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Sentada en una silla de tijera y enfundada en un anorak azul, Conchita Martín repartía folletos en varios idiomas a los turistas, que la escuchaban delante de la Casa Blanca con curiosidad.

Había levantado su tenderete con un amigo en 1981, unos meses después de la toma de posesión de Ronald Reagan y lo mantenía desde entonces con la ayuda de jóvenes que hacían turnos para relevarla cuando dejaba su puesto para comer algo, darse una ducha o irse a dormir.

Cada vez más encorvada, con las piernas hinchadas y problemas coronarios, Conchita madrugó casi cada día durante 35 años para custodiar su protesta antinuclear en el extremo sur de la plaza Lafayette. “Sentía que era su trabajo y decía que no se podía ausentar”, explica una funcionaria española que le echó una mano en los últimos años con sus problemas de salud.

Arropada por un puñado de voluntarias de una organización benéfica, la española más famosa de Washington falleció este lunes a los 80 años en el apartamento que compartía con otras tres personas sin hogar. Por ahora la oficina del forense no ha encontrado a ningún familiar que quiera darle sepultura al cadáver, que permanecerá en una morgue mientras se cumplen los plazos que establece la ley.

Foto: Flickr.

Foto: Flickr.

He hablado con una decena de personas para escribir este perfil. Una conoció a Conchita a su llegada a Nueva York en los años 60. Las demás la trataron en distintos momentos de su carrera como activista y sus palabras ayudan a comprender su evolución.

Todos recuerdan a la española con respeto y cierta ternura pero admiten que no era una persona fácil y que su discurso no siempre era coherente. El mejor ejemplo era su atuendo: siempre llevaba la cabeza cubierta con un casco y una peluca por temor a un ataque del Gobierno con ondas electromagnéticas. “¡Quieren pararme!”, decía en 2013 a una periodista americana. “Es una historia muy complicada pero van a por mí”.

Una iglesia con historia

El albergue donde falleció Conchita se llama N Street Village y se encuentra a apenas cinco manzanas de la Casa Blanca, muy cerca de restaurantes de moda como el Lincoln y de la sede histórica del ‘Washington Post’.

Sus fundadores fueron varios miembros de la Luther Place Memorial Church, una iglesia evangélica creada como un símbolo de reconciliación ocho años después del final de la Guerra de Secesión. La iglesia tiene un lugar en la historia afroamericana: su sótano sirvió de refugio durante los disturbios que azotaron Washington en 1968 y albergó un café operado por artistas negros como la cantante Roberta Flack.

En 2015 N Street Village encontró alojamiento para 176 mujeres sin hogar. La inmensa mayoría eran afroamericanas y sufrían adicciones o problemas mentales. Seis de cada 10 tenían más de 50 años y siete de cada 10 sufrían problemas graves de salud.

Conchita llegó allí en noviembre de la mano de la trabajadora social Bryce Moffett, que recibió la llamada de una enfermera de la clínica Providence de Washington preguntando si tenían alojamiento para una anciana que dormía a menudo en la calle y que llevaba unos días ingresada en el hospital.

Foto: Bruno Sánchez Andrade-Nuño / Flickr.

Foto: Bruno Sánchez Andrade-Nuño / Flickr.

“Al principio resistió a venir pero al final aceptó”, recuerda Schroeder Stribling, que ejerce como directora de N Street Village y supervisa el trabajo de empleados como Moffett. “Aquí ofrecemos servicios médicos y tenemos un centro de día. Pero ella se iba por la mañana a la Casa Blanca y volvía por la noche. Consideraba que aquello era su trabajo y no dejó de hacerlo hasta unos días antes de morir”.

Antes de llegar a N Street Village, Conchita durmió al raso durante meses delante de un edificio verde que los vecinos conocen todavía hoy como Peace House y habría muerto en la calle si no fuera por el empeño de un puñado de funcionarias españolas que se pararon a hablar con ella, la llevaron al médico y empezaron a interesarse por su situación.

