11 octubre, 2023 15:19

Hay un hombre que escribe desde el centro del amor, rodeado por sus bordes, por su placenta misteriosa: hay un hombre que conoce la euforia y el dolor desde dentro. Hay un hombre que dice: “Siempre quería contárselo todo a ella, y creo que el amor es eso: fabricar la confianza en la que se puede contar todo (…) Siempre, hasta el último día, adoré contarle cosas, tanto que a veces me las inventaba: a todas les encontraba la ternura”.

Y también: “Recordé el tiempo en que las playas y las ciudades eran nuestras y no había nada que no quisiésemos y no pudiésemos conseguir. Recordé su cara dormida a mi lado en la cama. Recordé que odiaba el salmón ahumado. Recordé lo que fuimos y la luz que dábamos, y lo guapa que era cuando sufría por placer en el sexo y cuando sufría por amor en la tristeza”.

Y sigue escribiendo, rabioso, lucidísimo, letal: “La conocía de la manera trágica en que un hombre conoce a una mujer que ya ha perdido. La conocía mucho mejor que cualquier parte de mi cuerpo. Al fin y al cabo, me la habían amputado, y dedicaba horas a observarla mientras intentaba moverla sin resultado”.

Muro de pago

Y nos lo escupe en la cara, como una víscera caliente que habla de quienes fuimos, como una cola de lagartija revolviéndose desde nuestro pasado: “En tantos años, no recordaba haberme aburrido nunca con ella. Recordaba amarla, odiarla, envidiarla, admirarla y despreciarla, pero no me aburrió ni un solo minuto. Pensé que tantos años juntos nos habían convertido en pequeños dioses el uno del otro, y, en tanto que dioses, había que creer en nosotros sin pruebas”.

Ese hombre es Manuel Jabois, un tipo que escribe como los ángeles. Mejor: como los ángeles caídos. Además de ser uno de los periodistas más relevantes de nuestro país, acaba de publicar la novela que le confirma como uno de nuestros escritores de cabecera (que son, efectivamente, los que parece que tienen una invitación privilegiada a la gran fiesta: la de pasear por nuestro cráneo y nombrar lo secreto de nosotros, lo que nunca dijimos en voz alta pero nos atravesó como una lanza).

Hablamos de Mirafiori (Alfaguara), una historia salvaje y conmovedora de amor y de fantasmas, una obra radical sobre las costuras del ser humano, o de lo que queda de él después de perder lo que más adora.

Qué sé yo. ¿No hace eso el amor con los cuerpos: vaciarlos, volverlos una cáscara móvil?

Manuel Jabois.

Manuel Jabois. Cristina Villarino.

Desde esa carcasa escribe Jabois, desde la voz de un protagonista roto pero que ha entendido lo esencial: que en la vida se mezclan el sueño y la historia, lo imaginado y lo real, y no importa, verdaderamente no importa, distinguir sus límites. Estamos aquí un rato, dice. “Lo importante es subir a lo más alto, y si se te queda sin electricidad la montaña rusa, te jodes”, me cuenta en este café de media tarde. También que para escribir este libro entrevistó a brujas y a psiquiatras. Y que padece de culpas imaginarias. Y que preferiría a un hijo agredido que a un hijo agresor, con el tema del bullying. Y que no cree en las médiums, pero que tampoco querría saber ni un solo detalle de su futuro. 

Mueve mucho los brazos porque dibujar el mundo es difícil. Tiene un mechón largo y cano entre la melena oscura, como si fuese un niño y un anciano a la vez. Como demostrando que se puede (y se debe) ser travieso y sabio al mismo tiempo. Él entiende de los días gloriosos, de los años espídicos de belleza fulgurante, de amasar los mejores amigos, las mejores ocurrencias, el amor más inolvidable. Uno de esos que la gente se detiene para mirar, como a una obra de arte en movimiento. 

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Pero también sabe del horror y del pánico y del vértigo, del destrozo de uno mismo, de las vergüenzas y las culpas que nos asolan. De las noches blancas donde los fantasmas nos eligen para aparecerse. Aunque no podamos ayudarles, porque casi nunca se puede ayudar a nadie. 

