando Zvi Szlamowicz llegó al mundo en junio de 1942, el nazismo amenazaba Europa. En enero de ese mismo año, durante la conferencia de Wansee, el partido nazi había anunciado “la solución final”, lo cual obligaba a los judíos a agruparse para ser deportados y posteriormente exterminados. Los padres de Zvi, refugiados judios asentados en Bélgica después de huir de su Polonia natal, tuvieron que ocultarse para evitar el trágico destino que les aguardaba.

“¿Por qué traer un hijo al mundo en esas circunstancias?”, se pregunta Zvi desde su casa de Israel, su actual lugar de residencia, en una entrevista con EL ESPAÑOL con motivo de la semana del Holocausto en el Centro Sefarad-Israel de Madrid. Hay dos versiones: “La primera, porque un médico aconsejó a mi madre que, para acabar con su depresión, quedarse embarazada la colmaría de ánimos. La segunda, y más convincente, era por el rumor que corría de que los nazis iban a esterilizar a todas las mujeres judías”, cuenta.

Sin embargo, poco tiempo pudieron disfrutar de Zvi. Por miedo a lo que pudiese ocurrir, y gracias a la ayuda de un cura perteneciente a la Resistencia, decidieron entregar al pequeño de cinco meses a una mujer casada con un alto oficial del ejército belga. El acuerdo consistía en que se quedase con los padres adoptivos hasta el final de la guerra. Las esperanzas de volver a ver su hijo recién nacido se desvanecían al ritmo del traqueteo de los trenes que partían en masa hacia los campos de exterminio.

Raquel, su hermana nueve años mayor que él -quien lo ha ayudado a reconstruir su historia-, también fue apartada de sus padres. La internaron en un convento, lugar en el que le enseñaron las costumbres católicas y que le sirvió de refugio. A Zvi, sus nuevos padres también decidieron bautizarlo católico.

Ocultos

El matrimonio logró ocultarse durante meses, hasta que un día, que su madre estaba de visita en casa de su tía, los nazis cercaron el barrio. Ambas fueron arrestadas y trasladadas al campo de tránsito de Dossin, última parada antes de cruzar la frontera con Polonia, para terminar en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Según un testigo que las vio, las dos hermanas llegaron a las filas de selección. En ellas dividían a los judíos que podían trabajar en las fábricas de armamento del campo y a los que -por la avanzada edad o la enfermedad- no podían. “Las dividieron cada una en una fila, pero mi tía, más jóven que mi madre, se cambió de fila para colocarse en la de mi madre. Las dos fueron asesinadas en las cámaras de gas”, relata Zvi.

Zvi, ahora, en su casa.

Zvi, ahora, en su casa.

El borroso recuerdo de la infancia no le permite dibujar el rostro de su madre. “Apenas pude conocerla”, expresa. Su padre, zapatero de profesión que tuvo que cerrar su negocio debido a las prohibiciones antisemitas, permaneció oculto durante dos años bajo el amparo de la Resistencia belga, la cual gozaba de un gran número de adeptos -en Bélgica, a diferencia de otros países, el odio al nazismo era más evidente-.

Pero en 1944, la Gestapo lo descubrió: “Cuando encontraron a mi padre, los nazis se sorprendieron de que, después de seis años de guerra, un judío estuviese libre. Por ese motivo, en vez de enviarlo a Auschwitz, lo internaron en la cárcel de Breendonk y lo torturaron con el fin de que delatase a otros posibles judíos que, como él, hubiesen resistido”, cuenta. Finalmente, con la llegada de las tropas soviéticas, fue liberado.

Hasta ese momento, Zvi permaneció al resguardo de sus “padrinos” -así llama a sus padres adoptivos-. “Vivíamos mejor que la mayor parte de la población. Me trataban como a un príncipe”, dice. Sin embargo, también convivían con el miedo de que alguien pudiese revelar la verdadera procedencia del niño. De hecho, recuerda como un día la suerte pudo cambiar su destino. “Mi madrina y yo íbamos en el tren, yo iba sobre sus rodillas, cuando de repente un oficial nazi se paró delante de nosotros y dijo: “Se ve que es un niño judío, y no me conteste porque sé que me va a mentir”. Su madre adoptiva, invadida por el miedo, decidió bajarse del tren.

