Me asomo a la Avenida de Finisterre y aún huelo a zarzamora, aunque las zarzas hayan sido desarraigadas por el asfalto. Este rincón se llamó silva porque fue bosque; hoy es un claro sitiado entre la refinería y un mar de naves. Bajo la costra de humo late, sin embargo, la savia de la aldea que lo parió.
Hubo un tiempo —no hace tanto— en que la carretera era una cinta polvorienta por la que pasaban cuatro vehículos contados. Los críos tomaban la calzada como patio de recreo: improvisaban porterías con chaquetas, corrían tras un balón remendado, se colaban en las fincas para llenar los bolsillos de fruta robada y la memoria de travesuras. Al caer la tarde, el monte del Rancheiro se convertía en cantera de tesoros: se recogían vainas de las prácticas de tiro militar, se vendían en la ferranchina de Santiago, en Santa Margarita, y con las monedas se compraban regalices, tabaco suelto o una entrada de cine.
La vida en A Silva se regía por una rivalidad casi fraternal: A Silva de Arriba y A Silva de Abaixo. No había violencia, pero sí orgullo. Cada núcleo celebraba sus fiestas como si fueran las últimas: petardos, lanchas giratorias, tómbolas y el mítico avión de los voladores. La espera duraba todo el año. Se instalaban cuatro cosas —una tómbola, algún puesto de chucherías, una lancha giratoria— pero bastaba. Y cada zona, Arriba o Abaixo, peleaba por montar la mejor.
El combate más sonoro llegaba en carnaval. Las comparsas se disputaban la calle a golpe de chanza y tambor. La comparsa de Quelere, pura anarquía creativa, medía fuerzas con El Moncheiro, que bajaba desde Vioño dispuesta a reventar decibelios. Los chavales las seguían como sombras, burlándose y lanzando petardos por la espalda. Carnaval de verdad, de barrio, de los que no llegan a la prensa pero se recuerdan toda la vida.
En el solar donde hoy se levanta el centro cívico se alineaban la escuela de los niños y la escuela de las niñas, pegadas muro con muro. Entre ambas, dos casas para maestros que nunca se habitaron, promesas de cercanía que se quedaron en ladrillo y abandono. Más adelante, algunos estudiaban en la escuela de doña Andrea, hasta que falleció y se cerró. Entonces pasaron al de la señorita Amparo, en la avenida de Finisterre, frente a la antigua fábrica de Chocolate Exprés.
Hubo un vecino que convirtió ese barrio sin ley en melodía. Pucho Boedo partió de aquí con los pies descalzos, volvió con trajes de crooner y voz de bolero afilado. Le colgaron una placa, sí, pero lo imborrable es el eco de su garganta marcando compás entre paredes de uralita. Pucho no solo fue música: fue identidad.
El fútbol era religión casera. En 1940, un puñado de vecinos fundó el Club Silva. Entre ellos, la familia Zas, que aportó algo más que entusiasmo: puso historia. En la trastienda de una mercería que habían regentado antes de la guerra civil, apareció un rollo de tela blanca olvidado entre estanterías. Con esa tela cosieron a mano las primeras camisetas. Las botas, en cambio, fueron cosa del padrino panadero de una de las hijas de la familia, que se encargó de ir al zapatero del barrio —al que todos conocían como o Noies y pagarle de su bolsillo el encargo: unas botas resistentes, dignas, para que los chavales salieran al campo como futbolistas de verdad. El equipo debutó en el campo de La Granja, el mismo terruño de tierra donde competían todos los clubes coruñeses de la época, junto a las vías de Monelos.
Se chutaba en descampados, con porterías de piedras o mochilas. Alguno soñó con una prueba en el Deportivo, pero sin botas no hubo escapatoria. Otros se buscaron la vida en el San Pedro de Visma —campeones de infantiles— o siguieron ligados al Silva, que era más familia que escudo: si faltaba un defensa, el directivo se hacía ficha. Después del partido se bajaba a los vinos: Estrella, Campos, Priorato, La Tacita, Pacovi, Villar y Paco, hasta rematar en la Franja. No había GPS, pero nadie se perdía.
A finales de los sesenta, la apertura del polígono de A Grela devoró medio barrio: expropiaron casas a precio de saldo y ofrecieron pisos en el recién levantado Barrio de las Flores. Muchos aceptaron. Otros, tercos como zarzas, se quedaron. Más tarde, los técnicos llegaron con planos y declararon la zona “suelo urbano no consolidado”. Traducción: los servicios llegarán… quizá. El centro cívico ocupó el solar de las viejas escuelas, y con él el asfaltado al milímetro, la fibra prometida y un parque infantil presupuestado al céntimo. La administración se felicitó por “vertebrar” el espacio; los vecinos comprobaron al día siguiente que la acera seguía desvaneciéndose en la siguiente curva.
Y sin embargo, pese al humo de la refinería y la burocracia que todo lo enlentece, A Silva persiste. Late en el estrépito de una banda que ensaya en un garaje, en un mural que grita color contra el gris industrial, en el mercado que sube persianas al alba. Late en la rabia alegre de quienes crecieron colgándose de trolebuses y pescando cartuchos para comprarse un sueño azucarado.
La ciudad, con sus trajes de diseño y su jerga de planeamiento, aún no ha domado este bosque. Tal vez porque la maleza, cuando encuentra un resquicio, brota. Y en A Silva sigue habiendo raíces tenaces bajo cada adoquín recién colocado. Bastará con que un día vuelva a llover zarzamora para que la vieja aldea le recuerde al urbanista quién llegó primero y quién piensa quedarse hasta el final.