Él sabe de todo eso. Cuando lo escribe, lo doma. Para nosotros. Él es Manuel Jabois, no sólo un hombre bueno, sino también un hombre que no se entera de que es excepcional y que nunca se cansa de ser generoso. 

Pero habrá que leer también la letra pequeña. Sólo se puede escribir con tanto talento si, estando tan vivísimo, te has muerto ya varias veces. 

P.- ¿Qué relación fantasmagórica tienes con los amores del pasado?

R.- Cuando dejas de estar enamorado o esa persona deja de estar enamorada de ti, pasáis a ser otras personas, personas diferentes aunque dentro del mismo cuerpo. Ese impacto es muy violento. Sucede un día: ves a la persona y comprendes que ya no te quiere y que tú ya no la quieres de la forma en la que la querías. Esa es una muerte. Un gran tipo de muerte.

"Para una pareja sana y fuerte, unos cuernos no tienen ninguna importancia" 

P.- Se habla del edificio como de la estructura de la pareja. ¿Cuánto hay pudriéndose en silencio antes del derrumbamiento de la casa, del hogar?

R.- El edificio que es tu pareja, tu relación, a veces es un edificio lustroso, que vende mucho de cara al exterior, pero que por dentro ha sido roído por las termitas… destrozando todos los cimientos. Me entusiasma esa idea. La pérdida del encanto que se produce de forma subterránea, sin que ninguno de los dos se dé cuenta, y en el exterior ni muchísimo menos. Esas parejas guapas y aparentemente felices… sonriendo en las fotos… pero dentro de ellos ya está instalada la muerte. Mira, para una pareja sana y fuerte, unos cuernos no tienen ninguna importancia, no la tienen si estás muy enamorado. Pasan estas cosas…

P.- La vida es larga y ancha…

R.- Sí. Hay cosas que pasan naturalmente en la vida y que se pueden superar. Pero si todo está podrido, con cualquier gilipollez se viene todo abajo. No sé cuántas parejas lo habrán dejado porque “quedamos a comer y te has olvidado”, “¿realmente te olvidaste? Siempre te olvidas de mí, de lo que te digo”… y pam, se abre la caja de Pandora y todo prende fuego. Ahí intervienen muchos factores, como el sentimiento de clase. Tener cierta envidia de tu pareja. Es una cosa muy mezquina y que afortunadamente no me ha pasado: casi odiar al tío o tía que más quieres. Estar en cama con él y desear que no le vaya del todo bien. Pasa también con los amigos y las amigas. Les admiras, les adoras… pero por ese complejo, quizá no terminas de mirarles del todo bien. Un triunfo suyo parece que te afecta a ti mal. Es chunguísimo.

Jabois.

Jabois. Cristina Villarino.

P.- El libro nos pone muchos espejos incómodos. Con la envidia a los seres amados, como dices, pero también con la obsesión del stalkeo y la vigilancia a las parejas o exparejas. El rastreo que borda lo delictivo. El protagonista mira los likes de Twitter: “En un buen día pude llegar a mirar 2.000”.

R.- Hay que estar muerto para hacerlo, porque nadie tiene tanto tiempo. Pero después de una separación es normal el interés: pasabas con una persona siete días a la semana, mucho tiempo, y siempre sabías de ella, qué pensaba, qué sentía… y ahora no, y eso angustia. ¿A quién habrá conocido? ¿A quién ha seguido? ¿Habrá ido a ese concierto…?

P.- Nos volvemos muy inteligentes cuando nos ponemos persecutorios. En la novela hablas de “la gran intuición que precede a las grandes catástrofes”. Es así: algo se te ha ordenado dentro, una certeza sobre el otro (sobre con quién está)… y lo de fuera sólo hace confirmarlo.

R.- Sí. Escuché una frase maravillosa: “Lo peor que le puede pasar a un paranoico es tener razón”. Y es así, aunque tenga razón una vez de mil, está perdido para toda la vida. En una ruptura tradicional, el terapeuta te dice “es cuestión de tiempo” y tú la primera semana estás sin molestar, no eres un acosador. Luego te vienen las preguntas: “¿Cómo estará?”, “¿pensará en mí?”, “¿qué estará haciendo esta noche?”.