“Tenía las piernas hinchadas pero al principio no quería ir al hospital”, recuerda Beatriz Olaguíbel, que trabaja en la sección laboral de la embajada española en Washington. “Al final la convencimos y estuvo ingresada cinco días. Le deshincharon las piernas y nos dijeron que estaba muy delicada del corazón. Pero ella dijo que debía volver a la Casa Blanca y en el hospital llamaron a N Street”.

No fue fácil encontrar un lugar para Conchita, que llevaba unos meses dando tumbos por Washington porque no quería dormir demasiado lejos de su puesto de la plaza Lafayette. Aceptó instalarse en N Street Village porque le permitía mantener su rutina habitual. Madrugaba para mantener en pie su puesto de protesta y regresaba a casa al anochecer.

Una tarde de enero se cayó en la calle y se rompió un brazo. Se negó a volver al hospital pero aceptó que la examinara un médico que le ordenó que guardara reposo en su habitación. “Fue unos días antes de la tormenta de nieve”, recuerda Beatriz. “Unos días después, nos llamó muy afectada para decir que le habían robado el móvil. Nos pasó el teléfono de una persona del centro y le dijimos que el lunes la llamaríamos pero el lunes de madrugada falleció”.

Varias personas despiden en el parque Lafayette a Conchita.

Varias personas despiden en el parque Lafayette a Conchita. Lucía Real Efe

¿Un futuro en España?

El objetivo último de personas como Beatriz o su colega Carmen Eiriz era convencer a Conchita de que volviera a España e ingresarla en una residencia de ancianos de la Seguridad Social.

“Lo hemos hecho a veces con personas mayores que han vivido aquí muchos años y se han quedado sin familia. Al principio no le hizo mucha gracia pero luego conseguimos que se ilusionara un poco”, recuerda Carmina, que coincidió con Conchita durante sus años en Nueva York.

El plan debía salvar un escollo: la activista había perdido su pasaporte español al aceptar la nacionalidad americana y debía recuperarlo para poder volver a su país. “El consulado inició los trámites pero no tuvimos tiempo para completarlos”, explica la funcionaria Eiriz.

Al contrario de lo que publicó en 2013 el Washington Post, Concepción Martín no nació en Vigo sino en Santiago de Compostela. Así lo atestigua su expediente en el consulado de Nueva York, donde llegó en torno a 1960. Solía decir que era la nieta de un aristócrata y la hija de un juez al que habían matado las tropas de Franco y que se había criado en un internado de monjas antes de cruzar el océano para trabajar.

A finales de los años 60, ejerció como recepcionista en la oficina comercial española, que entonces ya se ubicaba en el número 805 de la avenida Lexington. “Era una trabajadora muy amable y muy profesional”, dice Carmina. “Recuerdo que me contó que había tenido un problema con el esposo pero tampoco profundicé mucho. Al cabo de un tiempo, me enteré por un periódico de que estaba allí en Washington con una peluca inmensa. Serían los años 80 y no me lo podía creer”.

Durante sus años en la oficina comercial, Conchita conoció a un italiano con el que se casó el 29 de octubre de 1969. Lo que ocurrió después está muy bien contado en un largo perfil que publicó en 2013 el Washington Post.

Al ver que no lograban tener hijos, la española y su marido viajaron a Argentina, donde adoptaron una niña en 1973. Al volver, el matrimonio se rompió y el marido apartó a Conchita de su hija argumentando que sufría un problema mental.

Foto: Antonio Zugaldia / Flickr

Foto: Antonio Zugaldia / Flickr

Conchita ingresó primero en un hospital y luego un psiquiátrico de Long Island. Unos meses después, huyó a España con la ayuda de una monja neoyorquina y volvió a finales de los años 70 con el objetivo de recobrar la custodia de su hija. Ese empeño la llevó en 1981 a Washington, donde se encontró con William Thomas, un activista que había iniciado unos meses antes una protesta delante de la Casa Blanca con una pancarta escrita a mano que decía: “Se buscan sabiduría y honradez”.

