Estos días se habla mucho de las carabelas que han invadido nuestras playas. Y no me refiero a aquellas naves gloriosas que intentaron conquistar La Coruña y que María Pita frenó a golpe de grito y lanza, sino a las carabelas portuguesas: unos bichos urticantes que parecen joyas flotantes, pero que te conquistan con un roce y han obligado a izar banderas amarillas en Riazor, Orzán, Sabón, Sada. Los socorristas están en alerta máxima, porque incluso muertas siguen picando. Como esos ex novios que nunca dejan de mandar fuegos por Instagram.

Mucho se habla de las carabelas, sí. Y poco (muy poco) se habla de lo complicado que resulta salir con dignidad del agua en algunas playas. Lo cual, en mi ranking de tragedias playeras, está incluso por encima de una picadura de medusa.

Por ejemplo, en nuestra querida playa de Riazor deberían colgar un cartel al lado de la bandera: “Zona de salida hostil. Alta probabilidad de humillación pública. Esta playa no se responsabiliza de su imagen”.

Porque no es lo mismo salir del agua en una cala tranquila, de esas de arena fina con algún cangrejo mono por la orilla, que hacerlo en una playa llena de piedrecitas y escalón traicionero en la orilla. Cada playa tiene sus batallas.

Porque tú estás tranquilamente flotando, disfrutando de tu momento de spa gratis y cuando te aburres, decides que ya es hora de salir. Entonces empieza el espectáculo. Las olas, que hasta hace un segundo te mecían con delicadeza, se ponen en modo centrifugadora. Te empujan: para dentro, para fuera. Te revuelcan, te giran, te dan la vuelta como si fueras una croqueta a medio hacer. Para dentro, para fuera. Y tú, que ya habías calculado la maniobra de salida, pierdes el equilibrio justo cuando llegabas a la orilla.

Y ahí te quedas: de cuclillas con medio cuerpo dentro del agua, medio cuerpo fuera. Estás en tierra de nadie: ahora ni para dentro, ni para fuera. Eres la viva imagen de la derrota.

En el siguiente intento no te atreves a mirar hacia la playa. Sabes que hay gente observando. No puedes confirmarlo visualmente, pero lo sientes. Están ahí esperando el gran revolcón final y mirarles sería como romper la cuarta pared.

Aunque la realidad es que probablemente nadie te esté haciendo mucho caso. Es decir, tú sientes que hay cincuenta pares de ojos clavados en ti, como si fueras el tráiler de la última película de Tom Cruise, pero la verdad es que la gente está a lo suyo: comiendo bocatas de tortilla, discutiendo por la sombrilla, o intentando evitar que su hijo se coma un puñado de piedras arena. Y en el remoto caso de que alguien te esté mirando, tampoco estás protagonizando una obra maestra. Esta película ya la han visto mil veces. Se llama “Rubia espectacular Persona intentando salir del mar con dignidad” y hay pases continuos todo el día a lo largo de toda la costa. Solo cambia el reparto y el escenario.

Y tú, heroína María Pita de las mareas, no vas a rendirte. Así que aprovechas el descenso de una ola, clavas el pie como puedes (probablemente en una piedra con forma de cuchillo), y dejas que el empujón de la siguiente ola te lleve hacia la libertad. Lo consigues. Y sales arrastrando contigo media flora marina que se ha enganchado en tu pelo. Pero no importa. Estás fuera. Eres libre una croqueta.

Una croqueta humana. Compacta por fuera, descompuesta por dentro. Rebozada en arena. Intentas recuperar la dignidad sacudiendo los brazos y quitándote las algas con gesto elegante, como si fueses Audrey Hepburn limpiándose una miguita de pan.

Caminas hacia tu toalla tiesa como una vela. Cabeza alta. Mirada al frente. Como si al caminar no sonases a esponja mojada. Y de repente te das cuenta de que aun no has ganado. El verdadero reto llega cuando pisas la arena seca, esa que lleva calentándose al sol desde las 10 a.m. y que ha alcanzado la temperatura de la lava volcánica.

Ahora la travesía se ha convertido en una prueba de obstáculos. Saltas. Corres. Tus pies gritan. Tu cuerpo reacciona. Tus vergüenzas rebotan con entusiasmo olímpico. Y tú ya no sabes si estás huyendo del calor o de ti misma. Hasta que por fin llegas a tu toalla y te lanzas en plancha como si fuera una trinchera en mitad de la guerra. Has sobrevivido.

El público se levanta y te da un sonoro aplauso que dura cinco minutos. Te lo has ganado. El aplauso del honor, el de la resistencia y el de Mejor Croqueta del Verano. Carabelas aparte.