Jabois.

Jabois. Cristina Villarino.

Y te dices a ti mismo: joder, ¿y si esto se queda así, esta sensación, mucho tiempo, cinco años…? ¿Cómo acaba tu cabeza?”. Acojona, ¿no? Al protagonista le pasa eso. Le pasa que va aún más allá y ya no sólo se dedica a ver stories, sino que hace de su vida la vida de la otra persona. Esos pajaritos que le quitan la comida de los dientes a los cocodrilos, para lavárselos, para dejarlos limpios… empieza a haber peligro. Él dice: “Yo ya sé que todo lo que estoy haciendo parece que antecede a un crimen machista, es obvio, pero nunca será mi caso, yo no le haría daño…”.

P.- ¿Cuánto se tarda en olvidar a alguien? Sabina dijo que 19 días y 500 noches. ¿Cuál es tu apuesta?

R.- Al revés. 500 días y 19 noches.

P.- Las noches son más fáciles para olvidar, ¿eh?

R.- Sí. Se olvida mejor. Sobre todo porque algo se duerme, si consigues dormir…

P.- O porque no recuerdas bien lo que has hecho, o lo recuerdas con dificultad. Es como intentar matar una enfermedad: quieres eliminar sólo lo malo, pero lo acabas arrasando todo, ¡hasta, un rato, el recuerdo de ella…!

R.- También. El problema es que luego los días duran el doble. Si la noche es larga, el día se te hace eterno. El alcohol es súper depresivo. Ya no te hablo de otras drogas, porque, evidentemente, por lo menos en mi estado, no las toqué, no en ese período. Que fue muy breve, joder (sonríe).

"Yo creo que en olvidra a alguien se tarda 500 días y 19 noches, al revés que Sabina: por las noches se olvida mejor"

P.- Creo que la gente necesita certezas numéricas. “El día 200 le olvidaré, ahora sólo tengo que llegar hasta ahí”. Eso tranquiliza. Es una carrera de fondo. Lo peor es no saber cuándo acaba la agonía.

R.- Sí. Pero sucede exactamente así: un día te despiertas y la ansiedad se ha difuminado, y entra el sol por la ventana, como en la canción de Los Planetas. Y luego llega otro día donde incluso te despiertas contento. Va más rápido de lo que uno piensa, siempre.

P.- Escribes: “No eran ya días tristes ni oscuros, como lo fueron al principio de la ruptura, sino días perfectos como asesinatos sin culpables”.

R.- Claro. Cualquier día duele menos que el día que recuerdas que, al final de tu relación, te convertiste poco menos que en el secretario de tu novia. En el maletillas que le llevaba las cosas, como le sucede al protagonista. Esa cosa lenta… diferentes son las relaciones donde alguien se sienta a tu lado en una mesa y te dice “oye, me he enamorado de otra persona”. Ese luto no sé cuánto puede durar. Igual diez años.

P.- ¿A ti nunca te han dejado por otro?

R.- No. Que yo sepa, claro (ríe). Lo importante es pensar que no. Si lo han hecho y no me he enterado, ¡gracias!, lo agradezco de corazón (tira un beso al aire, reímos).

Jabois.

Jabois. Villarino.

P.- Eres un buen amigo de tus exs.

R.- Sí. De la madre de Manu soy súper amigo, me ha ayudado un montón este año. Y la otra ex, con la que me casé, la quiero un montón. Al final, tía… te vas a morir pasado mañana. ¿De qué te vale estar enfadado? ¿Es un fracaso que se haya acabado una relación de siete años? Yo creo que no.

P.- Has superado todos mis récords…

R.- (Ríe). Créeme: siete años es una maravilla. Dos meses es distinto: tampoco es un fracaso, es que no te has acoplado, no pasa nada. Que haya dolor no significa que algo sea un fracaso. De hecho, tiene que haber dolor. Eso es que has jugado fuerte, que has apostado fuerte, que has subido a lo más alto, que has disfrutado como un loco… pues si se queda sin electricidad la montaña rusa, te jodes.

