Protestas propalestinas en La Vuelta.

Protestas propalestinas en La Vuelta.

Tribunas

Cuando el ciclismo es sólo una excusa para el odio

Las protestas contra el equipo Israel-Premier Tech en La Vuelta han traspasado la línea de la crítica política legítima. Neutralizar etapas, poner en riesgo a ciclistas y demonizar al “sionismo” no es solidaridad con Palestina: es abrir la puerta a la intolerancia y al odio.

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La Vuelta a España, una de las grandes fiestas del deporte, se ha visto ensombrecida este año por algo que nada tiene que ver con el ciclismo: las protestas contra el equipo Israel-Premier Tech.

Lo que podía haber sido una manifestación legítima de rechazo a la guerra en Gaza se ha convertido en un espectáculo inquietante, donde se han mezclado consignas destructivas, invasiones de la calzada y ataques verbales contra corredores que lo único que quieren es competir.

Los hechos son claros. En Figueras, manifestantes irrumpieron en plena contrarreloj con pancartas que decían Neutrality is complicity. Boycott Israel ("La neutralidad es complicidad. Boicot a Israel").

En Bilbao, la etapa fue neutralizada a tres kilómetros de la meta después de que un grupo derribara vallas, se enfrentara con la policía y mostrara carteles que clamaban Destroy Israel ("Destruir Israel"). Hubo heridos, detenciones y un pelotón atónito que no sabía si podría terminar la carrera. Todo esto contra un equipo privado y multinacional, cuyos ciclistas ni han apoyado la violencia ni han pedido jamás la destrucción de Gaza.

¿De qué son culpables estos deportistas? ¿De tener un propietario que se declara orgulloso de ser sionista? Sylvan Adams, filántropo canadiense-israelí, financia el equipo y muchas iniciativas culturales y educativas en Israel. Sus declaraciones más conocidas hablan de mejorar la imagen de su país y de apoyar proyectos en comunidades fronterizas con Gaza.

No hay rastro de llamamientos a matar civiles.

Y, sin embargo, se presenta a Israel-Premier Tech como si fuera un brazo armado del Estado israelí.

Conviene recordar que la libertad de expresión y manifestación es un derecho fundamental, pero no es ilimitado. Tiene fronteras: no se puede ejercer poniendo en riesgo la integridad de los demás.

Invadir una etapa ciclista y provocar caídas no es un acto de solidaridad. Es un delito de alteración del orden público. Y cuando esas acciones se acompañan de gritos que piden la destrucción de un país entero, se roza el terreno de los delitos de odio, porque se incita a la hostilidad contra un colectivo por su origen o su ideología.

Lo más alarmante, sin embargo, no son sólo los hechos, sino las reacciones.

Protestas propalestinas en La Vuelta.

Protestas propalestinas en La Vuelta.

Que la ministra Sira Rego haya pedido la expulsión del equipo de la Vuelta es, como mínimo, incoherente. ¿Defendemos la democracia excluyendo a un conjunto de ciclistas de diversas nacionalidades sólo por el pasaporte de su propietario?

El diputado Gabriel Rufián y otros portavoces han jaleado o relativizado las protestas. Pero cabe preguntarles: ¿Harían lo mismo si se tratara de un equipo musulmán? En la provincia indonesia de Aceh, donde se aplica la sharia, se sigue castigando con latigazos a personas homosexuales. ¿Acaso culpamos por ello a todos los musulmanes del mundo? ¿Se nos ocurriría demonizar al islam en bloque por lo que ocurre allí?

Por supuesto que no, y con razón. Porque sería injusto, discriminatorio y xenófobo.

Entonces, ¿por qué con este equipo sí se acepta?

Ese doble rasero es una herida para la credibilidad de nuestras instituciones.

Aquí entra en juego otra palabra: “sionismo”. En los eslóganes y en las pancartas, se utiliza como sinónimo de opresión y maldad.

Pero el sionismo es, en esencia, la idea de que el pueblo judío tiene derecho a un Estado propio en Israel. Dentro de él conviven corrientes diversas: liberales, socialdemócratas, religiosas, conservadoras. Convertirlo en un insulto, en un enemigo absoluto, no es crítica política; es demonización. Y esa demonización corre el riesgo de confundirse con el antisemitismo, con el viejo reflejo de culpar a los judíos en bloque de todos los males.

El mensaje que lanzamos al normalizar estas acciones es preocupante. Hoy se ataca a un equipo israelí. Mañana, ¿quién será el siguiente? ¿Un equipo musulmán? ¿Un club africano? ¿Un grupo gitano? La democracia se mide en cómo protegemos a las minorías, en cómo garantizamos que nadie sea hostigado por su origen, su religión o su ideología.

Si aceptamos que unos sean señalados, mañana puede tocarnos a cualquiera.

Lo digo no sólo como académico, sino como alguien que trabaja con israelíes, palestinos y europeos en proyectos de paz. He escuchado de cerca el dolor de Gaza, que es insoportable, y también el de las víctimas israelíes del 7 de octubre.

Sé que la única salida posible es el diálogo, la empatía y la convivencia.

Demonizar a un equipo ciclista, insultar al sionismo como si fuera una plaga o aplaudir la violencia contra deportistas no nos acerca a la paz. Nos encierra en trincheras y normaliza la intolerancia.

La Vuelta a España ha mostrado el riesgo de abrir esa puerta. Si lo que perseguimos es una sociedad justa y democrática, debemos tener claro que criticar las políticas de un Estado no puede confundirse con perseguir a personas que nada tienen que ver con esas decisiones.

Y que la empatía y la paz no se construyen con pancartas que piden la destrucción de un país, sino con respeto a la dignidad de todos.

Porque la pregunta, al final, es sencilla. ¿A qué sociedad vamos si legitimamos la violencia contra unos, sabiendo que mañana puede usarse contra cualquiera?

*** David Villar Vegas es profesor doctor de Estudios Hebreos de la UCM y director de Diplomacia de Coalition for Peace and Coexistence.