Thomas se definía a sí mismo como filósofo y había vivido unos años fuera de Estados Unidos. “Me pareció una persona sincera”, decía la española hace unos años al intentar explicar por qué se unió a él.

Al principio dormían en un parque y vivían de los donuts que les guardaban los empleados de una tienda cercana y de las donaciones de la gente, que les daba prendas de ropa o dinero para subsistir.

La tercera mujer

Todo cambió en 1984 cuando una mujer afroamericana llamada Ellen Benjamin descubrió a Thomas y a Conchita mientras investigaba para escribir una obra de teatro sobre personas sin hogar. “Había soñado con Thomas cuando aún era una niña”, diría unos años después. “Al verle, reconocí su cara, su voz, sus palabras. Me quedé de piedra”.

Antes de ese flechazo, Ellen tenía una vida cómoda y un empleo fijo en una agencia del Gobierno federal. Pero lo dejó todo por Thomas, con quien se casó seis semanas después.

Aquel romance no gustó a Conchita, que nunca aceptó que su amigo se hubiera casado con una persona a la que consideraba una parásita o una espía. Se lo decía a menudo a los extraños que se le acercaban cuando estaban los tres delante de la Casa Blanca, protestando en la plaza Lafayette.

“Conchita se había educado con las monjas y tenía una idea muy católica e inflexible del bien y el mal”, me dice Ellen desde California sobre su enemistad. “Pero ella era una persona maravillosa que amaba a los niños y a los animales. No oía bien. A veces no comprendía lo que le decía la gente e imaginaba que la estaban insultando. Eso la sumía a menudo en un estado de miedo perpetuo que subraya aún más si cabe su constancia y su valor”.

La madre de William Thomas falleció en 1999 y le dejó una herencia de 90.000 dólares. Al principio quería donarla o quemar el dinero para protestar contra el materialismo pero Ellen tuvo una idea mejor: comprar una casa abandonada en la calle 12 y convertirla en una comunidad para los activistas que los acompañaban en su protesta contra la proliferación nuclear.

Les llevó unos años reformar la casa. Pintaron sus ladrillos de verde y desbrozaron el jardín junto a la puerta. Al terminar, bautizaron el edificio como Peace House y empezaron a alojar a activistas que pasaban allí semanas o meses y que ayudaban a mantener abierta la protesta de la plaza Lafayette.  

En 2008 el padre de Thomas murió y Ellen decidió comprar una segunda casa en Carolina del Norte. Se trataba de tener un lugar tranquilo donde su esposo pudiera reponerse de sus años en la calle pero Thomas nunca lo estrenó. Un día de enero de 2009 se desplomó en la cocina de Peace House delante de Conchita y de otro amigo que intentó reanimarlo sin éxito. Tenía 61 años y sufría diabetes y problemas de corazón.

Conchita en 2010.

Conchita en 2010. NCinDC Flickr

El desahucio

La muerte de Thomas fue un mazazo para Conchita. No sólo por el dolor de la pérdida. También por la decisión de Ellen de quedarse en Carolina del Norte y poner a la venta Peace House.

La batalla judicial duró seis años y encolerizó a los activistas, que percibieron la venta de la casa como una traición. “Conchita sabía que aquello iba a ocurrir y no me dejó ayudarla”, me dice Ellen sobre el desahucio. “Me dio pena dejarla en la calle pero la casa generaba muchos gastos y yo no podía seguir pagando las facturas cada mes”.

Durante el tiempo que duró el proceso, Conchita siguió viviendo con un gato llamado Bobby en el apartamento que ocupaba en el sótano del edificio. Un lugar pequeño con las paredes pintadas de rosa, una mesa llena de papeles y un colchón sobre el suelo junto a su ordenador.

Fuera tenía un jardín donde iba llevando plantas que rescataba de otros lugares de Washington y dentro una foto de un tío de España y otra de una niña morena con una muñeca en la mano derecha.