P.- Dice Milena Busquets que lo más difícil de cambiar de uno mismo es su forma de amar. Que podemos modificarlo casi todo a lo largo de la vida, pero que siempre amamos de la misma forma. No sé si estoy de acuerdo, pero me gusta la idea. ¿Y a ti?

R.- Yo creo que siempre amamos de la misma manera, pero que intentamos seducir de forma diferente. Intentamos gustar de manera diferente… odio la palabra “conquistar”, es un poco agresiva.

"Amamos siempre de la misma manera, pero intentamos seducir de forma diferente: estudiamos al otro para adaptarnos" 

P.- Es colonizadora.

R.- Sí. Pero en fin, la cosa es que nos adaptamos para ganar. Es como los equipos de fútbol, que van estudiando al contrario, sobre todo si es más fuerte, y se adaptan a su juego para intentar vencer, o para poder hacer algo ahí. “Me gusta mucho esta chica, o este chico, ¿qué hago para seducirlo?”. Pues depende de cómo sea. Es el Barça el que juega siempre con el mismo estilo, es arrollador… y uno se adapta. Entiendo que Brad Pitt no tenga que adaptarse, se adaptan a él. Pero los demás… (ríe).

P.- ¡Los que sois Manuel Jabois…!

R.- Esos ya tenemos 45 años y lo vemos de otra forma. Ya es difícil cambiar. Antes podía disimular ciertas cosas. Si eres del Atlético de Madrid, te diré que el fútbol no me gusta (ríe). Y cuando estés ya a punto del altar, te diré “oye, tengo que contarte un secretillo”… Hablo de esas cosas, que son chorradas. La forma de ser es imposible de cambiar, y la gente inteligente… te quiere así. Como eres, es lo que hay. Si alguien nota que estás posando, que estás cambiando algo esencial de tu carácter para gustar… le dará hasta rechazo, porque implicará inseguridad.

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No tengo Tinder, por ejemplo, pero le pido a mis amigos que me pasen pantallazos de las biografías, porque me interesa, me hace gracia. Y esa gente que pone por norma “no, no, no”, “si tiene esto, no”, “si tiene esto, tampoco”… pero, ¿a dónde vas? ¿Tú qué sabes? ¿Qué quieres, un producto de ti, alguien a quien modelar? La gente tiene unas líneas rojas del carajo. “Si no te gusta U2, no te acerques”. Pero, ¿tú estás loco? Para mí hay pocas líneas rojas. Que seas heroinómano, o atracador, o que pertenezcas a las Brigadas Rojas (ríe). No se puede entrar al amor con líneas rojas.

P.- ¿Qué es lo que enamora: el misterio o el conocimiento? Quiero decir: es muy atractivo lo que alguien te sugiere, silenciosamente (esta gente que es esquiva, pero no sabes si hay algo detrás o sólo humo…). Y a la vez es enormemente fascinante conocer a alguien bien, muy bien, y comprobar cómo te sigue sorprendiendo… ¡Tengo dudas!

R.- A mí me gusta el equilibrio entre el misterio y la certeza. Creo que era Hernán Casciari quien decía que se había enamorado completamente de una persona con la que llevaba dos años saliendo, y un día agarró una guitarra y se puso a tocarla. ¡Y en dos años no le había dicho que tocaba la guitarra…! Dijo: “Guau, ésta es la mujer de mi vida. Yo, si sé tocar la guitarra, el segundo día me presento debajo de portal…”. A mí me preguntaron en un cuestionario si tenía algún talento oculto. ¿Tú crees que si lo tuviera no lo iba a saber todo el mundo? Lo hubiera lucido (ríe).

"Es bueno que haya dolor al fin de una relación: lo importante es que has subido a lo más alto, y si se queda sin electricidad la montaña rusa, te jodes"

Hay que estar muy seguro de uno mismo para tener talentos escondidos y no sacarlos a la primera de cambio. Yo transparento rápido todo lo bueno (ríe). Mira, me pasó con Ana, la madre de Manu: nos fuimos enamorando poco a poco, éramos amigos y ambos muy carnívoros, y quedábamos para comer carne, ¡todo homenajes juntos!, carne de buey, carne de vaca vieja, de churrasco de cerdo o de ternera… hasta que un día dejamos los huesos y nos empezamos a comer entre nosotros mismos.

