La penumbra de nuestra noche se viste de calabazas, disfraces y luces de importación, mientras pisoteamos lo que fuimos, lo que teníamos, lo que improvisábamos en la lumbre con castañas, familia y silencio. En Galicia, ese “otra cosa” foránea llamada Halloween se cuela como un conquistador con traje de neón y arrasa lo que antaño era propio y verdadero.
Aquí, en esta Galicia que huele a tierra mojada, a brezo y a hojas marchitas, el 1 de noviembre —Día de Todos los Santos— no era esa pantomima comercial. Era visita al cementerio, flores y respeto. Era también la noche del Samaín, la vieja fiesta celta que celebraba el fin del verano, el umbral del invierno, cuando la frontera entre vivos y muertos se difuminaba. Y era, además, el Magosto: hogueras, castañas, vino nuevo, tizne en la cara, risas tímidas, medio miedo al viento que sube del mar, medio abrazo al que ya no está.
Pero no. Nos convencieron de que lo importante era decir “Halloween”, pronunciarlo, decorarlo, publicarlo, disfrazarlo, y olvidar que teníamos nombre y alma propios. Nos colgaron del cuello calabazas sonrientes fabricadas en cadena y nos hicieron creer que pedir caramelos era más festivo que honrar muertos con rituales. Nos convencieron de que la “Noche de las Brujas” con importación yankee valía más que salir al monte a saltar brasas de magosto o a ensartar los collares de zonchos para las almas.
Y lo más crudo: mientras los niños llevan máscaras comerciales, en muchas aldeas ya no se ensartan las castañas en hilo para liberarlas. Los vejetes ya no cuentan las viejas leyendas de ánimas, el viento y el borde del camino; la tradición se vende y cambia de idioma. ¿Por qué nos da vergüenza decir “Samaín”? ¿Por qué valoramos más lo que importa y se importa de fuera que lo que brotó aquí de nuestra tierra? Nos hemos vuelto consumidores, olvidadizos, sin raíces. Nos venden pumpkins y “trick or treat” como si fueran mejores que la hoguera familiar que compartía pan y vino, fuego y respeto.
Deberíamos enfadarnos. Deberíamos volver a la lumbre. Deberíamos recordar que antes de que llegaran los disfraces plásticos, aquí alguien encendía brasas para que las almas de la casa viniesen a comer. Deberíamos rescatar el gesto de ensartar castañas, de tiznarse la cara, de reunirnos sin Facebook y sin miedo al cronómetro. Deberíamos mirar al abismo entre lo que importamos y lo que éramos, y elegir ser auténticos.
Porque si permitimos que lo de fuera borre lo de aquí, al final nos quedamos con una noche vacía, con luces, caramelos, gargantas disfrazadas, sin historia, sin muertos, sin castañas. Celebramos pero no recordamos. Y celebrar sin raíces es como beber sin tener sed. Y beber sin sed sólo te deja con resaca del alma.