Primero fue Coiramia, tierra de polvo y caminos retorcidos, territorio salvaje sin esquinas, donde los únicos tejados eran las nubes bajas del Atlántico. Luego llegaron los años cincuenta, arrastrando la riada humana de las aldeas: los que venían a ganarse la vida a golpe de mano encallecida, los que venían con los zapatos rotos y el futuro doblado en el bolsillo. A Coruña, desbordada de sueños, necesitaba sitio. Y ahí se alzó Os Mallos.

Se plantó en medio de las arterias que llevaban y traían a la ciudad: Ronda de Nelle, Ronda de Outeiro, Alfonso Molina y Avenida de Arteixo. Autobuses 5, 12A, 11 y 14. Cuatro números que fueron la sangre bombeando el corazón de un barrio hecho de vida, no de planos.

Al principio, todo era tierra, lavaderos al aire libre, fuentes donde la gente lavaba la ropa aunque en casa ya hubiese traída de agua. Era el tiempo de los campos de la Peña, de la fábrica de Ángel Senra, de la estación de San Cristóbal, de las tardes de polvo en la cara y rodillas despellejadas en partidos interminables de fútbol callejero.

Los chavales aún pudieron saborear ese Os Mallos indómito, el de las carreras con carritos de madera y ruedas de rodamientos robados a talleres oxidados. Bajaban a tumba abierta, volcaban, se reventaban las rodillas, destrozaban los zapatos y, cuando llegaban a casa, el castigo era mandarlos de nuevo a la calle, porque un niño encerrado hacía más ruido que cien trenes.

La vida se mascaba en la calle Antonio Viñes, donde más tarde se levantaría la iglesia de San Pedro de Mezonzo, y en los bares primitivos donde la primera cafetería de la calle empezó a ver pasar generaciones enteras de almas inquietas. Los domingos, la paga quemaba en el bolsillo, y se cambiaba por entradas de cine en el Doré, en el España, en el Rosalía de Castro, donde los bancos sin respaldo eran la antesala de la libertad adolescente, entre nubes de humo de pitillos comprados sueltos en los soportales.

La educación era un lujo que duraba hasta donde alcanzaba la necesidad. Se empezaba en colegios humildes, se pasaba por escuelas técnicas, pero la llamada del trabajo llegaba pronto: Correos, fábricas, distribución de mercancías. Las manos aprendían a ganarse la vida mucho antes de saber escribirla.

El fútbol de peñas era más que un deporte: era una religión de asfalto. Equipos que nacían de bares, de esquinas, de promesas hechas entre cerveza y serrín. Finales de copa en campos de Elviña abarrotados de hinchas donde perder era casi un acto heroico y ganar era un lujo de barrio.

Y pasaron los años. El progreso vino como viene siempre: a codazos. En 2009, la calle Ángel Senra fue peatonalizada. Pintaron aceras nuevas, plantaron terrazas, y vendieron la moto del comercio local como redención. Y algo de eso hubo: Os Mallos sacó pecho. Se organizó. Se montó un centro comercial abierto, con bares, ultramarinos, zapaterías, panaderías, toda esa economía de resistencia que mantuvo viva a A Coruña cuando los grandes centros comerciales empezaban a devorar todo a su paso.

Os Mallos y el Obelisco: los dos últimos mohicanos de una ciudad que corría a vender su alma a precio de saldo.

Pero la herida del progreso nunca cicatriza limpia: Os Mallos se convirtió en el barrio con más viviendas de uso vacacional de toda A Coruña. Pisos que antes olían a potaje y a cera de suelos, ahora olían a maletas de ruedas y a turistas de paso. El alma del barrio, a veces, parecía empaquetada también.

En junio de 2023, el último golpe de bisturí: la peatonalización de la calle Ramón Cabanillas, enlazando medio kilómetro de aceras anchas desde el mercado hasta la plaza de Madrid. El barrio se abría como una herida limpia, más moderna, más cómoda. Bancos nuevos, niños jugando, viejos mascullando recuerdos.

Hoy Os Mallos pertenece al distrito 4: junto a Sagrada Familia y Santa Margarita. Un distrito de arrugas profundas, de fachadas agrietadas, de memoria viva.

Os Mallos no es una postal de domingo. No es un decorado para turistas ni un decorado para selfies.
Es un barrio de puño cerrado y dientes apretados.
Un barrio que nació del barro, del hambre y de la esperanza.
Un barrio que no se vende. Que no olvida.
Que, si hace falta, muerde.