P.- Qué hermoso…

R.- … y tuvimos un hijo, y fue fantástico. Y al año o dos años de estar con ella, de repente, la hija de puta me dice que sabe hacer licor café. “Pero, ¿y esto, cómo no me lo contaste antes? Qué segura tienes que estar de ti misma para no contarme que eras Supermán en tu vida privada”. Escribir está bien, pero es una gilipollez, lo importante es saber hacer licor café. Eso es tener la pócima de Astérix. Tú eres la puta druida y no me lo has contado hasta ahora.

Jabois durante la entrevista.

Jabois durante la entrevista. Cristina Villarino.

P.- Una frase que me llamó la atención del libro decía algo como “vivía en el filo divertido que separa al tipo con el que nadie quiere estar del que con el que todo el mundo quiere estar”. ¿Te has sentido así?

R.- Sí. Conozco bien ese filo.

P.- ¿Cómo se camina por esa cornisa?

R.- Bueno, el narrador tiene muchas vidas. Tiene muchas trazas mías y otras que no lo son. Mayormente está hecho de las trazas del tipo que al final no fui pero pude haber sido tranquilamente. Y esa es una de ellas. La vida entre los 20 y los 30, una ciudad maravillosa en las Rías Baixas, playas cerca, muchos amigos… y una vida muy, muy jodida, muy divertida pero muy prohibitiva, muy arriesgada. Hubiese sido facilísimo quedarse por ahí. La proyección de ese pavo… es mi proyección si no hubiese entrado en el Diario de Pontevedra, si luego no hubiese escrito en El Mundo. Es yo, pero si no hubiese llegado a escribir. Me habría perdido, igual. Pero desde los 19 vivo de lo que gano.

Entonces hay una persona… siempre hay una persona que es muchas noches el tipo con el que todo el mundo quiere estar y otras el tipo con el que nadie quiere estar. Alguien que está en la cumbre, pero como dé un paso en falso, se vuelve un auténtico pesado. Hay una línea muy fina entre tener dinero para invitar todo el mundo y estar pidiéndolo. Esa línea se empequeñece dependiendo de la dosis que el pavo tome cada día, ya sea la dosis de drogas o de alcohol.

"Hay una línea muy fina entre tener dinero para invitar todo el mundo y estar pidiéndolo: depende de la dosis de drogas o alcohol que ese tipo tome al día"

Es el tipo que es muy gracioso e ingenioso pero a las diez de la mañana no sabe ni vocalizar porque se ha pasado de frenada. El alcohólico es ese que a la segunda copa ya está así. No te das cuenta de cuándo ocurre. Hay costumbres, hay vicios… no te hablo de lo perjudicial del abuso, sino de un modo de vida del que tú no eres consciente, y ni siquiera lo asumes cuando los demás, los que te quieren, te lo dicen. Y la gente deja de cogerte el teléfono. La gente te hace el vacío. La gente se cansa de ti. Yo esto no lo sé en primera persona, evidentemente, pero lo he podido ver.

P.- En la novela se relaciona mucho el amor con el lenguaje. Cuando se llama “démonos espacio” al “estamos separándonos”, o cuando uno aterriza y por norma le pone a su pareja “landed”, como finiquitando, como con hastío.

R.- Sí. Sobre todo hay una cosa que es el “estamos bien”. A veces estás en una reunión de amigos aburridísima y dices “qué bien estamos”. Eso es una puta mierda. Si tienes que verbalizar el “estamos bien”, es que estás jodido. Con las parejas es igual. “Qué feliz soy contigo”, “qué unidos estamos”, “qué a gusto estoy contigo”… va, esto se va a la mierda. Sobre la felicidad no se puede teorizar mucho. La felicidad es algo que vives, y sabes que has dejado de ser feliz cuando tienes que nombrarla.