La llamada

Una vez concluida la contienda, lo primero que hizo su padre fue ir a buscar a su hija al convento en el que se refugiaba. Ambos se colmaron de fuerzas para conseguir el mayor de los anhelos: encontrar a Zvi y reunificar a la familia tras tres años separados. Recorrieron las calles de una Amberes devastada por las bombas en busca de la casa en la que, según recordaba su hermana, vivía la familia adoptiva. “Cuando me entregaron a la nueva familia, mi hermana siguió la pista a mis padrinos para así conocer mi paradero”. Sin embargo, cuando padre e hija llegaron a la casa, allí no había nadie. “Una portera les dijo que, debido a los bombardeos, se habían marchado a una pequeña aldea al norte de Bélgica”, cuenta.

Muchos de los padres adoptivos que custodiaron a los hijos de judíos no quisieron devolverlos después de la guerra; otros tantos, pedían dinero a cambio o los delataban; algunos padres incluso raptaron a sus propios hijos. Quizá por eso, antes de iniciar el viaje que los llevase hasta el paradero de Zvi, su padre decidió llamar por teléfono: “Cuando mi madrina cogió el teléfono y escuchó la voz de mi padre, no contestó. Hubo un largo silencio. Fue a buscarme a mi habitación y me puso al teléfono. Me pidió que dijera ‘papá’. Mi padre me escuchó emocionado al otro lado de la línea”, relata.

Superar la muerte

En esa búsqueda de su familia, el padre no terminó de asumir que no volvería a reencontrarse con la madre de sus hijos. Después de la guerra, la Cruz Roja Internacional publicó unos listados de los judíos que perecieron. Ella no figuraba en ninguna de esas listas. Aún así, no perdió las esperanzas. Durante meses, acudía cada día a la estación para recibir a los trenes que llegaban desde Polonia con los supervivientes de los campos de concentración. Su esposa nunca llegó. “Mi padre jamás superó el trauma que supuso la pérdida de mi madre. Siempre vivió con el miedo en el cuerpo. Tampoco quiso nunca contarme nada, todo esto lo sé por mi hermana”, explica.

La vida en aquella Bélgica de 1945 fue muy dura. “No había casa, ni mamá, ni empleo. No había nada”, cuenta. Su padre, resignado, optó por dejar que Zvi siguiera criándose con sus padres adoptivos hasta que el niño cumplió seis años. Entonces, el padre ya tenía oportunidades de futuro y podía darle a su hijo lo que necesitaba, así que decidieron abandonar Bélgica e iniciar una nueva vida en Bolivia. Los tres juntos. Lejos del paisaje de posguerra que sólo hacía recordar los estragos del odio y la ignominia.

Zvi estuvo viviendo durante 11 años en Bolivia, otros 10 en Brasil. Allí conoció a la que es ahora su esposa. En 1971, se fueron a vivir a Israel. En el trayecto, decidió pasar por Bélgica para visitar a sus padres adoptivos. “Cuando entré en la vivienda, estaba todo igual que cuando me fui. Repleto de fotos mías de niño. Todo en el mismo lugar”, recuerda. Nunca perdió el contacto con ellos. Durante esos 21 años, su madrina le enviaba cartas cada mes.

La despedida de su madre adoptiva

Años más tarde, una llamada le alerta de que su madrina está ingresada en el hospital. Su padrino había fallecido años antes. Sin dudarlo, decide coger un vuelo para ir a verla. “No estaba enferma, estaba cansada. Tenía 86 años”, cuenta Zvi, quien, tras largas horas junto a ella en el hospital, quiso preguntarle: “¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué tanto riesgo para salvar a un bebé judío?”. A lo que la anciana respondió: “Porque soy una buena cristiana”.

Nunca más se volverían a ver. Dos semanas más tarde, falleció en el hospital. “Era como si me estuviera esperando para morir”, comenta.

En la actualidad, Zvi Szlamowicz tiene seis hijos, 16 nietos y tres bisnietos. “Hitler se estará revolviendo en su tumba”, bromea. Se convirtió en profesor de secundaria. Además, imparte charlas en recuerdo de las víctimas de la Shoá. La última, el pasado martes, dentro del marco de actividades que organiza el Centro Sefarad-Israel en Madrid. “Para mí es un honor contar mi historia”, dice.

Su testimonio es uno de los últimos supervivientes vivos del Holocausto. Su legado es eterno. Su memoria es historia.

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- “Que no existe ideología por la que merezca la pena morir”.