Monelos es, desde sus raíces, un lugar donde el agua y la tierra han marcado la vida. Mucho antes de que el barrio se llenara de edificios, fue el río quien le dio forma y frontera, separando parroquias, aldeas y hasta ayuntamientos. A lo largo de su curso, el agua fue cambiando de nombre, como si cada tramo guardase un secreto distinto: nacía como río de Mesoiro, se transformaba en río do Martinete, seguía como río da Cabana, río da Ponte da Pedra, hasta llegar al mar convertido en río da Gaiteira. En Martinete, todavía hoy se conserva el eco de un batán medieval que necesitaba del empuje del agua para funcionar. El barrio creció sobre lo que antes fue aldea, y ya en el siglo XIV los documentos hablan de un Monelos dividido en dos: de Cima y de Baixo, dos mitades de una misma historia.

El nombre del barrio guarda un misterio que ni los filólogos se atreven a cerrar del todo. Se habló de molinos, de apellidos medievales como Munio, de diminutivos que se mezclan en el tiempo, pero ninguna teoría ha logrado imponerse. Quizá lo más fascinante sea pensar que Monelos podría venir de una raíz prerromana, “mun-”, que hace referencia a una pequeña altura, una elevación discreta al borde del Camiño Real que desciende suavemente hacia el cauce del río. En cierto modo, el propio nombre parece un reflejo de lo que fue y sigue siendo este lugar: un terreno humilde pero con carácter, una tierra que se levanta con timidez sobre el mapa de la ciudad.

No viví en Monelos. Pero basta con sentarse a escuchar para entender que uno puede habitar en las memorias de los otros, caminar por calles que nunca pisó, beber de fuentes que ya no manan. Monelos es un relato colectivo, un retablo de voces que he ido recogiendo como quien junta conchas en la orilla: cada una con su música, su grieta, su historia.

“Íbamos a la antigua Granja Agrícola”, cuentan. “Allí el agua sabía a gloria. Venía gente de todos lados, porque en muchas casas no había ni grifo.” Recuerdan las dos fuentes, los manantiales donde llenaban cántaras para llevar a casa. Otros evocan Los Molinos, el río de Monelos, donde las cañas crecían a su antojo y servían luego para pescar en A Palloza. “Xurelos y xardas, lo que diera el día. Y si no picaba nada, bueno, ya habíamos tenido la aventura.”

Las historias se amontonan como las piedras de un viejo muro. “No teníamos ni un juguete, así que nos inventábamos el mundo: bujainas, bolas, chapas, el che… Con eso éramos reyes.” Al evocarlo, todavía se percibe entre los dedos la cuerda de un tiratacos, la madera gastada de los carritos que lanzaban cuesta abajo las cuestas de Monelos o de Eirís, a tumba abierta.

Hubo cine —el cine Monelos, claro—, donde las películas eran una ventana a otro planeta. “El sargento mortal, Fu-Manchú ataca, ¡vaya tardes pasamos allí!” Y hubo fútbol, pero no de estadio ni de césped perfecto. Fútbol en la explanada de la Estación del Norte, con pelotas hechas de lo que hubiera a mano, y una suerte de lotería cada vez que alguien aparecía con un balón de cuero. También estaba el colegio Castilla, en la calle Joaquín Galiacho, donde muchos dieron sus primeros pasos entre libros y amigos, antes de seguir hacia el Instituto Masculino.

Cuando hablan de las playas, los ojos se iluminan. “Lazareto, San Diego, las Cañas… y Santa Cristina. Íbamos andando hasta A Pasaxe y cruzábamos el puente, o cogíamos el tranvía Siboney, o la lancha de El Rubio. Íbamos cargados de comida, de sillas, de ganas de verano. No había prisa entonces, nadie miraba el reloj.”

En esas voces no hay sólo nostalgia, hay una lección de vida. Aprendieron a remar cuando el viento cambiaba —a veces en sentido literal, cuando se alquilaban lanchas de remo en la Dársena y había que volver remando con fuerza—. Aprendieron a construir, a inventar, a resistir. “La posguerra fue dura, pero no nos faltó infancia.” Por las calles de Monelos, entonces rodeadas de campos y huertas, apenas pasaba tráfico, salvo el trolebús, que era casi un acontecimiento.

Quienes marcharon a estudiar lo hicieron con Monelos en la maleta. Y al volver, cada piedra les hablaba: la calle del Corgo, donde un día hubo un reformatorio femenino; la explanada del relleno de San Diego, donde entrenaban al fútbol. Ahora, muchos han dejado ya de subir aquellas cuestas, y el barrio ha cambiado tanto que a veces ni se reconoce. Pero si uno rasca con cuidado, si uno afina el oído, todavía oye el silbido del trolebús, el estallido de una lata con carburo, el eco de unas risas que se creían olvidadas.

Y ahí están hoy, como testigos de ese tiempo, los edificios que llevan más de cuarenta años en pie, aquellos bloques donde casi la mitad de los vecinos son jubilados. Es un barrio de pensionistas, dicen algunos con ternura, otros con resignación. Las cooperativas de viviendas que surgieron en su día siguen habitadas por quienes las estrenaron, cuando Monelos era un barrio de marineros y obreros que soñaban con un piso propio.

El barrio, sin embargo, no ha dejado de mutar. Frente a esos viejos bloques han surgido edificios nuevos, más atractivos para familias jóvenes, y ahora conviven las bicicletas infantiles con los bastones, los carritos de bebé con los andadores. En la calle, lo mismo se cruzan paseantes de rostro surcado por los años que parejas jóvenes que empiezan su historia. Ya no es sólo un rincón de ancianos que miran desde los bancos: es un cruce de generaciones, donde el parque de Oza, la biblioteca, el gimnasio y las estaciones cercanas atraen a estudiantes, a trabajadores, a nuevos vecinos.

Cuando paseo por Monelos, escucho cómo el barrio se debate entre el pasado y el futuro. Los viejos edificios siguen en pie, sus balcones colmados de geranios, sus portales gastados por las mismas manos que los abrieron hace cuarenta años. Pero al lado, crecen nuevas fachadas, nuevos patios, nuevas voces. Monelos no es sólo un barrio envejecido, como algunos piensan. Es un barrio que recuerda y que, poco a poco, empieza a renovarse.

No viví en Monelos. Pero después de escuchar a quienes lo vivieron, de dejarme empapar por sus recuerdos y de indagar en el secreto escondido en su nombre, siento que algo de mí también se ha quedado allí. Monelos no es sólo un barrio, es un tiempo detenido. Y mientras alguien lo cuente, mientras alguien lo escuche, seguirá latiendo