P.- El psiquiatra del libro le dice a Valentina, la protagonista, que en el paraíso no se habla porque la gente está concentrada en ser feliz. Es curioso, ¿no? Que sepamos que estamos hundidos cuando necesitamos soltar la verborrea… expectorar.

R.- Sí. Vomitar cosas, desmontarlas. Desahogarse está bien. Ya he hablado dos horas, ya está, ya he acabado.

Jabois.

Jabois. Villarino.

P.- Pero la gente obsesiva trabaja en círculos. Una vez te ha soltado su matraca de dos horas, busca a otra persona para volver a empezar. Otro recipiente para colocarlo.

R.- Sí. Probablemente sea así.

P.- ¿Tú no has ido al psiquiatra?

R.- No, no he estado. Yo nunca he estado deprimido, he estado triste. Pero es natural, porque estuve muy feliz. Me decían que había antidepresivos que limitan la euforia y al mismo tiempo, el sufrimiento.

P.- Escitalopram como forma de vida. Lo citas en el libro.

R.- Sí. Me atrajo la idea de que el escitalopram no me hiciese caer desde los dos metros… pero prefiero estar a veinte y caerme desde ahí, me da igual. Con esto te hablo del amor, de la amistad, del trabajo. Yo quiero disfrutarlo todo al máximo y soy lo bastante viejo para entender que mi filosofía de vida es ésta. Nunca lo he pasado bien tres semanas para después pasarlo mal tres años, siempre ha sido al revés, y me compensa.

P.- Hablemos de los celos. Él en el libro dice que no lo era, ella que lo era sólo con la gente del círculo cercano. ¿Qué encuentran los hombres en el deseo oscuro de follar con las amigas de su novia?

R.- No lo sé. No estoy en esa liga. Pero me resulta seductora la idea de las parejas liberales y modernas que van a clubs de intercambio y no tienen problema con ese tipo de cosas… pero un día se les despierta el espíritu más primitivo, el animal. Es el miedo a la pérdida. Les vuelve completamente locos. Tú no eres el dueño de nadie y no puedes evitar que tu pareja tenga deseos por otras personas, no seas ridículo… ¿te va a desear a ti toda la vida o qué? (chasquea).

"Hasta la gente más liberal sexualmente se pone posesiva y territorial si piensa que va a perder a su gran amor: tú no eres tan moderno, tú vienes del mono"

Pero todo el mundo, y que nadie niegue esto, se masturba con otras personas que no son su pareja, y es lo natural. Lo otro sería lo antinatural: el hacerlo siempre con la misma, más si la tienes al lado en la cama, porque entonces te acuestas con ella y ya está. Pero de repente, ante la posibilidad de la pérdida o de la ruptura o de que construya algo con otra persona… le sale a la gente moderna y liberal algo loco, algo enfermo, algo posesivo. Claro, tú no eres tan moderno, tú vienes del mono. Ahí dentro hay un código genético que viene desarrollándose desde hace millones de años y tiene que ver con la posesión, con “yo no quiero perder esto”. No podemos renunciar a nuestra condición animal.

P.- ¡Dan más miedo los besos cortos que los besos con lengua! Da más miedo que quien amas se dé piquitos con otra persona que que se acueste con ella.

R.- Claro: el polvo es un acto pasional. Feromonas, todo. El besito no, el cogerse de la mano, no. 

Jabois.

Jabois. Cristina Villarino.

P.- ¿De qué va el tema del talento? ¿Qué sabes de él?

R.- No tengo ni idea. Sé que es una cosa bastante democrática.

P.- Eso decía Fran Lebowitz. Que el talento puede (y debe) caer como una gota en la casa más pobre.

R.- Y tenía razón. Quizás es lo único democrático que queda. Ya ni la belleza, porque la belleza ya la están corrigiendo los cirujanos. Los cirujanos han conseguido que los feos ricos y las feas ricas se vuelvan guapos, o, al menos, que respondan al canon de belleza normativo. Pero no pueden conseguir que escribas muy bien o que pintes muy bien o que interpretes muy bien o que hagas bien negocios, porque la mayoría de estos tipos no saben ni eso y arruinan a sus familias.

