A veces, los barrios nacen como las rosas: entre espinas, sobre un suelo áspero y silencioso.
Antes de que la primera grúa alzara su cuello metálico hacia el cielo de A Coruña, Los Rosales no era nada. O mejor dicho, era un lugar de caminos de tierra, huertas de subsistencia y matojos mal peinados por el viento atlántico. Una tierra alta, con vistas a la mar, que olía a salitre y a estiércol, y en la que los perros ladraban a cualquier extraño que osara perderse por allí. Nadie, salvo algún jornalero de paso o una vieja con bata de flores que se obstinaba en regar unos rosales, imaginaba que aquello acabaría convertido en una “miniciudad”.
No había más que terrones, laderas polvorientas y algún caserón disperso, donde vivía gente dura, curtida por la humedad y la sal. El viento del noroeste soplaba libre por aquellas pendientes, sin edificios que le cortaran el paso, y desde el Monte de San Pedro se dominaba aquel descampado como se observa un tablero de ajedrez aún vacío.
Y entonces llegaron los años noventa.
Y con ellos, las excavadoras. Y los arquitectos, que soñaban con calles en forma de rosa, plazas elípticas y bloques de viviendas racionalistas. Fue el PGOM del 87 quien dictó sentencia: se había acabado el éxodo juvenil a la periferia. Había que levantar un barrio que fuese ciudad dentro de la ciudad, un refugio para matrimonios jóvenes, gente que todavía soñaba con un piso, un coche y una hipoteca como símbolo de victoria. Los Rosales fue un ejercicio de fe: sembrar cemento sobre la nada, y esperar que brotara vida.
De la noche a la mañana, en el 93, sobre aquel terruño aparecieron grúas, camiones, columnas de hormigón y un ir y venir de hombres sudorosos en chalecos reflectantes. Era como ver crecer un bosque de acero. Para cuando uno se quiso dar cuenta, había cinco mil viviendas y entre diez mil y quince mil almas habitando las antiguas huertas. Y el barrio, que antes era silencio y bruma, se convirtió en un hervidero de coches, niños con mochilas y abuelos que discuten de política sentados en los bancos de la Plaza Elíptica.
Los Rosales tiene algo de milagro y algo de experimento urbano.
Caminar por sus calles es pasear por una maqueta de arquitecto hecha realidad. El trazado, visto desde arriba, recuerda los pétalos de una flor. Allí se alza el Obelisco Millennium, orgulloso y algo futurista, como un faro de cristal que señala el comienzo del barrio desde el mar. La Plaza Elíptica, corazón de la zona, es el lugar donde se cruzan madres con carritos, chavales que van al skateplaza y tipos con pinta de haber trasnochado más de la cuenta. Los portales son modernos, sobrios, hijos de un racionalismo urbanístico que mezcla la funcionalidad con geometrías limpias.
Pero aunque el barrio luce reluciente, sus cimientos están anclados en el barro de sus orígenes. Cada vez que sopla el viento fuerte desde el Atlántico, parece que Los Rosales se acuerda de que no hace tanto allí sólo había maleza y caminos de tierra. Quedan retazos de aquel pasado en algún terraplén, en la pendiente imposible de ciertas calles, en la mirada de quien recuerda que, antes del Millennium y de las franquicias del centro comercial, eso era campo, puro campo.
Hoy Los Rosales es barrio y es ciudad. Es identidad. Es un trozo de Coruña con personalidad propia.
Se celebran fiestas, carreras populares, y el vecindario ha aprendido a defender lo suyo con uñas y dientes. Que cortan la luz, se indignan. Que faltan equipamientos, protestan. Que hay que plantar más rosales, los plantan. Porque en Los Rosales, como en la vida, todo empezó con una mujer empeñada en cuidar sus flores en mitad de la nada. Y mira tú por dónde, esas flores terminaron dándole nombre a un barrio entero.
Así se escribe la historia de las ciudades. Sobre el polvo, el sudor y la memoria. Sobre rosales que un día, contra todo pronóstico, florecen.