La niña de la foto era su hija adoptiva Olga, por cuya custodia luchaba cuando llegó a Washington y a la que nunca pudo volver a ver. Según sus amigos, lo intentó en dos ocasiones sin éxito desde 1981. La primera vez empapeló el vecindario donde vivía Olga con carteles sobre su caso con la esperanza de volver a verla. La segunda vez le entregó una caja con recuerdos al marido de su hija, que vive en una ciudad de New Jersey, a una hora de Nueva York.

Durante sus últimos años en Peace House, Conchita trabó relación con Ana Granados, una mujer salvadoreña que vivía con su marido y con su hijo en la casa de al lado.

“Nos saludábamos todas las tardes”, recuerda Ana, que vive en Washington desde hace 32 años y trabaja como supervisora de limpieza en una empresa de la capital. “No tenía mucha conversación pero era muy educada y le gustaba mucho ver a mi niño. Hablábamos el mismo idioma y ella aún hablaba con acento español”.

Ana explica que Conchita no quería ir a un albergue para personas sin hogar después del desahucio. “Quería tener su apartamento y su baño privado, no tener que compartir la cocina y la nevera con otra gente. Estuvo buscando varios sitios y al final se fue con unas señoras que fueron a verla al parque y quisieron ayudar”.

Conchita no podía quedarse en casa de Ana, según una persona próxima a las dos. Las escaleras eran demasiado empinadas y no había sitio en la casa para una persona más.

Foto: Flickr

Foto: Flickr

Una profeta

Pocas mujeres conocían tan bien a Conchita como Kathy Boylan, una mujer de 72 años que trabaja en un centro católico de Washington y que visitaba a menudo a la española durante sus años en Peace House.

Kathy se adentró en el activismo durante la cruzada contra Vietnam en los años 60 pero no se implicó del todo hasta que conoció el compromiso de Conchita, a la que llama 'Connie' o 'Concepción'.

“No importaba que hiciera calor o que cayera la nieve: allí estaba siempre", recuerda Kathy sobre su amiga. “Era una mujer menuda pero era una gigante de la lucha por la paz. Los guías turísticos se paraban a su alrededor y ella sacaba sus folletos en varios idiomas. Yo no sé en qué copistería los imprimía pero siempre los tenía a mano. Era una mujer muy organizada”.

Kathy recuerda que Conchita nunca dejaba la protesta para ir al médico o al dentista y que sólo la abandonaba si tenía compañía para ir a los baños públicos de la plaza Lafayette.

Kathy y Ana quieren celebrar un funeral por su amiga en la Luther Place Memorial Church. Este lunes decidirán la fecha e invitarán a sus admiradores y quienes la ayudaron durante sus últimos días.

Allí estarán personas como Bryce Moffett o la delegada de Washington en el Capitolio y quizá también las funcionarias españolas cuyo empeño evitó que Conchita no muriera en soledad.

Durante meses, el cadáver de Conchita permanecerá en la oficina del forense a la espera de que se cumplan los plazos que establece la ley. Se designará un abogado que deberá confirmar si dejó testamento y decidir qué hacer con los enseres de la fallecida, que tenía al menos una cuenta bancaria donde recibía su pensión pública a final de mes.

La mujer que la desahució dice ahora que solicitará al Gobierno federal que coloque una placa en su memoria en el lugar donde plantó su tenderete durante 35 años. “Me gustaría hacer un acto en su memoria el 20 de marzo”, asegura Ellen.

“Conchita era una santa”, dice Kathy Boylan sobre su amiga. “Yo la comparo a menudo con San Juan Bautista porque fue una profeta y nos advirtió a todos sobre lo que puede ocurrir si no hacemos nada. No era una persona religiosa y nunca me dijo que fuera a la iglesia pero para mí era una representante de Dios en la Tierra. ¡El papa la debería canonizar!”.

Fotografía de archivo sin fecha de Conchita.

Fotografía de archivo sin fecha de Conchita. Lenin Nolly Efe