Había un territorio sin nombre, una tierra olvidada en los márgenes de A Coruña. Eran campos ásperos, caminos que se convertían en ciénagas al primer aguacero, fincas sin destino, hierbajos y barro. El viento descendía de Elviña como un animal viejo, y el paso del tren dibujaba una cicatriz que separaba aquel descampado del resto de la ciudad. Allí, como un vigía extraviado, se alzaba el Liceo La Paz desde 1967. Un colegio plantado en medio de la nada, al que se llegaba por sendas que parecían más propias de un cuento rural que de una ciudad en expansión.

Pero los lugares, como las personas, también sueñan. Y Matogrande empezó siendo eso: un sueño. En 1967, un plan general le abrió la puerta a la posibilidad. En 1976, dos arquitectos —José Ramón Miyar Caridad y Raúl Freire— se atrevieron a imaginarlo entero, circular, con una plaza en el centro que funcionara como corazón. Lo dibujaron en papeles amarillentos, convencidos de que la ciudad crecería hacia allí. Y el sueño quedó dormido durante casi veinte años, como esas novelas inacabadas que esperan un lector que nunca llega.

Hasta que un día, en mayo de 1994, una piedra marcó el inicio de la resurrección. Fue la primera, simbólica, como quien coloca un ancla en mitad de la nada. De repente, los esqueletos de hormigón empezaron a levantarse, y el campo dejó de ser campo. En 1995 ya estaba la “Casa Azul”, como una bandera ondeando para anunciar que el sueño había despertado. Mil doscientas viviendas brotaron como hongos en menos de un lustro. Donde antes había barro, ahora había calles amplias, edificios modernos, una rotonda convertida en plaza circular: el ombligo de un barrio que surgía entero, de golpe, como nacen las ciudades de laboratorio.

Matogrande fue distinto desde el principio. No creció lentamente, como los barrios que se desgastan con el tiempo. Nació joven y lleno de ruido. Con bares, cafeterías, restaurantes y oficinas. Con estudiantes entrando y saliendo del campus de Elviña, con oficinistas ocupando cada mañana, con noctámbulos llenando de risas y humo sus bares al caer la noche. Un barrio nuevo, casi arrogante, que parecía no necesitar raíces para afirmarse.

Y, sin embargo, siempre quedó la sensación de frontera. Matogrande estaba en la ciudad, pero también fuera de ella. Una isla circular rodeada de coches y carreteras, un lugar que se alimenta del pulso coruñés pero que late con un ritmo propio. Un barrio que no sabe si es apéndice o ciudad en miniatura.

En 2014 el Ayuntamiento ajustó planos, corrigió alineaciones, puso orden donde el sueño había dejado huecos. Y a su lado, Xuxán empezó a crecer, prolongando la expansión. Pero Matogrande ya tenía alma. La había encontrado en su rotonda, en su bullicio, en su forma de estar vivo a cualquier hora.

Hoy, cuando uno pasea por esas calles, es difícil imaginar el barro y el silencio que lo precedieron. Matogrande no se construyó poco a poco: se soñó a sí mismo y, de golpe, se levantó. Como las novelas que se escriben en una sola noche febril, con más pasión que paciencia.

Y quizá por eso impresiona. Porque en apenas treinta años ha pasado de ser un erial olvidado a convertirse en un barrio reconocible, distinto, con carácter. Una ciudad que nació de la nada y que aún sigue preguntándose qué quiere ser: parte de A Coruña o un sueño redondo con vida propia.