No hablo del talento artístico, sino del talento como una forma de hacer cosas, de crear cosas. Me la suda el comportamiento, el esnobismo, el “¿viste qué bien se portó éste en este cóctel, viste qué maneras, cómo sostenía los cubiertos, la copa…?”. Eso recordarán de ellos cuando hayan muerto. “Este tío escribió Moby Dick, y éste otro, que despreció el libro, cogía bien los tenedores” (ríe). Me da un asco toda esa mierda. Es lo que más detesto en el mundo, porque ellos consideran que el estatus de una sociedad consiste en saber comportarse, en elegir la bebida correcta con cada carne.

"Sobre la felicidad no se puede teorizar, ni siquiera se puede nombrarla: si dices “estamos bien”, tu relación de pareja está jodida"

P.- ¿Te sientes o te has sentido así en esos círculos repipis de la élite?

R.- Muy probablemente. Pero no, porque no voy. Ni se me invita.

P.- La protagonista vive un proceso de aburguesamiento. Le empezó a ir bien y quería seguir siendo de izquierdas, pero entendió que cuanto más te acercas a la mansión de los ricos para degollarlos, más se te quitan las ganas, sobre todo si has acabado siendo su vecino. ¿Te pasó?

R.- Lo hemos visto también en España, ¿no? Con esa izquierda que venía a asaltar los cielos y a medida que se acercó, dijo “bueno, podemos remodelarlos” (ríe). “Hagamos unas reformillas”. Sí. Luego se alejaron otra vez y ahora hay que asaltarlos de nuevo. Esto pasa mucho. Cuando tienes a un rico delante, no le quieres degollar: ya sé que es una metáfora. Pero evidentemente hay que hacer cambios estructurales grandísimos. La desigualdad es tremenda. Yo a favor de todo, pero la violencia no, tía, no me sale.

Manuel Jabois.

Manuel Jabois. Cristina Villarino.

Primero: yo, ni por oficio, voy a cenas con políticos ni a comidas ni a nada, estoy fuera de ese mundo, completamente. Pero tengo muchos amigos que piensan radicalmente distinto a mí y no los quiero nada menos que a los que piensan igual que yo, me influye cero su posición política. Bueno, ningún racista, ningún homófobo, ningún nazi, claro. Me entiendes. Esa gente a dos kilómetros. Yo qué sé: mézclate con la gente, vive, conoce, cambia de opinión, que es sano…

P.- Enjuicia menos, o no enjuicies.

R.- Gracias. No te las des de juez.

P.- Ni de policía.

R.- (Ríe). Sí. Estamos confundidos: a mí se me ha enjuiciado el hecho de tener amigos, ¿sabes? Porque sean de derechas, por ejemplo. Es mi vida privada, tío. ¿Me están acusando de querer a gente? (ríe). No están diciendo “yo de éste no quiero saber nada porque ha votado a no sé quién”, sino que están enjuiciando el amor, el cariño, el afecto. ¿Me vas a decir tú a quién tengo que querer, a gente que conozco desde hace veinte años? No. No estoy ahí.

"A mí se me ha enjuiciado por el hecho de tener amigos de derechas"

P.- Va la última. ¿Cómo sabes que te has enamorado de alguien y cómo sabes que te has desenamorado?

R.- Me gusta mucho la idea de defender a tu pareja por encima de cualquier cosa.

P.- ¡Lo de levantarte de una mesa y tirarle la silla a quien hable mal de tu pareja…!

R.- Sí, ese gesto irracional, esa defensa a ultranza de la persona que quieres. Cuando bajas la guardia y alguien habla mal de tu pareja y no le tiras una silla a la cabeza, o incluso te sumas, es que te has desenamorado. Ahí estás jodido. “Me da por el culo que tengas razón, es mi chico o mi chica, no tienes derecho a hablar de ella así, y punto, que tengas razón o no es irrelevante, no lo haces. Tú de ella no hablas en público de esa forma en la vida”. Si dices “bueno, tiene algo de razón”… no estás ya enamorado. Tienes que defenderla siempre. Como a un hijo.

Jabois.

Jabois. Cristina Villarino.